HOMILÍA EN LA FIESTA DE EPIFANÍA

Celebramos hoy la fiesta de la Epifanía. Esta palabra griega significa “manifestación”. Por tanto, aunque Jesucristo se manifestara a los pastores a través de los ángeles en el mismo día de su nacimiento, fue esa una manifestación muy reducida. No obstante, llevaba ya consigo un gran mensaje: Dios se manifiesta a los sencillos, a los que son capaces de admitir que Dios puede hablarles a través de intermediarios sobrenaturales, o mediante otras mediaciones solventes elegidas por Él.

Creer esto no es nada sencillo. Es, ciertamente, un don de Dios que él no escatima para nadie; pero que llega a conceder a quienes están abiertos al misterio, a quienes cultivan la fe en su corazón, a quienes reservan un lugar a Dios en su vida, en su espíritu, en el conjunto de sus pensamientos y proyectos.

La prueba de que no a todos resulta sencillo admitir mediaciones que nos hablan de parte de Dios, es que son muchos los que no creen en la Iglesia como sacramento, como realidad perceptible que habla y obra de parte del Señor, y en la que Dios mismo obra nuestra salvación.

Pero volvamos sobre la Epifanía como fiesta importantísima en la historia del cristianismo. Lo que en este día conmemoramos es la voluntad del Señor de manifestarse a todos en Jesucristo, y no sólo al pueblo Judío. Hasta entonces apenas tenían noticia del nacimiento del Mesías la Virgen y S. José, la madre de Juan Bautista, los pastores y pocos más. Y el mensaje de los profetas no había llegado más allá de los confines del Pueblo hebreo.

En este día de Epifanía o de los Reyes Magos, Jesucristo, Niño todavía, se manifiesta a todo el mundo, que era considerado por el pueblo Judío como extraño, como extranjero. Los llamados Reyes Magos eran extranjeros, eran forasteros para el pueblo escogido, eran extraños al pueblo que había recibido la promesa de salvación.

En este día celebramos, pues, la manifestación de Jesús a nosotros mismos, que no pertenecemos al pueblo judío sino que pertenecemos a loa pueblos que ellos consideraban gentiles o extranjeros.

Este día pone ante nuestra consideración la esencial universalidad de la obra redentora para la que Cristo había nacido.

La universalidad que instaura Jesucristo, rompe con la sospecha de que Dios se manifestaba y mantenía una relación protectora sólo con algunos, sólo con el pueblo elegido. El amor del Señor se manifiesta infinito no sólo en su esencia e intensidad, sino en su extensión. Desde la manifestación de Jesús a los Magos de Oriente, sabemos que Dios nos ha amado a todos los que hemos ido existiendo a través de los tiempos, y a los que existirán hasta el fin de la historia..

Dicha universalidad, que es una de las notas esenciales de la Iglesia, nos advierte de que ella es el Nuevo Pueblo de Dios en el que ya no hay distinción entre judíos y griegos, entre hombre y mujer, por cuanto que ninguno de ellos es excluido del amor y de la voluntad salvífica del Señor. Él mismo nos dirá: “Yo he venido para dar vida a los hombres y para que la tengan en plenitud”(Jn. 10, 10).

Con esta celebración de la Epifanía se nos revela que el amor de Dios no es abstracto ni sectario, sino universal y concreto, y se dirige personalmente a cada uno de los hombres y mujeres de todos los tiempos, como nos dice hoy S. Pablo: “También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef. 3, 5).

Este es el sentido de las palabras del Profeta que hemos escuchado en la primera lectura: “sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora” (Is. 60,--)

Es muy importante considerar que el Salvador se manifestó a la gentilidad, a todos los pueblos, precisamente a través de los Magos de oriente. Ellos fueron el signo de todos nosotros. Y en ellos el Señor se dio a conocer a todos como el salvador universal.

Pero no podemos olvidar que los Magos vivían seriamente inquietos por conocer al que la estrella indicaba, y por ponerse a sus pies para adorarle. Así preguntarán a Herodes:”¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarle” (Mt. 2, 2).

Esa actitud profunda, constante y esforzada de los Magos en la búsqueda del rey que había de nacer, no sólo les puso en contacto con la Sagrada Escritura y les llevó hasta el portal de Belén, sino que fue el motivo por el que Dios les constituiría en apóstoles del nacimiento del Mesías, de la presencia del Señor en la historia, de la manifestación del amor infinito y universal, único capaz de salvar a la humanidad.

Hoy, el lugar de los Magos, por institución divina y por mandato explícito de Jesucristo, lo ostenta la Iglesia y, en ella, cada uno de los que la integramos por el Bautismo. A todos atañe el mandato que Cristo dirigió a los Apóstoles: “Id y haced discípulos de todos los pueblos...” (Mt. 28, 19). Y, puesto que ser discípulos de Cristo supone aceptar la salvación que él nos trae, por la cual cobra sentido y sabor la vida humana, el Señor nos dirá a los cristianos: “Vosotros sois la sal de la tierra...” (Mt. 5, 13).

Como sal debemos llevar apostólicamente al prójimo alejado el testimonio del amor de Dios y la promesa de salvación que Dios trae para todos.

Queridos hermanos: la tradición de los regalos, que hacen la ilusión de niños y mayores en la fiesta de Epifanía, ha podido desviar un poco la atención en este día, distrayéndonos del sentido profundo de esta celebración, más antigua en la liturgia que el mismo día de la Navidad. No obstante, es muy oportuno aprender, también, de los regalos que los magos ofrecen al Niño.

Los reyes no acuden ante el Señor con las manos vacías. Más allá del simbolismo del oro, del incienso y de la mirra, lo importante es que cada uno de ellos presenta a Jesús lo que tiene y lo que constituye su singularidad. Podríamos decir que los Reyes Magos, dando los regalos al Niño, se dan a sí mismos; hacen de la adoración una entrega personal. De este modo, corresponden, con su ofrecimiento personal, a la entrega de Dios en favor de los hombres. Sólo disponiéndonos a obrar de este modo, podrá ser verdad para cada uno de nosotros, lo que hemos pedido en la oración inicial de la Misa: Señor, “concédenos, a los que ya te conocemos por la fe, poder gozar un día, cara a cara, de la hermosura infinita de tu gloria” (Orac. Colecta).

Que la fiesta de la Epifanía o de la manifestación del Señor, sea una ocasión de verdadero gozo al sentirnos llamados por el Señor a participar de los frutos de su presencia entre nosotros.

Que la contemplación de los Reyes Magos sea una oportunidad para entender cual debe ser nuestra actitud ante el Señor que viene a nosotros constantemente mediante su palabra, mediante los Sacramentos, y mediante las gracias actuales con que nos enriquece y n os ayuda, a veces inesperadamente, a lo largo de nuestra vida.

QUE ASÍ SEA.

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