HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DE SANTIAGO APÓSTOL

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

Me dirijo a vosotros, queridos en el Señor, con la alegría que nos embarga al concluir un curso pastoral enriquecido con especiales bendiciones de Dios.

1.- Acabamos de celebrar el Año Sacerdotal unidos a toda la Iglesia universal y, de un modo singular, a los Sacerdotes católicos de todo el mundo, junto al Papa Benedicto XVI que, como sucesor de Pedro, nos conduce con sabiduría y virtud probadas. Ha sido un don inmenso del Espíritu Santo, que asiste a su Iglesia, la permanente oración que los fieles cristianos han elevado a Dios Padre, durante el Años sacerdotal, por medio de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza. La Iglesia entera ha suplicado, con fe y esperanza, la santidad de los Presbíteros y de los Obispos, y ha implorado la gracia de abundantes vocaciones al Sacerdocio ministerial. Demos Gracias a Dios porque Él siempre nos escucha y actúa con magnanimidad con nosotros sus ministros, y con toda su santa Iglesia

Si Dios quiere, celebraremos con toda solemnidad la clausura diocesana del Año Sacerdotal cuando comience el nuevo Curso, uniendo en la misma jornada otros dos grandes acontecimientos eclesiales de singular importancia para la Archidiócesis de Mérida-Badajoz, y de íntima relación con el Sacerdocio ministerial. Me refiero a la ordenación de tres nuevos Diáconos, y a la clausura del proceso diocesano de Canonización de los sacerdotes de esta Iglesia particular, martirizados en España en la primera mitad del siglos XX. Ellos, de cuya sangre brotan con toda seguridad nuevas vocaciones sacerdotales, intercederán ante el Señor por nosotros, por los que aspiran a recibir el sacramento del Orden sagrado, y por quienes hayan de servir como la mediación elegida por Dios para discernir y encauzar su vocación.

2.- Hoy, quiero daros las gracias por acompañarme en el día de mi onomástica durante la celebración eucarística y festiva del Apóstol Santiago, y por elevar oraciones por mi persona y ministerio. Al mismo tiempo os invito a uniros a mi plegaria suplicando al Señor que me ayude a ejercer con acierto y plena entrega el ministerio de la Evangelización entre vosotros, con vosotros y para vosotros.

Por mi parte, doy gracias a Dios porque me ha permitido servir a esta querida Iglesia de Mérida-Badajoz como Pastor durante ya 5 años, que se me han pasado como un agradable suspiro episcopal.

Quiero que mi gratitud al Señor vaya acompañada por un sincero agradecimiento a los Presbíteros, a los religiosos y religiosas y a los laicos porque, de un modo eficiente habéis hecho posible, con vuestra generosa colaboración, todo lo que la Archidiócesis ha podido realizar para gloria de Dios, para bien de su Iglesia y para la salvación de los hombres y mujeres, nuestros hermanos en el Señor.

No ceséis de orar por nuestra Iglesia, por los sacerdotes, por quienes consagran su vida plenamente al Señor, por quienes han sido llamados al Sacerdocio y a la Vida Consagrada, por las familias, por los jóvenes, por sus educadores, por quienes rigen el destino de los pueblos, y por todos los que, de un modo u otro, trabajan por aliviar en el mundo la pobreza, la marginación, la manipulación de los más pequeños, y el atentado contra la vida de los más inocentes e indefensos.

3.- La palabra de Dios nos habla hoy con especial claridad animando nuestro espíritu para que sigamos viviendo como testigos de la grandeza inigualable de Dios y de su infinita misericordia, que brota de su amor infinito a todo los que ha creado, sin excepción alguna. Para todos se ha ofrecido el Señor en la cruz logrando la redención universal y eterna para quienes le buscan con sincero corazón.

Hemos escuchado, del libro de los Hechos de los Apóstoles, que éstos “daban testimonio con mucho valor y hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo” (Hch. 4, 33). A ello estamos llamados cada uno de los cristianos por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, y alentados y fortalecidos por la Eucaristía.

