HOMILÍA EN EL DOMINGO IIIº DE ADVIENTO

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos todos religiosas, y seglares:


Me ha llamado especialmente la atención una de las expresiones del profeta Isaías en la primera lectura de hoy, anunciando la venida del Mesías, de Jesús nuestro salvador. Lo proclama proféticamente como aquel en quien confluye toda la belleza imaginable. Poniendo como signos que permitan a los contemporáneos entender el mensaje a partir de su experiencia, dice: “Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión” (Is. 35, 2).

La belleza a que alude el profeta no se refiere a los elementos externos que pueden revestir personas y objetos indignos. El profeta alude a la belleza que trasluce desde el interior, donde las verdaderas esencias constitutivas de la persona del Mesías son la verdad, el bien, la justicia, el amor y la santidad. Cualidades todas ellas que, en Cristo, tienen además la dimensión de la infinitud y de la consiguiente perfección.

En Cristo se manifiesta la plenitud de la divinidad. Por eso, refiriéndose a quienes acogerán al Mesías con limpieza de miras y con rectitud de corazón, añade el profeta: “Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios” (Is. 35---).

La belleza es aquí signo de la plenitud divina que Cristo manifiesta a la humanidad para beneficio de cada uno de los hombres y mujeres de todos los tiempos, edades y condiciones.
La belleza de Cristo, Dios y hombre verdadero, no es estática, inmóvil o pétrea; es dinámica y operativa. Regida por el amor, no sólo se manifiesta sino que se da, se entrega, se participa para que las criaturas humanas podamos participar de ella. Es la belleza de la vida de Dios de la que somos beneficiarios al recibir el don insuperable y divino que llamamos Gracia. Por la gracia, participamos de la vida divina.

Somos indignos de recibir la gracia de Dios. Pero, además, desde el pecado de nuestros primeros padres, éramos incapaces de recibirla siquiera como regalo. Ahora podemos acceder a ella porque Jesucristo nos ha devuelto la capacidad de relacionarnos con el Señor en una familiar cercanía que nos lleva a la intimidad con Él. Cercanía e intimidad en la que podemos crecer mediante el conocimiento y seguimiento de la palabra del Señor, mediante la oración asidua, y mediante la participación en los sacramentos, especialmente, en la Eucaristía.

Comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo es tanto como comer y beber los elementos vitales del Hijo de Dios hecho hombre; es comer su vida humana y divina, puesto que ambas se unen en la única Persona, que es la divina y, por tanto, la única que pudo merecer para nosotros la redención y nuestra consiguiente filiación adoptiva en Dios nuestro Padre. Así como aquello que comemos y bebemos se hace cuerpo nuestro, así, al decirnos “tomad y comed porque esto es mi cuerpo”, y “tomad y bebed porque esto es mi sangre”, el Señor quiere significar que su vida se hace vida nuestra, que esta cercanía y esta participación eucarística de Cristo nos transforma interiormente en el hombre nuevo que es Él mismo, cabeza de la nueva humanidad redimida y destinataria de la promesa de salvación universal y definitiva.

Esa vida interior fundada en Dios, y que puede avanzar cada día en una mayor compenetración con el Señor; esa vida que participa de la belleza de la verdad, del brillo del bien, de la precisión de la justicia y de la generosidad del amor, es la que, vivida en plenitud por Cristo, genera y trasluce la mayor belleza posible, que supera toda belleza humana, y que desborda toda la belleza de la creación.

La Navidad preparada, como el camino que nos permite contemplar la belleza de Dios manifestada en Jesucristo, ha de ser una fiesta desbordante de gozo, y totalmente expansiva en beneficio de quienes nos rodean; porque es la fiesta del amor de Dios, la fiesta de la manifestación humana de la divinidad, la fiesta de la entrega de Dios para que participemos de su vida a lo largo de nuestra existencia, hasta que gocemos definitivamente de la gloria y de la felicidad eternas.

La imagen del profeta, refiriéndose al Mesías anunciado, sigue hablándonos de las consecuencias de la entrada del Señor en la historia. Con las imágenes materiales alusivas a la transformación renovadora de la redención, nos dice el profeta Isaías: “se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará, y volverán los rescatados del Señor” (Is. 35, 9). A esta misma transformación interior, significada en estos milagrosos cambios externos, alude el Señor cuando los discípulos de Juan Bautista le preguntan: “¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?” (Mt. 11, 2). Jesucristo les responde invitándoles a fijar su atención en lo que él hace, e invitándoles a transmitirlo: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia” (Mt. 11, ---).

En esta obra admirable, que todos pueden contemplar, se manifiesta la belleza de Dios, porque cada una de esas obras, llamativas o no percibidas por algunos, se vuelca la belleza intrínseca de Dios que es la Verdad, el bien, la justicia y el amor.

La preparación para la Navidad ha de disponernos a mirar con atención y contemplar con espíritu abierto el misterio de Jesucristo en el que se nos manifiesta, nos llama y se acerca a nosotros el mismo Dios, porque nos ama, y nos convoca a la salvación. Por eso, la oración inicial de la Misa nos ha invitado a unirnos en esta plegaria al Señor que viene: “concédenos llegar a la Navidad –fiesta de gozo y de salvación- y poder celebrarla con alegría desbordante”.

Pero no podremos celebrarla con esa alegría desbordante mientras haya sombras causadas por egoísmos o por falta de atención a las necesidades ajenas a las que debemos nuestra aportación por justicia. Que nuestra justicia humana mire a la justicia divina que es la salvación, y pongamos todo el interés en ayudar a los hermanos más desposeídos para que sean salvados de toda opresión, de toda manipulación, de toda carencia básica en la subsistencia, en la educación, en la libertad, en el amor y en la esperanza.

Pidamos al Señor que, por la fuerza de la Eucaristía, obre en nosotros la transformación que necesitamos.

QUE ASÍ SEA

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