Queridos Hermanos sacerdotes
concelebrantes,
1.- Hemos llegado al fin
de la Cuaresma. Este era, en principio, el tiempo de conversión. Debíamos ir
configurando nuestra vida con la voluntad del Señor. Pero probablemente no lo hemos conseguido. No obstante, Dios nos
perdona setenta veces siete; esto es: sin límite, mientras vivamos en el propósito
de seguirle reconociéndole como Señor y como salvación nuestra. Todos los días
de nuestra existencia sobre la tierra son como una cuaresma continuada.
2.- No debemos
olvidar que nuestra conversión es obra
conjunta entre Dios y nosotros. El nos busca, llamando continuamente a la puerta de nuestra alma, y no desiste
aunque tardemos en abrirle. Nos ama infinitamente más que podamos amarnos
nosotros. Y quien ama tanto, no se resigna a perder a su amado. Esta es nuestra garantía y la razón de la
esperanza que perdura por encima del reconocimiento de todas nuestras
infidelidades. Es imprescindible, sin embargo, que nuestra intención y nuestro
esfuerzo correspondan al amor que Dios nos tiene, y no demos la espalda al
Señor. Él comprende nuestras debilidades y tiene paciencia esperando el gesto
de nuestro arrepentimiento.
3.- Para mantener el
espíritu decidido a seguir a Jesucristo, es necesario permanecer en el empeño
de convertirnos cada día un poco más al Señor.
Debemos ser como el niño que, en un momento de capricho o descontrol, se
vuelve contra su madre; pero al comprobar el disgusto que le ha causado con su rebeldía,
se vuelve cariñosamente hacia ella reconociendo su error. La paciencia de Dios
con nosotros es mayor que la paciencia y el amor de la madre. Él ha dado su
vida por nuestra salvación, y su sacrificio no puede ser baldío. Dios no obra
en vano. Sin embargo, no debemos olvidar que nada hace sin nuestra aceptación. Somos
nosotros, paradógicamente, los que tenemos la última palabra.
4.- La relación entre la
gracia de Dios y nuestra libertad supone
un continuo riesgo de fallar en lo fundamental. Ante ello, Dios nos anima
confirmando su interés por nosotros, y nos manifiesta su decisión de mantener
su llamada y su ayuda hasta el final. Por eso nos dice a través del Profeta
Jeremías: “Meteré mi ley en su pecho, la
escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Jer. 31 3…). Demos gracias a Dios por su
paciencia con nosotros, y pidámosle que
nos ayude a poner nuestra atención
en lo fundamental, sabiendo discernir lo que es
verdaderamente decisivo para el curso de nuestra vida hacia la
eternidad.
5.- En el curso de
nuestro caminar hacia Dios, que equivale al camino hacia la virtud, es
imprescindible el sacrificio. Nuestro mismo lenguaje popular mantiene esa
elocuente expresión: Todo lo bueno cuesta. Por eso, algo de lo que nos apetece, pero nos ata a la tierra, ha de ser
pospuesto dando primacía a lo que
valoramos desde la fe. Esto supone que una parte de nosotros, de algún modo pegados
todavía a la tierra, debe morir para dar su espacio de vida a lo que apunta al
cielo. Así nos lo enseñó Jesucristo diciéndonos: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere da mucho fruto” (Jn. 12…). Esta enseñanza de
Jesucristo se cumple en él mismo. De hecho, es el Señor quien, anunciando su
muerte y el efecto salvífico de su entrega hasta la cruz, nos dice: “Y cuando sea elevado sobre la tierra,
atraeré a todos hacia mí” (Jn. 12, 33).
6.- No cabe duda de que,
en este camino hacia la vida por el camino de la virtud, hay momentos en que se
nos presenta el deber como un trance que gustaríamos no tener que atravesar.
Sentimos que resulta muy pesado, nos parece muy difícil, o incluso innecesario.
En esos momentos, es muy fácil buscar la escapada. En el mejor de los casos,
puede llevarnos a pedir al Señor que nos libere de esa prueba. Es explicable.
Esta reacción obedece a la debilidad de la naturaleza humana. También
Jesucristo atravesó esa prueba. Pero, al describírnosla, confiesa que la vivió
en un momento de oscuridad. Así nos lo cuenta el Evangelio de hoy: “Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?
Padre, líbrame de esta hora. Pero si para eso he venido, para esta hora. Padre,
glorifica tu nombre” (Jn. 12…). Que quiere decir: Padre, hágase tu
voluntad.
7.-. En la misión
evangelizadora que nos compromete a todos los cristianos, debemos tener también
en cuenta esta enseñanza de Jesucristo. Es muy fácil que, ante las dificultades
que ofrece la evangelización de los alejados, y e incluso el mismo testimonio
claro de fidelidad al Señor en cuestiones discutidas por la gente, brote
espontáneamente este argumento, como una pretendida justificación de nuestro
silencio. Entonces debemos hacer un acto de fe y reafirmación de nuestro carácter apostólico,
y seguir adelante sin claudicar ante las dificultades. De esta actitud
necesitamos mucho. Es cuestión de pedirle al Señor que nos conceda su gracia
para permanecer firmes en el cumplimiento de nuestro deber apostólico. No
olvidemos que, como nos dice también hoy el Evangelio, hay muchos que necesitan
la luz de Dios aunque de hecho manifiesten rechazarla. En nuestra alma deben
estar presentes las palabras que algunos gentiles dirigieron a Felipe: “Señor, quisiéramos ver a Jesús” (Jn.
12..). El problema está en que sepamos
llevar ante el Señor, sin entorpecer su camino con nuestras incompetencias, o
con nuestras tibiezas. Todo ello resta fuerza a nuestras palabras y a nuestro
testimonio evangelizador.
8.- Pidamos al Señor
que nos conceda la gracia de la
fidelidad, el don de un firme compromiso cristiano, y la decisión clara de ser
evangelizadores llevando ante el Señor a quienes necesitan conocerle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario