Mis
queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:
En la Cuaresma estamos
insistiendo mucho sobre la necesidad de nuestra sincera conversión. Conversión
que lleva consigo no solo el cambio de conducta, ni siquiera tampoco el cambio
de las actitudes que condicionan nuestras acciones. La verdadera conversión
implica pensar nuestra vida desde Dios; tener presente que no es nuestra razón
simplemente la que debe decidir sobre nuestra vida.
Quizá esto sorprenda
muchos, porque constantemente estamos aludiendo a la razón para actuar
correctamente. Por eso decimos con frecuencia que debemos ser razonables.
Podemos decir que la
razón es la capacidad de discurrir y de aplicar ese discurso a la vida en cada
momento, para que no caiga en contradicción. Sin embargo, aun discurriendo con
perfecta lógica, podemos caer en graves errores que malversan nuestra conducta.
Este sería y es el caso frecuente de que nuestro razonamiento se base en la
aceptación de unos principios falsos o insuficientes. Ser verdaderamente
razonables requiere de nosotros que nuestra forma de pensar y de actuar parta
de la verdad plena. Y esa Verdad plena es Dios. Por tanto, la ordenación auténticamente
razonable de nuestra vida y de nuestra esperanza de futuro, ha de fundarse en
la fe, en la Palabra de Dios, en lo que Dios nos pide.
No cabe duda de que hay
ocasiones en que Dios mismo pone a prueba nuestra fe, dándonos la impresión de
que nos pide cosas imposibles e incluso calificables como malas desde las
enseñanzas del mismo Dios. Este es el caso de la prueba a la que Dios sometió a
Abraham pidiéndole que sacrificara a su mismo hijo. Era una petición que
parecía ir contra el más básico respeto a la vida de los demás; y, sobre todo
del propio hijo. Incluso parecía absurdo porque era el hijo único del que tenía
que nacer una descendencia tan numerosa como las arenas del mar y las estrellas
del cielo, según la promesa de Dios.
Sin embargo, la muestra
de la verdadera fe estuvo en Abraham. Pensando que era tal el misterio de aquel
mandato, que solo Dios podía desentrañarlo. Y Abraham lo aceptó haciendo
ofrenda de su hijo único, y de su misma inteligencia, de su misma razón. Esta
forma de proceder puede parecer a muchos verdaderamente alienante, abusiva,
irracional, absurda. Pero no podemos poner nuestra razonabilidad por encima de
los planes de Dios. Debemos pensar que esos planes son siempre beneficiosos
para nosotros.
Pensemos en el misterio
de nuestra redención. Jesucristo es el enviado del Padre para sacar al hombre
del error y del sinsentido, y conducirlo por el camino de la Verdad y de la
salvación. Sin embargo, el Hijo unigénito de Dios fue enviado por el Padre al
mundo para que brillara la verdad, la justicia, el amor y la paz. Sin embargo,
Jesucristo murió en la cruz, ajusticiado por blasfemo y por desobediente a la
ley que Dios mismo había revelado a Moisés. Este es un ejemplo definitivo de lo
que supone la diferencia entre la lógica puramente humana y la lógica divina.
El Hijo de Abraham no fue sacrificado, y el Hijo de Dios resucitó de entre los
muertos.
Las palabras de Dios a
Abraham después de esta dura prueba son esclarecedoras de la intención de Dios
y del valor de la fidelidad humana: “Por
haber hecho eso, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te
bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y la
arena de la playa” (Gn 22, 16-17).
Esa misma fidelidad nos
pide el Señor sin reserva alguna en la aceptación del misterio divino. San
Pablo entendió esto y dijo: “No descansaré hasta que vea impresa en vosotros la
imagen de Cristo y Cristo crucificado” (-----)
El argumento profundo
para aceptar el gran misterio de los planes divinos, y de entenderlos como
plenamente beneficiosos para nosotros, está en aceptar que Dios es nuestro
Padre, que Dios es amor, que Dios quiere nuestro bien por encima de todo, y
que, por tanto, como nos recuerda hoy el Salmo interleccional “mucho le cuesta al Señor la muerte de sus
fieles” (Sal 115).
Convencimiento éste que
nos ha de llevar a la reflexión esperanzada sobre el sentido de esas palabras
de san Pablo: “El que no perdonó a su
propio Hijo sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará
todo con él?” (Rm 8, 32).
En este domingo segundo
de cuaresma, en que se nos presenta descarnada la profundidad del misterio de
Dios, y en que puede asomar en nuestro corazón la duda acerca de si
alcanzaremos lo que Dios dice prometernos a través de estas pruebas, el santo Evangelio
nos ofrece a la consideración la escena que Jesucristo se transfiguró ante
Pedro, Santiago y Juan.
Ese es el regalo final
para quien acepta y sigue el misterio de dios que, por ser obra de Dios
infinito, siempre nos trasciende y nos desborda.
El mismo Dios que
anunciaba su sacrificio redentor es quien aparece con la gloria divina ante sus
discípulos, hasta hacer exclamar a Pedro, feliz y deseoso de que esta situación
perdurara: “¡Qué bien se está aquí! Vamos
a hacer tres chozas” (Mc 9, 5).
El Señor, que había
desvelado el final feliz de todas las pruebas que él y sus discípulos debían
atravesar, les quiere devolver a la dura realidad del acontecer humano por el
que iba a ser crucificado. Y establece muy claramente la íntima relación que
existe entre la cruz y la resurrección.
Pidamos al Señor la luz
necesaria para vislumbrar el sentido del misterio que nos presenta en su vida y
en su relación con nosotros. Que nos conceda la fuerza necesaria para no
rendirnos en la prueba, sino llegar al goce definitivo al que desea llevarnos.
QUE ASÍ SEA
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