HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN - ORDEN DIACONADO

(Jueves 8 de Diciembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Queridos seminaristas,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- La Palabra de Dios nos pone hoy ante el misterio de su amor infinito al hombre. Amor que le lleva a ser solidario con la humanidad para cambiar la triste suerte que le correspondía al ser expulsado del Paraíso. Había cometido un pecado grave contra el Dios que lo había creado y elevado al orden sobrenatural.

Dios manifiesta su solidaridad amorosa con el hombre y la mujer y con su estirpe, porque, aunque la Sagrada Escritura nos da cuenta del castigo que recayó sobre Adán y Eva, queda muy claro desde el primer momento, que Dios promete salir fiador del hombre para que no sea privado definitivamente de la felicidad eterna a la que estaba llamado desde la creación.

La redención, llevada a cabo por Jesucristo, nos abre las puertas del cielo. Y esa redención se consuma porque el Hijo de Dios vivo muere en la Cruz como satisfacción por nuestras culpas. El Hijo de Dios muere ajusticiado para que nosotros no seamos reos de la condenación en el juicio definitivo. Y tal fue la solidaridad misericordiosa de Dios para con la humanidad, que nos concedió pasar de la muerte espiritual a ser hijos adoptivos de Dios y herederos de su gloria.

2.- Dios, que es conocedor de la responsabilidad humana ante el pecado, maldice, en cambio, al maligno que tentó e hizo sucumbir al primer hombre y a la primera mujer. “El Señor Dios dijo a la serpiente: por haber hecho esto, serás maldita entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo de la tierra toda tu vida” (Gn 3, 14).

En el mismo instante en que pecaron nuestros primeros padres Dios anunció la redención de la humanidad asumiendo la responsabilidad que Adán y Eva habían rehuido. Ellos se limitaron a echar las culpas del uno al otro y de ambos a la serpiente diabólica. El Señor salió al paso de la incoherencia de Adán y Eva, y fue a la raíz del problema. Dios dijo a la serpiente: “establezco hostilidades entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya; ella te herirá en la cabeza cuanto tú la hieras en el talón” (Gn 3, 19-20).

A partir de ese momento, Dios puso como señal del fracaso diabólico el anuncio de que sería vencido por la descendencia de la mujer. Aparecen entonces, proféticamente, la Santísima Virgen, Inmaculada ya en su concepción, y su Hijo Jesucristo nuestro Salvador. Esta gran gesta, que brotó de la magnanimidad divina, ha sido proclamada por la Iglesia desde el principio como el origen de nuestra gozosa esperanza. Ello es lo que ha movido a los cristianos a hacer suyas las palabras del Salmo que hoy recitamos: “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios. Aclamad al Señor tierra entera, gritad, vitoread, tocad” (Sal 9, 3).

3.- Es muy importante saber que Dios quiso contar con la libertad humana para llevar a cabo su proyecto misericordioso de salvación. Podemos decir que Dios, para salvar a la humanidad quiso contar con la colaboración de la misma humanidad. Y, como representante nuestra fue elegida la Santísima Virgen María. En esa preciosa criatura se juntaron perfectamente el don de la plenitud de la gracia, puesto que María fue concebida sin pecado original, y la responsabilidad humana que la Virgen María expresó en respuesta libre y obediente: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

A partir de ese momento, pudimos sentirnos liberados del sometimiento al maligno, y de sufrir eternamente las consecuencias del pecado. La promesa divina se había cumplido en la mujer, madre y virgen, y en el Hijo de Dios que se encarnó, en las virginales entrañas de la Virgen María. Por ello, del mismo modo que la Santísima Virgen entonó el canto del “Magnificat” proclamando la grandeza del Señor y manifestando su gozo en Dios su salvador, nosotros debemos hacer nuestras las palabras de San Pablo que hoy hemos escuchado: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Ef 1, 3). Y, en este día, al celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, debemos entonar un cántico de alabanza al Señor. Él ha tomado como, instrumento consciente y libre de su bendición, a una mujer a quien ha convertido en la primera redimida. La llenó de su gracia desde el primer instante de su concepción, y luego la convirtió en Madre suya por la acción milagrosa del Espíritu Santo.

4.- Al hacer estas consideraciones, brota espontáneamente la admiración hacia la Santísima Virgen María, por ser llena de gracia desde el principio, y por haberse mantenido fiel hasta el final de sus días. Esta realidad gozosa ha sido proclamada por la fe sencilla del pueblo cristiano hasta convertirse en Dogma universal para los hijos de la Iglesia.

Podría ocurrir, al mismo tiempo, que, considerando el hecho extraordinario de la Concepción Inmaculada de la Santísima Virgen y la santidad con que María correspondió a ese inigualable don, suframos la tentación de sentirnos incapaces para alcanzar la santidad. Ante esta lamentable sospecha, es necesario tener en cuenta que María fue capaz de comportarse fielmente ante el Señor porque el Espíritu Santo obró en ella apoyándole con su gracia. Por eso, nosotros debemos invocar constantemente la gracia del Espíritu Santo. Él está pendiente de nosotros desde el Bautismo, y nos enriquece con sus dones, especialmente desde la Confirmación. Es deber y necesidad nuestra acudir a Él, pedirle con fe y confianza que nos conceda el don de la fortaleza para vencer con buen ánimo las dificultades, las tentaciones y el pesimismo; y que nos conceda también el don del temor de Dios para que siempre estemos dispuestos a recibir y cumplir las indicaciones del Señor. Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. (cf. 1Tim 2, 4).

5.- Hoy, además, hay otro motivo de gozo para nuestra Iglesia diocesana. Un joven da el paso definitivo de ofrecerse a Dios, con la decisión libre de mantenerse fiel a la vocación con que el Señor le ha distinguido.

José María, que lleva en su nombre la referencia permanente a la protección del Patriarca S. José y de la Santísima Virgen María, va a participar, precisamente en este día, del Sacramento del Orden en el grado del Diaconado. Será constituido ministro del Señor para gloria de Dios sirviendo al Sacerdocio ministerial y aspirando a él.

Como elegido del Señor, está llamado a ser, como la Santísimas Virgen María, instrumento consciente, libre y fiel en manos de Dios para la salvación del mundo. Pediremos al Señor que derrame su Espíritu sobre el nuevo Diácono para que sea fiel a la vocación sacerdotal, y para que se prepare a recibir el Orden sacerdotal mediante el ejercicio del ministerio que ahora le corresponde. Por eso, querido José María, deberás acercarte cada día más al Señor mediante la escucha y la proclamación de la Palabra de Dios, mediante la oración asidua y confiada, y mediante el servicio al Altar de la Sagrada Eucaristía. Nosotros elevaremos nuestra plegaria al Señor para que no deje de enviar operarios a su mies, y bendiga a esta porción del Pueblo de Dios con los Pastores que necesita.

La Santísima Virgen María, que gozó anticipadamente de los frutos de la Redención, y que supo y quiso corresponder con su obediencia a los planes del Señor, nos ayude a ser fieles y agradecidos a Dios por su infinito amor y por los dones que de él recibimos.

QUE ASÍ SEA

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