HOMILÍA EN EL DOMINGO V DE CUARESMA -2015-



Queridos Hermanos sacerdotes concelebrantes,
1.- Hemos llegado al fin de la Cuaresma. Este era, en principio, el tiempo de conversión. Debíamos ir configurando nuestra vida con la voluntad del Señor.  Pero probablemente  no lo hemos conseguido. No obstante, Dios nos perdona setenta veces siete; esto es: sin límite, mientras vivamos en el propósito de seguirle reconociéndole como Señor y como salvación nuestra. Todos los días de nuestra existencia sobre la tierra son como una cuaresma continuada.
2.- No debemos olvidar  que nuestra conversión es obra conjunta entre Dios y nosotros. El nos busca, llamando continuamente a  la puerta de nuestra alma, y no desiste aunque tardemos en abrirle. Nos ama infinitamente más que podamos amarnos nosotros. Y quien ama tanto, no se resigna a perder a su amado.  Esta es nuestra garantía y la razón de la esperanza que perdura por encima del reconocimiento de todas nuestras infidelidades. Es imprescindible, sin embargo, que nuestra intención y nuestro esfuerzo correspondan al amor que Dios nos tiene, y no demos la espalda al Señor. Él comprende nuestras debilidades y tiene paciencia esperando el gesto de nuestro arrepentimiento.
3.- Para mantener el espíritu decidido a seguir a Jesucristo, es necesario permanecer en el empeño de convertirnos cada día un poco más al Señor.  Debemos ser como el niño que, en un momento de capricho o descontrol, se vuelve contra su madre; pero al comprobar el disgusto que le ha causado con su rebeldía, se vuelve cariñosamente hacia ella reconociendo su error. La paciencia de Dios con nosotros es mayor que la paciencia y el amor de la madre. Él ha dado su vida por nuestra salvación, y su sacrificio no puede ser baldío. Dios no obra en vano. Sin embargo, no debemos olvidar que nada hace sin nuestra aceptación. Somos nosotros, paradógicamente, los que tenemos la última palabra.
4.- La relación entre la gracia de Dios y  nuestra libertad supone un continuo riesgo de fallar en lo fundamental. Ante ello, Dios nos anima confirmando su interés por nosotros, y nos manifiesta su decisión de mantener su llamada y su ayuda hasta el final. Por eso nos dice a través del Profeta Jeremías: “Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”  (Jer. 31 3…). Demos gracias a Dios por su paciencia con nosotros, y pidámosle que  nos ayude a poner  nuestra atención en lo fundamental, sabiendo discernir lo que es  verdaderamente decisivo para el curso de nuestra vida hacia la eternidad.
5.- En el curso de nuestro caminar hacia Dios, que equivale al camino hacia la virtud, es imprescindible el sacrificio. Nuestro mismo lenguaje popular mantiene esa elocuente expresión: Todo lo bueno cuesta. Por eso, algo de lo que nos  apetece, pero nos ata a la tierra, ha de ser pospuesto dando primacía a lo  que valoramos desde la fe. Esto supone que una parte de nosotros, de algún modo pegados todavía a la tierra, debe morir para dar su espacio de vida a lo que apunta al cielo. Así nos lo enseñó Jesucristo diciéndonos: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto” (Jn. 12…). Esta enseñanza de Jesucristo se cumple en él mismo. De hecho, es el Señor quien, anunciando su muerte y el efecto salvífico de su entrega hasta la cruz, nos dice: “Y cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn. 12, 33).
6.- No cabe duda de que, en este camino hacia la vida por el camino de la virtud, hay momentos en que se nos presenta el deber como un trance que gustaríamos no tener que atravesar. Sentimos que resulta muy pesado, nos parece muy difícil, o incluso innecesario. En esos momentos, es muy fácil buscar la escapada. En el mejor de los casos, puede llevarnos a pedir al Señor que nos libere de esa prueba. Es explicable. Esta reacción obedece a la debilidad de la naturaleza humana. También Jesucristo atravesó esa prueba. Pero, al describírnosla, confiesa que la vivió en un momento de oscuridad. Así nos lo cuenta el Evangelio de hoy: “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? Padre, líbrame de esta hora. Pero si para eso he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre” (Jn. 12…). Que quiere decir: Padre, hágase tu voluntad.
7.-. En la misión evangelizadora que nos compromete a todos los cristianos, debemos tener también en cuenta esta enseñanza de Jesucristo. Es muy fácil que, ante las dificultades que ofrece la evangelización de los alejados, y e incluso el mismo testimonio claro de fidelidad al Señor en cuestiones discutidas por la gente, brote espontáneamente este argumento, como una pretendida justificación de nuestro silencio. Entonces debemos hacer un acto de fe y  reafirmación de nuestro carácter apostólico, y seguir adelante sin claudicar ante las dificultades. De esta actitud necesitamos mucho. Es cuestión de pedirle al Señor que nos conceda su gracia para permanecer firmes en el cumplimiento de nuestro deber apostólico. No olvidemos que, como nos dice también hoy el Evangelio, hay muchos que necesitan la luz de Dios aunque de hecho manifiesten rechazarla. En nuestra alma deben estar presentes las palabras que algunos gentiles dirigieron a Felipe: “Señor, quisiéramos ver a Jesús” (Jn. 12..). El problema está en  que sepamos llevar ante el Señor, sin entorpecer su camino con nuestras incompetencias, o con nuestras tibiezas. Todo ello resta fuerza a nuestras palabras y a nuestro testimonio evangelizador.
8.- Pidamos al Señor que  nos conceda la gracia de la fidelidad, el don de un firme compromiso cristiano, y la decisión clara de ser evangelizadores llevando ante el Señor a quienes necesitan conocerle.

QUE ASÍ SEA

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