Querido hermano en el episcopado y en
la misión pastoral de esta Archidiócesis,
queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
queridos miembros de la Vida
Consagrada y fieles laicos:
1.-
No cabe duda de que vivimos tiempos difíciles. La oscuridad provocada por las
corrientes sociales, por la cultura dominante, por un falso concepto de
libertad y de autoridad, y por un ansia de placer y satisfacción inmediata,
extiende sobre las personas un manto de oscuridad mental y de conciencia. Como
dice el profeta: “Las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos”
(Is. 60, 1). El Papa Francisco a dicho repetidas veces que estamos ante una
guerra mundial que se libra en distintos lugares al m ismo tiempo. La referencia
a esta difícil situación de la sociedad, lejos de obedecer a una consideración
subjetiva y pesimista, forma parte de la experiencia y de la sensación de las
gentes cada día.
2.- Sin embargo, ante
ninguna contrariedad y, ni siquiera ante
el pecado, que es el peor mal porque ofende a Dios y seca la sensibilidad
humana para lo verdaderamente noble y justo; ni siquiera ante el pecado, puede
el cristiano justificar un posible encerramiento en el pesimismo o en la simple
resignación.
La palabra de Dios, después
de indicarnos la presencia del mal en el mundo, nos invita hoy al optimismo y a
la esperanza. A través del Profeta Isaías, nos dice: “pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti”
(Is. 60, 2). En verdad, el Señor ha
hecho maravillas en nosotros, y debemos estar alegres y agradecidos. Porque el don de la fe nos permite ver más
allá de las apariencias y de lo inmediato, de lo terreno y de lo que los hombre
somos capaces de hacer estropeando lo que hizo Dios. La sagrada Escritura nos
dice que “vio Dios todo lo que había
hecho, y era muy bueno” (Gen. º1, 31).
3.- El don de la fe es el
que nos permite entender y atender las palabras con que el profeta Isaías nos
urge hoy a ser testigos de la esperanza: “¡Levántate,
brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la
gloria del Señor amanece sobre ti! “ (Is.
60, 1).
Estas palabras del
profeta van dirigidas principalmente al pueblo de Israel, pueblo elegido del
Señor y llamado a ser la fuente de la noticia acerca de Dios y de su amor y
cercanía a favor de la humanidad. Por tanto, debemos entender que hoy van
dirigidas a nosotros. Somos nosotros los que integramos el nuevo Pueblo de Dios
que es la Iglesia. De esas palabras del profeta debemos concluir que el Señor
nos llama a ser testigos de la luz, de
la verdad, de Jesucristo, que es “el
camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6).
4.- Al considerar la
manifestación de Dios a los gentiles, que tuvo lugar en la persona de los magos
llegados de Oriente; al tener presentes a los alejados, a los no creyentes, a
los decepcionados de la Iglesia, a los que han perdido la fe, a los que no
confían en que las cosas pueden ir mejor, a los que no creen en nada que vaya
más allá de lo tangible y terreno, se ha de reforzar en nuestro ánimo la
convicción de que el Señor quiere actuar y que, con toda seguridad, actuará a
través nuestro. No olvidemos que nos ha elegido para ser los mensajeros de la
salvación; de una salvación concreta que Él desea hacer llegar a través
nuestro. Esa salvación ha de transformar el corazón del hombre hasta hacerle gozar
de la promesa de Dios. De ella nos habla hoy el salmo interleccional,
diciéndonos que Dios “librará al pobre
que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del
indigente, y salvará la vida de los pobres” (Sal, 71…).
5.- Para cumplir bien
nuestra misión de mensajeros del Señor, de evangelizadores, es necesario que
entendamos la pobreza humana en su amplio sentido, en todas sus facetas y en todas sus
modalidades. De otro modo podríamos sentirnos erróneamente excusados ante determinados males que
podríamos vencer o suavizar. Y, en cambio, podíamos estar viviendo
inconscientemente cerca de verdaderos pobres no solo de medios materiales, sino
de sentido, de esperanza, de conocimiento de Dios y de lo que es verdaderamente
la Vida sobrenatural. Por ella, que hemos recibido de Dios y que no se agota en
esta tierra, podemos superar todos los avatares en el curso de nuestra
peregrinación terrena.
6.- Considerando la
abundancia de pobres a los que debemos acercarnos, la misma palabra de Dios nos
advierte que ellos no son enemigos de aquello de que carecen. Por tanto,
tampoco de Dios y de la salvación que nos regala. Al contrario, lo desean
consciente o inconscientemente, y le dan otros nombres. Por ello debemos tener
paciencia y confiar en que un día se darán cuenta y abrazarán la verdad. Por
eso el Señor nos advierte a través del profeta, refiriéndose a los magos de
oriente: “Levanta la vista en torno,
mira: todos esos se han reunido, vienen a ti” (Is. 60, 4). En verdad, habrá
un solo rebaño y un solo pastor en el momento que sólo Dios conoce.
Esta festividad se
convierte en una llamada nueva e
insistente a tomar conciencia de nuestro deber como evangelizadores; a entender
que la necesidad de la luz de Cristo, que nosotros disfrutamos por la fe,
constituye una urgente necesidad en muchísimas personas de todas la edades que
nos rodean.
No podemos ceder a la
tentación de lamentarnos del mal que constatamos en torno; no podemos
limitarnos a criticar a los que aparecen como autores de tales desórdenes o
carencias y, mientras tanto, quedarnos inactivos y sentirnos justificados
arguyendo que los males superan nuestra capacidad para vencerlos. Tengamos
presente que Dios nos llama a la acción evangelizadora, y que debemos
emprenderla con esfuerzo, con decisión y con esperanza, estando seguros, por la
fe, de que Dios dará el incremento a nuestros esfuerzos en la siembra.
7.- Atendamos las
palabras de S. Pablo en la segunda lectura: “Que
también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de
la Promesa de Jesucristo por el Evangelio” (Ef. 3,6).
Pidamos a la Santísima
Virgen María, reina de los Apóstoles, que nos ayude a entender y medir la
importancia de la evangelización y la urgencia de empeñarnos en ella.
QUE ASÍ SEA
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