Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Queridos miembros de la Delegación episcopal para la educación
católica,
Queridos profesores de religión:
1.- Estamos finalizando la Cuaresma. Después de haber
oído tantas veces que este es un tiempo de conversión, es muy posible que, mirándonos a nosotros mismos, encontremos
propósitos incumplidos u objetivos inalcanzados. Esta experiencia puede
llevarnos a pensar que probablemente estuviéramos equivocados al pretender que
nuestra vida tuviera que atenerse a un proyecto de permanente superación, o a un programa cuya finalidad fuera un
crecimiento programado con metas bien
definidas. La tentación, ciertamente diabólica, podría acosarnos una y otra
vez, intentando convencernos de que la vida de cada uno está más o menos
programada en nuestros genes, y supeditada al mundo y al ambiente en que
vivimos cada uno. Tremendo error este, que puede traicionar nuestra propia
identidad causando el mayor fracaso vital. Este fracaso consistiría en una
pasiva resignación ante el mal reconocido que nos cuesta superar; o ante un
bien deseado que nos parecería
lamentablemente ajeno o inalcanzable.
2.- El educador, por
principio, es la persona que entiende su
vida como una dura lucha contra toda resignación, en sí mismo y en las personas
a su cargo. Todo educador está
comprometido con el permanente
crecimiento propio y de las personas que
le han sido confiadas como hijos, como alumnos, o como feligreses. El educador
cristiano sabe, además, que de Dios venimos y a Dios vamos; que hemos sido creados por Dios a su
imagen y semejanza; y que, por tanto, la
nota que nos caracteriza es la entrega esperanzada a un desarrollo sin límites.
Desarrollo que tiene la referencia principal y constante en la palabra de Dios
que nos llama a ser perfectos porque el Padre celestial es perfecto (cf. Mt. 5,
48).
Nuestro desarrollo ha de
tener un escenario muy concreto, que es el mundo en el que nos corresponde
vivir. Ayudar a descubrir que la vida entera es el único espacio adecuado para
ese desarrollo es tarea fundamental del educador. El educador cristiano debe
advertir, además, que ese espacio es un regalo de Dios del que somos
administradores. Como tales administradores es deber nuestro procurar el mejor
aprovechamiento de la vida en todas sus etapas. Así mirada, la vida se aprecia
como una gran aventura. En nuestra andadura a través del tiempo debemos buscar
los objetivos que nos corresponde alcanzar de acuerdo con nuestra propia
realidad personal, que es singular e irrepetible.
3.- Somos obra de la
sabiduría, de la bondad y del amor de Dios. Él es quien señala a cada uno la
meta a alcanzar y el estilo del propio caminar hacia esa meta.
Llegados a este punto, no
tenemos más remedio que concluir así: La vida, el propio desarrollo y
crecimiento, y el estilo de nuestros pasos han de obedecer al plan de Dios, que
es el plan de nuestra perfección. A ese plan divino llamamos “vocación divina”.
En consecuencia, la educación cristiana consiste en ayudar a que los hijos, los
alumnos y los feligreses descubran y atiendan la llamada de Dios, y alcancen a
conocer y seguir el camino adecuado para atenderla.
4.- La educación está
vinculada al descubrimiento y seguimiento de la vocación: en el alumno, habrá
que estimular, sobre tod9o, su descubrimiento. Pero el educador no deberá
prescindir del esfuerzo continuado para el cumplimiento de las propias
funciones y deberes entendidos como aspectos o dimensiones de una verdadera
vocación divina que ha recibido para ser educador. Procurar la fidelidad a la
vocación ha de ser tarea en que
coincidan el educador y el educando; cada uno en el momento, forma y grado que
le corresponda.
Ante este programa de vida, verdaderamente
digno y valioso, no podemos situarnos pasivamente, como quien se deja llevar
por las circunstancias, o como quien espera que los acontecimientos le vayan
llevando. Es necesario asumir la vida y el propio desarrollo como el deber
prioritario ante el cual hemos de sentirnos comprometidos por la autoridad del
mismo Dios.
5.- Cada Cuaresma es la
imagen de nuestra vida. En ella debemos sentirnos llamados a la conversión.
Esta consiste en encauzar nuestros pasos orientándolos, más certeramente cada
vez, hacia la verdad, hacia el bien, hacia el cumplimiento de la vocación que
hemos recibido y, en definitiva, hacia Dios.
Nuestra vida será siempre una peregrinación porque la meta es ambiciosa;
es la perfección, la plenitud; y nuestro
caminar va siempre acompañado del cansancio y de la debilidad que nos hacen
corregir y retomar constantemente el camino. En esa peregrinación sentimos
siempre el peso de la propia responsabilidad invadida muchas veces por nuestras
limitaciones. Somos constantemente peregrinos hacia el bien, hacia la verdad,
hacia una mayor competencia cristiana, y hacia el dominio de las propias
debilidades.
Toda nuestra vida es una carrera en la que el
mayor estímulo debe ser la conciencia de no haber llegado todavía a la meta. Es
formidable constatar que siempre podemos alcanzar mayor perfección. No caigamos
en la otra posible interpretación de nuestro peregrinaje de por vida, que sería
pensar que nuestro esfuerzo es baldío porque no alcanzamos nunca la meta. El
Señor nos enseña que nuestra oración, al acudir al autor de nuestra vocación,
debe ser como nos enseña hoy en el
Evangelio. De la oración no salió
justificado quien presentaba ante Dios sus virtudes como una obra acabada,
sino quien, clara conciencia de
peregrino, clamaba: “¡Oh Dios!, ten
compasión de este pecador” (Lc. 18…) La palabra de Dios es plenamente
consoladora al ofrecernos hoy el comentario de Jesucristo: “Os digo que éste bajó a su casa justificado” (Lc. 18, 14).
6.-. Pidamos al Señor
entender el quehacer educativo como una verdadera vocación; y que el ejercicio
de esta vocación educativa, sea una ayuda para que cada uno de los alumnos
descubra la trayectoria de su vida como una vocación recibida del Señor.
Profesor y alumnos deberán descubrir que, para el propio desarrollo vocacional,
tenemos la mejor ayuda en el mismo Dios que nos llama. Su gracia no ha de
faltarnos.
QUE ASÍ SEA
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