HOMILIA DIA DE SANTIAGO 2007

HOMILÍA EN LA FIESTA DE SANTIAGO APÓSTOL
Santa Iglesia Catedral
25 de julio de 2007

Queridos hermanos sacerdotes,
Queridos religiosos, religiosas y seglares

Nos hemos reunido, convocados por Cristo, Palabra viva de Dios, para dar gracias al Señor. Eso es, esencialmente, la Eucaristía. Por la Redención que obra en nosotros gracias a la acción redentora operante en el sacrificio y sacramento del Altar, los cristianos unidos a Cristo nuestro Salvador, volvemos el rostro a Dios, de quien habíamos retirado la mirada obsequiosa y obediente por el pecado.

La vida, a poco que seamos conscientes de nuestra realidad, debe ser un constante himno de gratitud a Dios que lo obra todo en todos para nuestro bien, tanto en esta vida como, sobre todo, en la otra. A la vida eterna está orientada la historia. Y al goce definitivo de Dios, está orientada la existencia cristiana por gracia de la redención que llevó a cabo Jesucristo en obediencia plena y perfecta al Padre.

De la obra redentora que nos abrió las puertas del cielo damos gracias a Dios, especialmente hoy, porque celebramos la fiesta de un santo, Apóstol y mártir, Santiago, patrón de España por la divina providencia. Este hijo del Zebedeo, atravesó las puertas del cielo cambiando por la eternidad el tiempo marcado por la búsqueda de Dios, por el dolor de la limitación humana y por el gesto heroico del martirio.

No cabe duda de que la proclamación eclesial de la santidad, de quienes nos han precedido en el amor y la fidelidad a Dios, estimula los deseos de ser santos, y anima la esperanza de alcanzar la unión con Dios en la intimidad del amor y de la entrega total y plena a quién es creador y salvador nuestro y Señor de cielos y tierra.

Constatar el hecho de que hayan alcanzado la unión definitiva con Dios, personas cuya debilidad y desorientación han sido bien conocidas por nosotros, nos lleva a creer que Dios obra en nosotros, sin mérito alguno de nuestra parte. Los testimonio de santidad nos mueven a gratitud, constatando que Dios nos regala todo, desde la existencia, hasta la salvación.

Creer en la intercesión de los santos, por la que Dios derrama gracias abundantes sobre nosotros, nos anima a confiar en los dones del Espíritu y da seguridad a nuestra plegaria. La Iglesia militante, que integramos los que peregrinamos por este valle de lágrimas, une en la Santa Misa nuestra alabanza al clamor eterno con que los justos ensalzan al Señor. Y ellos, con su permanente himno ante el trono del Altísimo, apoyan nuestras ofrendas y peticiones para que sean aceptadas por el Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo.

En este día, en que vuestro padre y pastor, celebra su onomástica, yo agradezco que vuestra oraciones se unan a las mías dando gracias a Dios por la vida, por el sacerdocio y también, como no, por el don de poder ejercer el ministerio episcopal entre vosotros y para vosotros, queridos feligreses de la Archidiócesis de Mérida-Badajoz.

Entiendo vuestra presencia aquí hoy, queridos hermanos en el sacerdocio, como un gesto en el que se expresa, de modo muy elocuente, vuestra comunión fraternal y sobrenatural con vuestro Arzobispo, hermano y, ojalá también, amigo. Gracias muy sinceras y muy sentidas por ello. Bien quisiera que la misión eclesial y afectuosa que nos une, y que brota del sacerdocio de Cristo del que participamos, enriquezca nuestra relación habitual y afiance vuestra recíproca disponibilidad para colaborar con la ayuda mutua, en el servicio a la Iglesia y al mundo.

“Que el Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros” (Sal 66), de modo que podamos crecer en fidelidad a Jesucristo, Sumo y eterno sacerdote y lleguemos a ser, en el mundo, testigos incansables del misterio de Dios, apóstoles inasequibles al desaliento, y generosos colaboradores de la obra salvífica que Cristo sigue realizando en su Iglesia y a través de ella.

Vuestra presencia, queridos religiosos , religiosas y seglares, me hace percibir y entender vuestra fe en el Señor, Pastor eterno; el me garantiza vuestra adhesión a quién ostenta ahora la responsabilidad de vuestro cuidado pastoral en el nombre del Señor; Vuestra felicitación me gratifica con el afecto personal que denota.

A unos y otros, sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares, mi agradecimiento. A vuestro gesto quiero corresponder puntualmente. Por eso ofreceré la Santa Misa por vuestras necesidades personales, familiares, ministeriales y profesionales.

Os encomendaré al Señor, al tiempo que pida por mí mismo, porque compartimos, desde el bautismo, la llamada a ser fieles al Señor y a ayudar a que le sean fieles aquellos que Dios pone a nuestro lado.

Sabemos lo necesaria que es la ayuda divina porque estamos comprometidos en la no fácil misión de obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 5, 29); y constatamos, lastimosamente, que, en ocasiones, somos nosotros mismos los que nos erigimos en referencia de nuestras propias obras, obedeciendo a la humanidad que nos presiona de tantas formas, antes que a Dios, cuyo respeto a nuestra libertad es exquisito.

Nuestros buenos propósitos son renovados con frecuencia, porque el Señor nos brinda constantemente buenas ocasiones para ello. Pero nuestra debilidad nos lleva a reconocer que llevamos en las vasijas de barro que somos nosotros, los tesoros de la gracia que el Señor nos regala. Por tanto no podemos dejar de pedir fuerza a Dios, conscientes de que esa fuerza tan extraordinaria que nos debe mantener en la fidelidad, proviene de Dios y no proviene de nosotros (cf. 2Cor 4, 7)

El Señor ha confiado especialmente en nosotros confiándonos el sacerdocio y el apostolado en tiempos difíciles. Con la misión que nos ha encomendado, nos va concediendo los dones necesarios para su cumplimiento.

Debemos activar nuestra fe para tener muy presente esta gran verdad: Dios no nos pide nada superior a las fuerzas con que nos ha dotado. Por tanto, debemos responder al Señor con la decisión con que respondieron los hijos del Zabedeo al ser preguntados acerca de su capacidad y decisión de servir a Dios. ¡Podemos!

Lejos de un acto de soberbia o de ingenuidad, esa respuesta manifiesta la fe en la ayuda de Dios, y la decisión firme de aceptar la vocación y ministerio que se nos ha encomendado a cada uno en su situación.

Bendigamos al Señor, poniendo como intercesor nuestro al Apóstol Santiago, evangelizador incansable hasta el martirio, patrono de nuestra patria, y ejemplo de fidelidad y transparencia ante el Señor.

Que la Santísima Virgen María, a quién el Apóstol Santiago estuvo tan vinculado en sus momentos débiles, nos ayude a recuperar las fuerzas y a lanzarnos al apostolado, llenos de caridad pastoral y de celo apostólico, tal como hizo Santiago junto al Pilar de Zaragoza, según nos cuenta la piadosa tradición.

De nuevo agradezco vuestra felicitación y plegaria, bien expresada con vuestra presencia; reitero mi promesa de encomendaros al Señor; y os invito a vivir intensamente esta celebración eucarística, que el Señor nos ha concedido participar.

QUE ASÍ SEA

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