Mis queridos hermanos sacerdotes,
queridos miembros de la Vida
Consagrada, cofrades y demás fieles laicos:
1.-
Parece que todavía suenan los ecos de los villancicos navideños y estamos ya iniciando
la Cuaresma, camino de la Semana Santa. El nacimiento del Señor y su pasión y
muerte se nos presentan casi unidos. No
es un error. Además de las fechas del calendario que están fijadas para la
Navidad y para el Triduo sacro, dando cabida en medio a la preparación cuaresmal
que hoy iniciamos, hay otros motivos por los que tiene sentido la proximidad
entre estas dos fechas tan significativas para la vida del cristiano.
La
Navidad nos invita a considerar y agradecer el misterio de la humildad y la
obediencia del Hijo de Dios. Ambas son tan grandes como su amor que es
infinito. Por eso, “cuando llegó la
plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley,
para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibieran la adopción
filial.¡” (Gal. 4, 4). Y el Hijo de Dios hecho hombre respondió al Padre: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Sal
39).
La
Cuaresma nos introduce en la Semana Santa. En ella celebramos el acontecimiento,
misterioso también, de la muerte y resurrección redentoras de Jesucristo. Ese
era el fin para el cual nació entre nosotros y compartió nuestra historia.
2.-
El misterio de la encarnación, por el que Jesucristo asumió la naturaleza
humana haciéndose en todo semejante al hombre menos en el pecado, está esencialmente
unido a la pasión y muerte que había de sufrir; porque para eso había venido.
Ya lo anunció el anciano Simeón, diciendo a María su Madre: “Este ha
sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, y será como un
signo de contradicción” (Lc. 4, 34 ).
3.-
Al considerar la íntima relación que existe entre la Navidad y la Semana Santa,
podemos entender que, en el fondo, no puede atribuirse a la Navidad la alegría
y a la Semana Santa la tristeza. Es evidente que el nacimiento lleva consigo
siempre el gozo de la apertura a la vida, y la alegría de acoger a quien se nos
presenta con el encanto y la dulzura del recién nacido. La muerte, en cambio,
sobre todo cuando va precedida por la
tremenda pasión que tuvo que soportar Jesucristo por culpa nuestra, lleva
consigo un claro sentimiento de dolor. Es debido a la tragedia que supone el
dolor para la debilidad humana, y, para nuestra emotividad, la pérdida del que muere.
Pero en el cristiano, el
dolor de compartir emocionalmente el sufrimiento y la cruel escena de la muerte
de Jesucristo, llevan consigo también ese gozo y esa gratitud interior que
reduce toda tristeza. La muerte de Jesucristo es el preámbulo de su gloriosa
resurrección. Y por esta, se nos abren las puertas del cielo. Por la
resurrección de Jesucristo podemos esperar los bienes insuperables que nos
prometió Jesucristo orando al Padre
después de última Cena. Dijo: “Padre,
este es mi deseo: que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy y
contemplen mi gloria, la que me diste porque me amabas antes de la fundación
del mundo” (Jn. 17, 24).
4.-
Así como la Navidad hace posible la Pascua, así también la celebración festiva
del nacimiento de Jesucristo ha de predisponernos a aprovechar el inmenso
regalo de la redención que celebramos en la Pascua..
Para
que esto sea así, es necesario que obedezcamos la palabra que acabamos de
escuchar. Por medio del profeta Joel Dios nos ha llamado a la conversión. Y nos
ha pedido que esa conversión sea profunda y sincera. Por eso nos dice: “Convertíos a mí de todo corazón (…) Rasgad
los corazones, no las vestiduras” (Joel, 2, 12). No se trata simplemente de
cambiar algunos gestos o algunos comportamientos. Se trata de planificar la
vida como una verdadera ofrenda a Dios
para hacer su voluntad. Se trata de procurar acercarnos a la Verdad para
construir nuestra vida según ella. Esa Verdad es Dios y se n os manifiesta
en su palabra.
5.-
El Señor, teniendo en cuenta nuestra debilidad y las dificultades que puede
llevar consigo la conversión plena, nos
dice a través de San Pablo: ”Os lo
pedimos por Cristo; dejaos reconciliar con Dios” (2 Cor. 5, 20). Es como si
Cristo mismo nos lo pidiere; porque, en verdad, sólo Jesucristo es quien nos lo
puede pedir; y, de hecho, nos lo pide al comenzar la Cuaresma. Él inició su
vida pública diciéndonos: “Convertíos
porque está cerca el reino de los cielos” (Mt. 4, 17).
El profeta Joel cuando
nos llama a la conversión, nos advierte que Dios no es un dios vengativo, sino
todo lo contrario. Nos lo da a entender diciendo : “Convertíos al Señor Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso”
(Joel. 2, 13).
6.- Haber descubierto el
amor y la misericordia de Dios, y haberla experimentado al recibir la
absolución, después de confesar sincera y humildemente nuestros pecados, nos
lleva a una paz interior y a un gozo que da optimismo, ánimo y esperanza a
nuestro espíritu, y lo hace capaz de
crecer en la virtud, de acercarnos a Dios que es la fuente de la Vida
verdadera. Por eso no podemos quedarnos pasivos después de saborear el don de
la misericordia divina. Debemos convertirnos en apóstoles de esa Misericordia.
De lo contrario caeríamos en el egoísmo
o en la indiferencia ante los males
ajenos, el mayor de los cuales es la lejanía de Dios.
7.- El Papa Francisco nos
dice: “La Iglesia ha sido enviada por
Cristo Resucitado a transmitir a los hombres la remisión de los pecados, y así
hacer crecer el reino del amor, sembrar la paz en los corazones, a fin de que se afirme también
en las relaciones, en las sociedades, en las instituciones” (Regina Coeli,
Plaza S. Pedro. Dom. II Pascua de 20º13).
Esta llamada del Papa nos
ayuda a tomar con impulso apostólico la tarea de la Evangelización en la que
debemos ocuparnos ahora con especial intensidad. Así nos lo piden los Papas ,
especialmente desde Pablo VI hasta ahora.
8.- La condición
imprescindible para llevar a cabo la evangelización y animar a las gentes para
que experimenten la misericordia infinita de Dios y la paz que lleva consigo,
es orar por aquellos a quienes vamos a dirigirnos. Por eso el profeta, en los
esquemas del Antiguo Testamento, invita a que “entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes, ministros del Señor,
diciendo: “Perdona, Señor, perdona a tu pueblo, no entregues tu heredad al
oprobio; no la dominen los gentiles, no se diga entre las naciones: ¿Dónde está su Dios?” (Joel, 2,
18).
9.- Aprovechemos la
Cuaresma que hoy comienza, para a
cercarnos a Dios con sincero corazón. Confiemos plenamente en la misericordia
de Dios, que siempre es mayor que nuestros pecados. Abramos el alma para que
sea trono de Dios y no de nuestros egocentrismos; esos que nos llevan al mal y
al olvido de Dios.
Que el Señor nos conceda
la gracia de experimentar la esperanza que brota cuando hemos sentido el
beneficio de la misericordia de Dios.
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