HOMILÍA DEL DOMINGO IVº DE ADVIENTO

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos todos, religiosas, seminaristas y demás seglares reunidos hoy en esta última celebración de Adviento:

Ha terminado el tiempo dedicado por la Iglesia a la preparación del
acontecimiento más entrañable y nuevo de la historia. En la Navidad celebramos con inmenso gozo la entrada de Dios infinito en la historia limitada y provisional popr la que caminamos.

El infinito, en quien está el origen, el apoyo y sostenimiento providente de todo cuanto sigue existiendo, la determinación incontrovertible del momento en cada uno debemos interrumpir nuestro peregrinar sobre la tierra, y el fin glorioso de los que acogen su palabra y cumplen su voluntad, entra a formar parte de las criaturas contingentes, encarnándose en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María.

El Hijo Unigénito del Padre, la Imagen perfecta del Dios vivo, la sabiduría plena en la que residen los secretos del Universo, el que ha dicho con toda propiedad que es el camino para la santidad y la Vida, que vino al mundo para salvarnos, inicia un duro camino de contradicciones, incomprensiones, desconfianzas y estratagemas para apartarle de los vivientes, porque molestaba su radical novedad y su perfección incontestable.

El santo por excelencia, el que no podía cometer pecado porque es Dios, carga con nuestros pecados hasta pagar por todos ellos con su Pasión y muerte cruenta en la Cruz.
El Dios de quien todos dependemos, que nace como Niño pobre en un pesebre, y que se ofrece al Padre en sacrificio de suave olor, muere sobre el duro lecho del madero de la cruz para que nosotros podamos vivir y morir con la dulce esperanza de una vida feliz por toda la eternidad.

En la Navidad se hace realidad la promesa que de Dios tras el pecado de Adán y Eva. El Dios del cielo asume, por amor, la responsabilidad de los que habitamos la tierra, dando cara por nuestros pecados, para que podamos llegar un día al cielo y habitar eternamente en él como en nuestra casa. Dios viene junto a nosotros para abrirnos y señalarnos el camino que une la tierra con el cielo, de modo que avanzando por él lleguemos a habitar junto a Dios para siempre.

Este insondable misterio de amor fue anunciado por los profetas, aunque no fue aceptado por todos. Es un gran misterio del que necesitamos vitalmente porque de él depende nuestra salvación. Pero es un misterio tan profundo, que choca llamativamente con nuestra capacidad de entendimiento y comprensión. Y cuando los hombre piden un signo que les ayude a entender lo esencialmente incomprensible, por la limitada inteligencia humana, el Señor le da un signo que es, también, un misterio que nos desborda: “Mirad: la virgen está en cinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel (que significa: )” (Is. 7, 14). ¿Cómo una Virgen va a concebir un hijo? ¿Cómo va a ser Dios mismo quien nazca de ella para estar con nosotros en la tierra? Así de grande es el Misterio de la Navidad.

San José, desposado con María, percibió que, antes de vivir juntos, María esperaba un hijo. Como era bueno y no quería ponerla en evidencia, ni causarle males mayores, decidió repudiarla en secreto. Pero Dios, para prepararle un hogar a su Hijo Unigénito y eterno, Dios y hombre verdadero, que iba a nacer de María Virgen, le habla en sueños manifestándole el misterio con palabras no menos misteriosas con las que pretendía dejarle claro que todo aquello era obra de Dios. Y dice a José algo que tampoco este hombre justo podía entender. María misma tampoco lo entendió. Se limitó a aceptarlo, como José, porque era palabra del Señor a quien se debe toda reverencia, e incluso el homenaje de la propia razón: “No tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, -le dijo- porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt. 1,---).

Dios, que es misterio, obra en nosotros y para nuestro bien sin dejar de ser Misterio. Su acción amorosa nos transforma en hijos adoptivos suyos por la redención. Por eso, aceptar y asumir esa obra salvífica en nosotros supone también que nosotros salgamos de nuestras formas habituales y puramente humanas de conocer y entender, y aceptemos la necesidad de la fe por la que Dios nos da acceso, aunque como en un espejo o en enigma, al conocimiento del Misterio.

Por el regalo de la fe podemos conocer a Dios, podemos amar su obra y entonar gozosos un himno de gratitud cantando las maravillas incomprensibles que obra en nosotros, pecadores, a lo largo de toda la historia.

Por la fe podemos dirigirnos a Dios llamándole Padre, y sentirnos, con toda razón y certeza, parte de la gran familia de los redimidos por el Señor.

Por la fe podemos llegar a vivir el deseo de acercarnos al misterio de Dios, convencidos realmente de que en él está la luz de la vida, aunque a los que vivimos en la tierra se nos presente en negra oscuridad.

Por la fe podemos creer firmemente que el Niño, nacido de María Virgen y recostado en el pesebre, es el Rey del universo, el Hijo del Dios vivo, el salvador del mundo, el camino, la verdad y la vida.

El tiempo de Adviento que hoy termina ha sido una constante llamada a la conversión interior para acoger y valorar el don de la fe y, por ella, acercarnos al conocimiento del Mesías que viene a salvarnos.

Por la fe asumimos, como un deber intransferible, el prepararnos para recibirle cuando llegue triunfante al fin de los tiempos con gran poder y majestad como juez de vivos y muertos.

Por la fe sabemos que, gracias a su misericordia infinita, Dios hace todo lo posible para llevarnos con él definitivamente a la gloria en la felicidad que anhelamos y esperamos. Por eso hemos repetido en el salmo interleccional: “Va a entrar el Señor: Él es el Rey de la gloria” (Sal. 23).

El mismo Señor que nació en Belén, que nos redimió ofreciendo su vida por nosotros al Padre, que vive triunfante en los cielos y que es el Rey de la Gloria, se hace presente en el santísimo Sacramento del Altar y se nos da como alimento para nuestro caminar hacia él. Recibámosle como le recibió la Santísima Virgen María. Adorémosle como le adoraron los Pastores y los Magos de oriente. Unámonos a Él como S. Pablo, que pudo decir: “Vivo; mas no yo, es Cristo quien vive en mí” (----).

Con este ánimo y con esta esperanza lleguemos, desde la celebración de la Navidad, al goce de la resurrección.

QUE ASÍ SEA.

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