HOMILÍA EN EL MIÉRCOLES DE CENIZA DE 2015



Mis queridos hermanos sacerdotes,
queridos miembros de la Vida Consagrada, cofrades y demás fieles laicos:

            1.- Parece que todavía suenan los ecos de los villancicos navideños y estamos ya iniciando la Cuaresma, camino de la Semana Santa. El nacimiento del Señor y su pasión y muerte se nos presentan casi unidos.  No es un error. Además de las fechas del calendario que están fijadas para la Navidad y para el Triduo sacro, dando cabida en medio a la preparación cuaresmal que hoy iniciamos, hay otros motivos por los que tiene sentido la proximidad entre estas dos fechas tan significativas para la vida del cristiano.
            La Navidad nos invita a considerar y agradecer el misterio de la humildad y la obediencia del Hijo de Dios. Ambas son tan grandes como su amor que es infinito. Por eso, “cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibieran la adopción filial.¡” (Gal. 4, 4). Y el Hijo de Dios hecho hombre respondió al Padre: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Sal 39).
            La Cuaresma nos introduce en la Semana Santa. En ella celebramos el acontecimiento, misterioso también, de la muerte y resurrección redentoras de Jesucristo. Ese era el fin para el cual nació entre nosotros y compartió nuestra historia.
            2.- El misterio de la encarnación, por el que Jesucristo asumió la naturaleza humana haciéndose en todo semejante al hombre menos en el pecado, está esencialmente unido a la pasión y muerte que había de sufrir; porque para eso había venido. Ya lo anunció el anciano Simeón, diciendo a María su Madre:  “Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, y será como un signo de contradicción” (Lc. 4, 34 ).
            3.- Al considerar la íntima relación que existe entre la Navidad y la Semana Santa, podemos entender que, en el fondo, no puede atribuirse a la Navidad la alegría y a la Semana Santa la tristeza. Es evidente que el nacimiento lleva consigo siempre el gozo de la apertura a la vida, y la alegría de acoger a quien se nos presenta con el encanto y la dulzura del recién nacido. La muerte, en cambio, sobre todo cuando va precedida  por la tremenda pasión que tuvo que soportar Jesucristo por culpa nuestra, lleva consigo un claro sentimiento de dolor. Es debido a la tragedia que supone el dolor para la debilidad humana, y, para nuestra emotividad,  la pérdida del que muere.
Pero en el cristiano, el dolor de compartir emocionalmente el sufrimiento y la cruel escena de la muerte de Jesucristo, llevan consigo también ese gozo y esa gratitud interior que reduce toda tristeza. La muerte de Jesucristo es el preámbulo de su gloriosa resurrección. Y por esta, se nos abren las puertas del cielo. Por la resurrección de Jesucristo podemos esperar los bienes insuperables que nos prometió Jesucristo  orando al Padre después de última Cena. Dijo: “Padre, este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste porque me amabas antes de la fundación del mundo” (Jn. 17, 24).
            4.- Así como la Navidad hace posible la Pascua, así también la celebración festiva del nacimiento de Jesucristo ha de predisponernos a aprovechar el inmenso regalo de la redención que celebramos en la Pascua..
            Para que esto sea así, es necesario que obedezcamos la palabra que acabamos de escuchar. Por medio del profeta Joel Dios nos ha llamado a la conversión. Y nos ha pedido que esa conversión sea profunda y sincera. Por eso nos dice: “Convertíos a mí de todo corazón (…) Rasgad los corazones, no las vestiduras” (Joel, 2, 12). No se trata simplemente de cambiar algunos gestos o algunos comportamientos. Se trata de planificar la vida como una verdadera ofrenda  a Dios para hacer su voluntad. Se trata de procurar acercarnos a la Verdad para construir nuestra vida según ella. Esa Verdad es Dios y se n os manifiesta en  su palabra.
            5.- El Señor, teniendo en cuenta nuestra debilidad y las dificultades que puede llevar consigo la conversión  plena, nos dice a través de San Pablo: ”Os lo pedimos por Cristo; dejaos reconciliar con Dios” (2 Cor. 5, 20). Es como si Cristo mismo nos lo pidiere; porque, en verdad, sólo Jesucristo es quien nos lo puede pedir; y, de hecho, nos lo pide al comenzar la Cuaresma. Él inició su vida pública diciéndonos: “Convertíos porque está cerca el reino de los cielos” (Mt. 4, 17).
El profeta Joel cuando nos llama a la conversión, nos advierte que Dios no es un dios vengativo, sino todo lo contrario. Nos lo da a entender diciendo : “Convertíos al Señor Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso” (Joel. 2, 13).
6.- Haber descubierto el amor y la misericordia de Dios, y haberla experimentado al recibir la absolución, después de confesar sincera y humildemente nuestros pecados, nos lleva a una paz interior y a un gozo que da optimismo, ánimo y esperanza a nuestro espíritu, y lo hace capaz de  crecer en la virtud, de acercarnos a Dios que es la fuente de la Vida verdadera. Por eso no podemos quedarnos pasivos después de saborear el don de la misericordia divina. Debemos convertirnos en apóstoles de esa Misericordia. De lo contrario caeríamos en  el egoísmo o en  la indiferencia ante los males ajenos, el mayor de los cuales es la lejanía de Dios.
7.- El Papa Francisco nos dice: “La Iglesia ha sido enviada por Cristo Resucitado a transmitir a los hombres la remisión de los pecados, y así hacer crecer el reino del amor, sembrar la paz en  los corazones, a fin de que se afirme también en las relaciones, en las sociedades, en las instituciones” (Regina Coeli, Plaza S. Pedro. Dom. II Pascua de 20º13).
Esta llamada del Papa nos ayuda a tomar con impulso apostólico la tarea de la Evangelización en la que debemos ocuparnos ahora con especial intensidad. Así nos lo piden los Papas , especialmente desde Pablo VI hasta ahora.
8.- La condición imprescindible para llevar a cabo la evangelización y animar a las gentes para que experimenten la misericordia infinita de Dios y la paz que lleva consigo, es orar por aquellos a quienes vamos a dirigirnos. Por eso el profeta, en los esquemas del Antiguo Testamento, invita a que “entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes, ministros del Señor, diciendo: “Perdona, Señor, perdona a tu pueblo, no entregues tu heredad al oprobio; no la dominen los gentiles, no se diga entre las  naciones: ¿Dónde está su Dios?” (Joel, 2, 18).
9.- Aprovechemos la Cuaresma que hoy comienza,  para a cercarnos a Dios con sincero corazón. Confiemos plenamente en la misericordia de Dios, que siempre es mayor que nuestros pecados. Abramos el alma para que sea trono de Dios y no de nuestros egocentrismos; esos que nos llevan al mal y al olvido de Dios.
Que el Señor nos conceda la gracia de experimentar la esperanza que brota cuando hemos sentido el beneficio de la misericordia de Dios.

QUE ASÍ SEA

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