Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
responsables y miembros de Cáritas
diocesana:
La
palabra de Dios, escuchada y acogida con verdadera fe, penetra hasta el fondo
del alma y nos descubre las motivaciones últimas de nuestras acciones. Nos
lleva a discernir los verdaderos deseos e intenciones de nuestro corazón. Esa es una auténtica obra de caridad, de
parte de Dios, para con nosotros. Lo que más necesitamos es no engañarnos a
nosotros mismos, y no sucumbir ante la tentación de buscar excusas fáciles o
motivaciones que no alcanzan el nivel que merece la respuesta al Señor.
Sin
embargo, el descubrimiento y la humilde aceptación de nuestras miserias
debería ser acogida siempre como una inmensa gracia de Dios. Por ese
descubrimiento podemos disponernos a romper con los males que nos apartan de la verdad, de la justicia, del
amor y de la fidelidad que debemos a
Dios. Y esto nos ofrece plenas garantías porque es Dios mismos quien nos habla
a través de su palabra. En consecuencia, nos advierte acerca de lo que está
viendo en nosotros y nos lo da a conocer para nuestra conversión.
Preciosa
acción de Dios con nosotros a través de su palabra. Por eso, escuchar la
palabra de Dios atenta y devotamente, además de constituir la debida
correspondencia al amor con que Dios nos
enseña, nos corrige y nos acompaña en el camino de la virtud, es también el
modo más acertado de ir descubriendo la voluntad de Dios para cada uno de nosotros. La palabra de Dios, a través de la
carta a los Hebreos, nos da a entender hoy que Dios no solo nos ayuda a
descubrir nuestras infidelidades, errores y falsedades, sino que, además, “ha sido probado en todo exactamente como,
nosotros, menos en el pecado” (Hbr. 4, ….). Por tanto, “acerquémonos
con seguridad al trono de la gracia para
alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente”
(Hbr. 4…).
Aunque
esto nos parezca sabido, constatamos en nuestro tiempo y entre los cristianos
una clara tendencia a ir acomodando el Evangelio a la propia visión de las
cosas. Esto no surge espontáneamente sin más precedentes. Antes de argüir a
favor nuestro frente a determinadas exigencias del Evangelio ha ido
produciéndose una sucesión de faltas reconocidas, que no han sido llevadas al
sacramento de la Penitencia. Saturados por el peso de la propia conciencia e
influidos por las corrientes de permisividad y de relativismo moral, el
espíritu se ve de algún modo forzado a buscar la tranquilidad arguyendo con supuestas
razones en apoyo de criterios y comportamientos no acordes con el Evangelio de Jesucristo y con la enseñanza
de la Iglesia. Llegados a este punto es muy necesario analizar cómo está nuestra fe. Quizá se haya
debilitado oscureciendo el verdadero rostro de Jesucristo nuestros Maestro y
redentor. Por eso deberemos escuchar con especial atención la llamada que hoy hemos escuchado: “mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote
grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios” (Hbr. 4…).
Sólo
desde una fe profunda, bien arraigada y acorde con la enseñanza de Jesucristo
podemos llegar a la práctica de la verdadera caridad cristiana. No olvidemos
que la caridad es nuestra respuesta al amor que Dios nos tiene. Por tanto, no
vivimos la caridad si nos alejamos de Jesucristo. El amor a Dios va unido al
amor al prójimo. Por eso Dios no se conforma con que le amemos a Él; nos exige el amor al
prójimo. Ha hecho del amor al prójimo la
consecuencia del amor a Él. Por eso S. Juan nos dice que no podemos decir en
verdad que amamos a Dios a quien no vemos, si no amamos al prójimo a quien
vemos. (cf.---).
Cuando
la acción caritativa con el prójimo no
va precedida o acompañado por el amor a Dios, deformamos la caridad cristiana
acercándola más a la moneda de cambio para alcanzar la gratitud del
beneficiado, el aplauso social, el velo que cubra otras mayores deficiencias
personales,, etc. También puede ocurrir
que no haya más motivo para ejercer la
caridad con el prójimo que la fuerza de un mero sentimiento de compasión.
Frente
a todo esto, es bueno recordar, mirando a Jesucristo, que la verdadera caridad,
rompiendo con la búsqueda de cualquier compensación llega a arriesgar lo propio
hasta poner en juego la propia vida. Si amamos al Padre, no podemos olvidar a
los hijos que, por lo demás, son nuestros hermanos. Por tanto, el ejercicio de la caridad va
inseparablemente unido a la propia identidad como cristiano. Por eso la caridad
es universal y no puede olvidar ninguna de las dimensiones del hombre: la
corporal y la espiritual, la humana y la sobrenatural.
Al
celebrar el encuentro anual de las organizaciones caritativas de nuestra
Diócesis, demos gracias a Dios que nos ha permitido conocer su voluntad que es
pura y eternamente estable (cf. Sal. 18).
Que
este conocimiento sea objetivo permanente de nuestra vida en cualquiera de las
acciones a las que dediquemos la atención.
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