HOMILÍA EN EL DOMINGO III DE CUARESMA - 2015



Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:
1.- La llamada constante que la santa Madre Iglesia nos hace en el nombre del Señor durante la Cuaresma  convoca a la Conversión. Esta convocatoria nos urge a cambiar las razones e intereses humanos que rigen muchas veces nuestros criterios y nuestra conducta, por la voluntad de Dios. Ese es  el medio imprescindible para conducir nuestra vida por el camino de la salvación.  
            Pero Dios, que nos conoce sobradamente, sabe que cuando algo no nos agrada,  fácilmente buscamos  excusas para librarnos de ello, o para relativizar su importancia o su necesidad. Ese es el motivo por el que Dios nuestro Señor  se presenta al pueblo de Israel  recordándole la autoridad y la consiguiente credibilidad que manifiestan los milagros obrados en beneficio del pueblo escogido: “Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de Egipto,  de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí” (Ex. 20, 1). Y, a continuación, les dicta los Mandamientos.
            2.- Debemos considerar que la presentación que hace Dios de sí mismo no es autoritaria, ni amenazante, ni coercitiva. El argumento que presenta el Señor  a su Pueblo para que le atienda es el interés que ha demostrado en beneficio suyo liberándole de la esclavitud. Esto equivale a decir: Yo  soy el Dios del amor. Por tanto, lo que os mando es lo que necesitáis hacer para vivir en libertad, y para gozar de la paz interior sin  la que  os es posible la esperanza.
            Traducido a nuestro lenguaje, y teniendo presente las circunstancias que provocan los desequilibrios personales y sociales que nos  disgustan y oprimen, podríamos cambiar las palabras del Señor por estas otras: “Yo soy el Dios del amor que desea salvaros de  la opresión del no-amor. Y no os daría estos mandamientos si no me interesara vuestro bien y si no supiera a ciencia cierta por donde os llega el mal”.  Esa misma enseñanza nos ofrece el Señor cuando nos dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6).
            3.- No podemos entender bien el sentido, el alcance y la fuerza salvífica de los mandamientos del Señor, ni podremos abrirnos a la experiencia de la verdadera libertad y de la paz interior que comporta la ley de Dios, si no llegamos a des cubrir que el motivo por el que Dios nos da los mandamientos es precisamente el amor que nos tiene. Pero cuando lleguemos a descubrir que Dios procura en todo nuestro bien, y cuando experimentemos que el seguimiento de sus enseñanzas nos da paz y esperanza, entonces exclamaremos, como el salmista: “Señor, tú tienes palabras de vida eterna” (Sal. 18). La experiencia que se seguirá de ello, también nos la enseña el salmista diciendo: “La ley del Señor es perfecta, y es descanso del alma…Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón” (Sal. 18).
            4.- Es necesario entender que  la dificultad que encierra muchas  veces el cumplimiento de los Mandamientos obedece al hecho de que se opone a la tendencia espontánea de nuestro espíritu condicionado por el pecado original. En la misma línea está la voluntad de escapar del dolor, de las contrariedades y del esfuerzo no apetecible que requiere el cumplimiento de los mandamientos del Señor. Sin embargo, está muy claro que, obedeciendo a los propios intereses que brotan de los instintos y de las influencias ambientales de un mundo que vive de espaldas a Dios, no  podemos alcanzar la felicidad ansiada. Esto es una experiencia generalizada. Lo que ocurre es que, si no se tiene noticia de dónde está la fuente de la paz interior y de la felicidad, capaz de saciar el espíritu humano creado para el infinito, el hombre tiene la sensación  de que el  crecimiento personal. En cambio, quienes descubren que Jesucristo nos liberó de la muerte del alma precisamente aceptando la cruz como expresión de su obediencia incondicional al Padre; descubrirá que la cruz de Jesucristo y nuestras propias cruces son “fuerza de Dios y sabiduría de Dios “ (1 Cor. 1, 22).
            Le enseñanza  que hoy nos brinda la Palabra de Dios nos lleva a entender que Dios no ha creado al hombre y a la mujer para que se quedaran pegados a la superficie de la tierra. El paraíso terrenal era el lugar en que Dios puso al hombre y a la mujer para que desarrollaran sus talentos y crecieran en la semejanza con  el creador.  Por ello, Jesucristo nos enseña en  el Evangelio que es  un gravísimo error modificar el uso  que debemos hacer de lo que Dios ha constituido  en morada suya. Y esa morada somos nosotros. En verdad somos templos del Espíritu Santo, y nuestros cuerpos  no deben ser utilizados para  fines opuestos a su fin  creacional. Esta es la enseñanza del Evangelio de hoy.
            Pidamos al Señor que nos ayude a entender el mensaje  que nos propone, y que  nos  de fortaleza para cumplirlo.

            QUE ASÍ SEA

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