HOMILÍA DOMINGO SEGUNDO DE ADVIENTO

(Domingo 4 de Diciembre de 2011)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

1.- Hemos comenzado ya la segunda semana de preparación para el encuentro con el Señor, que viene a nosotros en la Navidad. Y la hemos comenzado haciendo una oración muy adecuada. La he recitado yo, como síntesis de vuestras plegarias, diciendo al Señor: “cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo” (Orac. Colecta).

La Santa Madre Iglesia nos recuerda que la actitud, que debe presidir nuestra vida en este tiempo de Adviento, es la decisión de salir animosos al encuentro del Hijo de Dios que viene a nosotros como el Mesías Salvador.

Para salir al encuentro de Jesucristo nuestro salvador tenemos que estar convencidos de que necesitamos ser salvados, y de que no hay otro que pueda salvarnos sino el Hijo de Dios. Unido a ello, es muy importante saber que Jesucristo mismo, el Hijo de Dios hecho hombre, nos busca para conceder a cada uno, personalmente, su salvación.

2.- Estar convencidos de que necesitamos ser salvados es la primera condición para buscar y esperar al Salvador. Pero no buscaremos la salvación en Jesucristo, ya desde ahora, si no llegamos a descubrir que la salvación que esperamos de él también la necesitamos para esta vida en la tierra.

Es cierto que la salvación llega a su plenitud en la vida eterna. Pero, también es cierto que la gracia de la redención, que nos alcanzó Jesucristo con su muerte y resurrección, comienza a obrar en nosotros una vida nueva, ya desde el Bautismo. Por este sacramento somos hechos hijos adoptivos de Dios. Desde entonces nuestro camino ha de ser un progresivo acercamiento a Dios y una creciente intimidad con el Señor mediante la escucha de su Palabra, mediante la oración y mediante la participación en los sacramentos. Así pues, la verdadera salvación comienza ya en esta vida cuando la orientamos según el plan de Dios sobre cada uno de nosotros. ¿Cómo encontraríamos de otros modo un sentido a nuestra vida que nos impulse a vivirla con ilusión y esperanza? ¿Cómo podríamos confiar en lograr la salvación, en lo que depende de nosotros, si no supiéramos por la fe, como nos enseña el santo Evangelio, que todo lo podemos con la ayuda del Señor?

3.- Si tenemos en cuenta lo dicho, nos sentiremos llamados a hacernos, con frecuencia algunas preguntas como esta: ¿Qué quiere el Señor de mí en esta vida?

Esa pregunta nos pone, en primer lugar, ante la necesidad de conocer e interpretar la vocación del Señor sobre cada uno de nosotros. Si pretendemos vivir como auténticos cristianos, debemos entender y asumir que nada en esta vida puede considerarse como ajeno al plan amoroso de Dios para beneficio nuestro. Lo que Dios quiere de nosotros, equivale a la vocación o la llamada que dirige a cada uno y que afecta a toda nuestra vida en su duración y en su integridad. Esto ha de estar muy presente en nuestra conciencia siempre y, sobre todo, cuando nos encontramos urgidos a tomar las grandes decisiones que afectan al conjunto de nuestra vida.

En segundo lugar, la pregunta acerca de lo que Dios quiere de nosotros, nos urge a revisar con frecuencia si estamos recorriendo acertadamente el camino que la vocación del Señor nos ha señalado. Esto es: tenderemos que mirar con atención si nuestros comportamientos cotidianos son acordes con la vocación recibida del Señor.

No debemos olvidar, pues, que, si la vida gloriosa y eterna es un encuentro definitivo con el Señor, su preparación ha de comenzar seriamente en la tierra, con la búsqueda sincera de Dios por nuestra parte, y con la consiguiente y gozosa acogida del Señor que viene constantemente a buscarnos.

4.- El encuentro con el Señor, y la fiel acogida que merece su llamada o su vocación a cada uno de nosotros, no puede limitarse al mero cumplimiento de unas normas de moralidad. Estas son necesarias; y nos las ofrece el Señor en sus mandamientos a través de la Iglesia. La santa Madre Iglesia nos los transmite y los interpreta fielmente para que podamos aplicarlos a nuestra vida en cada momento.

Pero el encuentro con Dios en su Hijo Jesucristo y la fiel acogida que debemos darle implican una permanente renovación espiritual, una constante revisión de nuestra fe. Solo así podremos darnos cuenta de que venimos de Dios, de que a Dios vamos y, por tanto, de que la vida entera ha de interpretarse desde Dios. Así interpretada, nuestra vida está llamada a ser un agradecido canto al Señor. Esto quiere decir que nuestra preocupación fundamental debe ser estar cerca del Señor, ofrecerle con alegría todo lo que somos y tenemos, y dedicarle toda la atención que merece. Y esto nos exige, a la vez, una dedicación prioritaria a Dios mediante la lectura de su palabra, mediante el encuentro personal con Él en los Sacramentos -sobre todo en la Penitencia y en la Eucaristía-, y mediante la oración asidua, como antes ya hemos indicado. De ello se desprenderá espontáneamente el acierto en nuestros pensamientos, deseos y comportamientos.

Estando lejos de Dios, es muy fácil que no se entiendan muchas de sus orientaciones evangélicas, y que se llegue a discutir lo que la Santa Madre Iglesia nos indica para cumplir, con fidelidad, lo que nos pide nuestro Señor y Salvador.

5.- Con frecuencia se da una cierta separación entre las prácticas religiosas y la orientación profunda de nuestra mente y de nuestro corazón. Así se explica que haya muchos que exhiben su título de cristianos y que viven ajenos a la oración, que no participan en los Sacramentos, y que, además, tienen su guía principal en sus propios intereses materiales y en los afanes de este mundo.

Como es muy fácil caer de algún modo en este error, dividiendo nuestra vida entre los afanes mundanos y una pretendida fe en Dios; y, como es muy fácil también que esto pueda debilitar nuestra fidelidad a Dios e incluso nuestra confianza en la salvación definitiva, la palabra de Dios, a través de San Pedro, nos advierte, hoy, que el Señor tiene mucha paciencia con nosotros y que su misericordia es infinita. El Señor no quiere que nadie perezca sino que todos se conviertan y se salven (cf. 2Pe 3, 9). S. Pedro nos enseña cómo debe ser nuestra respuesta a esa paciencia misericordiosa de Dios. Nos dice hoy en la segunda lectura: “Esperad y apresurad la venida del Señor” (2Pe 3, 12).

6.- El Señor, que no quiere encontrarnos desprevenidos como el esposo encontró a las vírgenes cuando llegó, entrada la noche, nos envía mensajeros que anuncian su cercanía. Esa fue la misión de los profetas que culminó con la predicación de Juan Bautista. Esa es, ahora, la misión de la Iglesia. Ella nos transmite, hoy, en el Evangelio las palabras del precursor de Jesucristo: “Una voz grita en el desierto: preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos” (Mc 1, 2).

Esta es, pues, nuestra tarea. Esta es la invitación del Señor. Para ello la Iglesia nos brinda en su nombre la oportunidad del Adviento.

7.- Pidamos al Señor, como en la oración inicial de la Santa Misa, que nos guíe hasta él con sabiduría para que podamos participar plenamente del esplendor de su gloria (cf. Orac. Colecta)

QUE ASÍ SEA

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