Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida
Consagrada y fieles laicos:
1.- La llamada constante
que la santa Madre Iglesia nos hace en el nombre del Señor durante la Cuaresma convoca a la Conversión. Esta convocatoria nos
urge a cambiar las razones e intereses humanos que rigen muchas veces nuestros
criterios y nuestra conducta, por la voluntad de Dios. Ese es el medio imprescindible para conducir nuestra
vida por el camino de la salvación.
Pero Dios, que nos conoce sobradamente, sabe que cuando
algo no nos agrada, fácilmente
buscamos excusas para librarnos de ello,
o para relativizar su importancia o su necesidad. Ese es el motivo por el que
Dios nuestro Señor se presenta al pueblo
de Israel recordándole la autoridad y la
consiguiente credibilidad que manifiestan los milagros obrados en beneficio del
pueblo escogido: “Yo soy el Señor tu
Dios, que te saqué de Egipto, de la
esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí” (Ex. 20, 1). Y, a
continuación, les dicta los Mandamientos.
2.- Debemos considerar que la presentación que hace Dios
de sí mismo no es autoritaria, ni amenazante, ni coercitiva. El argumento que
presenta el Señor a su Pueblo para que
le atienda es el interés que ha demostrado en beneficio suyo liberándole de la
esclavitud. Esto equivale a decir: Yo
soy el Dios del amor. Por tanto, lo que os mando
es lo que necesitáis hacer para vivir en libertad, y para gozar de la paz
interior sin la que os es posible la esperanza.
Traducido a nuestro lenguaje, y teniendo presente las
circunstancias que provocan los desequilibrios personales y sociales que
nos disgustan y oprimen, podríamos
cambiar las palabras del Señor por estas otras: “Yo soy el Dios del amor que
desea salvaros de la opresión del no-amor.
Y no os daría estos mandamientos si no me interesara vuestro bien y si no
supiera a ciencia cierta por donde os llega el mal”. Esa misma enseñanza nos ofrece el Señor
cuando nos dice: “Yo soy el camino, la verdad
y la vida” (Jn. 14, 6).
3.- No podemos entender bien el sentido, el alcance y la
fuerza salvífica de los mandamientos del Señor, ni podremos abrirnos a la
experiencia de la verdadera libertad y de la paz interior que comporta la ley
de Dios, si no llegamos a des cubrir que el motivo por el que Dios nos da los
mandamientos es precisamente el amor que nos tiene. Pero cuando lleguemos a
descubrir que Dios procura en todo nuestro bien, y cuando experimentemos que el
seguimiento de sus enseñanzas nos da paz y esperanza, entonces exclamaremos,
como el salmista: “Señor, tú tienes
palabras de vida eterna” (Sal. 18). La experiencia que se seguirá de ello,
también nos la enseña el salmista diciendo: “La ley del Señor es perfecta, y es
descanso del alma…Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón” (Sal.
18).
4.- Es necesario entender que la dificultad que encierra muchas veces el cumplimiento de los Mandamientos
obedece al hecho de que se opone a la tendencia espontánea de nuestro espíritu
condicionado por el pecado original. En la misma línea está la voluntad de
escapar del dolor, de las contrariedades y del esfuerzo no apetecible que
requiere el cumplimiento de los mandamientos del Señor. Sin embargo, está muy
claro que, obedeciendo a los propios intereses que brotan de los instintos y de
las influencias ambientales de un mundo que vive de espaldas a Dios, no podemos alcanzar la felicidad ansiada. Esto
es una experiencia generalizada. Lo que ocurre es que, si no se tiene noticia
de dónde está la fuente de la paz interior y de la felicidad, capaz de saciar
el espíritu humano creado para el infinito, el hombre tiene la sensación de que el crecimiento personal. En cambio, quienes
descubren que Jesucristo nos liberó de la muerte del alma precisamente aceptando
la cruz como expresión de su obediencia incondicional al Padre; descubrirá que
la cruz de Jesucristo y nuestras propias cruces son “fuerza de Dios y sabiduría de Dios “ (1 Cor. 1, 22).
Le enseñanza que
hoy nos brinda la Palabra de Dios nos lleva a entender que Dios no ha creado al
hombre y a la mujer para que se quedaran pegados a la superficie de la tierra.
El paraíso terrenal era el lugar en que Dios puso al hombre y a la mujer para
que desarrollaran sus talentos y crecieran en la semejanza con el creador.
Por ello, Jesucristo nos enseña en
el Evangelio que es un gravísimo
error modificar el uso que debemos hacer
de lo que Dios ha constituido en morada
suya. Y esa morada somos nosotros. En verdad somos templos del Espíritu Santo,
y nuestros cuerpos no deben ser
utilizados para fines opuestos a su
fin creacional. Esta es la enseñanza del
Evangelio de hoy.
Pidamos al Señor que nos ayude a entender el mensaje que nos propone, y que nos de
fortaleza para cumplirlo.
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