Dar testimonio de Cristo en nuestros días y en nuestra sociedad requiere mucho valor en abundantes ocasiones. Cada vez parece que aumentan, y crecen en sonoridad, las voces y los ecos que pretenden aprovechar cualquier circunstancia para desacreditar a la Iglesia de Cristo, y para promover una sociedad que viva de espaldas al Señor, Dios compasivo y misericordioso. Pero el ejemplo de los Apóstoles, que vivían circunstancias mucho más graves que la nuestras, hasta el punto de que tuvieron que dar su vida recibiendo el martirio por el Nombre de Jesús, nos invita a revisar, purificar y fortalecer muy seriamente nuestras actitudes y comportamientos apostólicos y pastorales.

Estamos llamados no solo a ser fieles al Señor, sino a realizar, en medio del pueblo, signos claros de esa fidelidad, y a manifestar las razones que la motivan y la sostienen.

4.- Los signos que nos pide el Señor son, en primer lugar, un fuerte amor a Jesucristo, alimentado y acrecentado en la experiencia personal de Dios que nos asiste, nos enseña, nos conduce y nos espera con una paciencia tan grande como amorosa. Y, como consecuencia de ello, estamos llamados a dar el signo de una permanente fidelidad a Dios obedeciendo a la palabra y a la llamada del Señor antes que a los requerimientos humanos y sociales. Esto, que parece lógico en un cristiano, queda notablemente reducido en muchos casos.

Las palabras de la Sagrada Escritura que hemos escuchado, pronunciadas por los Apóstoles ante el Consejo del Pueblo y ante el Sumo Sacerdote, son tan claras y valientes como necesarias: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Era necesario manifestar este principio fundamental, porque, en la práctica, es puesto en cuestión, muchas veces, entre nosotros. Esto, aunque sorprenda, ocurre entre nosotros cuando el seguimiento de la Doctrina de la Iglesia pone en peligro el prestigio propio ante los conocidos. A así ocurre, también, cuando los intereses personales o nuestra cómoda tranquilidad se ven amenazados si tomamos plenamente en serio la enseñanza evangélica. Otras veces, corremos el peligro de soslayar o post-poner la atención a la voluntad divina cuando, sin especial interés por adquirir la debida formación cristiana, o sin contrastar oportunamente los criterios propios, cedemos a las corrientes de pensamiento más cotizadas en nuestra sociedad.

Sabemos que en nuestros días hay leyes que permiten poner los intereses humanos por delante de la voluntad de Dios, autor de la vida, y que nos manda “no matar”. Llama la atención, en este punto, que los que se escandalizaban porque la Iglesia no condenaba, en su Catecismo, a los estados que permiten la pena de muerte en sus leyes, ahora defiendan el crimen del aborto como un derecho incontestable de la madre. Y se pretende justificar dicha legislación arguyendo que con ello se favorece la vida sana, la libertad de la madre o la solución de un problema de responsabilidad no asumida a causa del ejercicio caprichoso de una libertad sexual que no es legítima a los ojos de Dios. Ante ello, los cristianos debemos argüir siempre, sin desfallecer, para que, aunque se imponga socialmente la ley, quede permanentemente claro que sólo Dios es el dueño de la vida, y que todos nosotros debemos agradecerla y defenderla.

5.- Santiago Apóstol, primer mártir entre los Apóstoles, dio testimonio de fidelidad a Dios, y demostró con valentía hasta entregar su vida, que, a pesar de su debilidad humana, Dios actúa con fuerza a través nuestro cuando asumimos la responsabilidad de defender la verdad de Dios ante el pueblo. Por eso S. Pablo nos advierte en las lecturas de hoy, que “llevamos el tesoro de la fe en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2Cor 4, 7). Por eso, añade: “Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados; nos derriban, pero no nos rematan” (2Cor 4, 8).

Pidamos al Señor, por intercesión del Apóstol Santiago, la gracia de ser auténticos testigos de la Verdad, del amor, de la justicia y de la paz, comprometidos en la llamada del Señor para ser luz del mundo, iluminando cristianamente el orden temporal.

Que la Santísima Virgen María que, según la piadosa tradición, fortaleció al Apóstol Santiago en España cuando andaba débil de fuerzas para proclamar el Evangelio, nos alcance la gracia de perseverar en la profunda convicción de que es nuestro deber cristiano proclamar la bondad de Dios y su amor infinito, mediante la palabra adecuada y mediante nuestro testimonio de vida.

QUE ASÍ SEA