HOMILÍA DOMINGO II DE CUARESMA (1 de marzo de 2015)



Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

En la Cuaresma estamos insistiendo mucho sobre la necesidad de nuestra sincera conversión. Conversión que lleva consigo no solo el cambio de conducta, ni siquiera tampoco el cambio de las actitudes que condicionan nuestras acciones. La verdadera conversión implica pensar nuestra vida desde Dios; tener presente que no es nuestra razón simplemente la que debe decidir sobre nuestra vida.
Quizá esto sorprenda muchos, porque constantemente estamos aludiendo a la razón para actuar correctamente. Por eso decimos con frecuencia que debemos ser razonables.
Podemos decir que la razón es la capacidad de discurrir y de aplicar ese discurso a la vida en cada momento, para que no caiga en contradicción. Sin embargo, aun discurriendo con perfecta lógica, podemos caer en graves errores que malversan nuestra conducta. Este sería y es el caso frecuente de que nuestro razonamiento se base en la aceptación de unos principios falsos o insuficientes. Ser verdaderamente razonables requiere de nosotros que nuestra forma de pensar y de actuar parta de la verdad plena. Y esa Verdad plena es Dios. Por tanto, la ordenación auténticamente razonable de nuestra vida y de nuestra esperanza de futuro, ha de fundarse en la fe, en la Palabra de Dios, en lo que Dios nos pide.
No cabe duda de que hay ocasiones en que Dios mismo pone a prueba nuestra fe, dándonos la impresión de que nos pide cosas imposibles e incluso calificables como malas desde las enseñanzas del mismo Dios. Este es el caso de la prueba a la que Dios sometió a Abraham pidiéndole que sacrificara a su mismo hijo. Era una petición que parecía ir contra el más básico respeto a la vida de los demás; y, sobre todo del propio hijo. Incluso parecía absurdo porque era el hijo único del que tenía que nacer una descendencia tan numerosa como las arenas del mar y las estrellas del cielo, según la promesa de Dios.
Sin embargo, la muestra de la verdadera fe estuvo en Abraham. Pensando que era tal el misterio de aquel mandato, que solo Dios podía desentrañarlo. Y Abraham lo aceptó haciendo ofrenda de su hijo único, y de su misma inteligencia, de su misma razón. Esta forma de proceder puede parecer a muchos verdaderamente alienante, abusiva, irracional, absurda. Pero no podemos poner nuestra razonabilidad por encima de los planes de Dios. Debemos pensar que esos planes son siempre beneficiosos para nosotros.
Pensemos en el misterio de nuestra redención. Jesucristo es el enviado del Padre para sacar al hombre del error y del sinsentido, y conducirlo por el camino de la Verdad y de la salvación. Sin embargo, el Hijo unigénito de Dios fue enviado por el Padre al mundo para que brillara la verdad, la justicia, el amor y la paz. Sin embargo, Jesucristo murió en la cruz, ajusticiado por blasfemo y por desobediente a la ley que Dios mismo había revelado a Moisés. Este es un ejemplo definitivo de lo que supone la diferencia entre la lógica puramente humana y la lógica divina. El Hijo de Abraham no fue sacrificado, y el Hijo de Dios resucitó de entre los muertos.
Las palabras de Dios a Abraham después de esta dura prueba son esclarecedoras de la intención de Dios y del valor de la fidelidad humana: “Por haber hecho eso, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y la arena de la playa” (Gn 22, 16-17).
Esa misma fidelidad nos pide el Señor sin reserva alguna en la aceptación del misterio divino. San Pablo entendió esto y dijo: “No descansaré hasta que vea impresa en vosotros la imagen de Cristo y Cristo crucificado” (-----)
El argumento profundo para aceptar el gran misterio de los planes divinos, y de entenderlos como plenamente beneficiosos para nosotros, está en aceptar que Dios es nuestro Padre, que Dios es amor, que Dios quiere nuestro bien por encima de todo, y que, por tanto, como nos recuerda hoy el Salmo interleccional “mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles” (Sal 115).
Convencimiento éste que nos ha de llevar a la reflexión esperanzada sobre el sentido de esas palabras de san Pablo: “El que no perdonó a su propio Hijo sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?” (Rm 8, 32).
En este domingo segundo de cuaresma, en que se nos presenta descarnada la profundidad del misterio de Dios, y en que puede asomar en nuestro corazón la duda acerca de si alcanzaremos lo que Dios dice prometernos a través de estas pruebas, el santo Evangelio nos ofrece a la consideración la escena que Jesucristo se transfiguró ante Pedro, Santiago y Juan.
Ese es el regalo final para quien acepta y sigue el misterio de dios que, por ser obra de Dios infinito, siempre nos trasciende y nos desborda.
El mismo Dios que anunciaba su sacrificio redentor es quien aparece con la gloria divina ante sus discípulos, hasta hacer exclamar a Pedro, feliz y deseoso de que esta situación perdurara: “¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas” (Mc 9, 5).
El Señor, que había desvelado el final feliz de todas las pruebas que él y sus discípulos debían atravesar, les quiere devolver a la dura realidad del acontecer humano por el que iba a ser crucificado. Y establece muy claramente la íntima relación que existe entre la cruz y la resurrección.
Pidamos al Señor la luz necesaria para vislumbrar el sentido del misterio que nos presenta en su vida y en su relación con nosotros. Que nos conceda la fuerza necesaria para no rendirnos en la prueba, sino llegar al goce definitivo al que desea llevarnos.
QUE ASÍ SEA

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