HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA INMACULADA

Queridos hermanos capitulares y demás sacerdotes,

Diácono asistente, seminaristas, religiosas y seglares:


La festividad litúrgica de la santísima Virgen María, en el misterio de su Inmaculada Concepción, nos congrega invitándonos a reflexionar, a contemplar y a orar entonando himnos de gratitud al Señor.

S. Pablo nos dice hoy en la lectura que acabamos de escuchar: “todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que él ha llamado según sus designios” (Rom 8, 28). Por tanto, debemos entender que la fiesta que hoy iniciamos con estas Primeras Vísperas, es querida por Dios para beneficio nuestro y para bien de la Iglesia. En consecuencia, debe unirnos en una actitud de alabanza agradecida al Señor de cielos y tierra, esforzándonos por descubrir el mensaje que nos ofrece en esta solemnidad.

En la santísima Virgen María se realiza plenamente la imagen y semejanza de Dios según la cual hemos sido creados. Nosotros no podemos alcanzar ese grado de realización porque nacimos manchados por el pecado original, y hemos añadido nuestros pecados personales. Pero María, liberada por Dios de esa lastimosa herencia de Adán y Eva, por la aplicación anticipada de los méritos de Cristo nuestro redentor, disfrutó de la plenitud de la Gracia divina, desde el primer momento de su existencia. Gozó siempre de la plena participación de la vida de Dios y, por su inquebrantable fidelidad, no se alejó de Dios un solo momento durante su vida en la tierra.

La Santísima Virgen María es, pues, la realización perfecta del ideal de la persona humana según la voluntad de Dios, como lo fueron Adán y Eva al ser creados, sino que también llevó a cabo a la perfección el desarrollo de esa condición purísima hasta el fin de sus días. Esa maravilla de perfección que Dios obró en una de nosotros, la Virgen María, nunca ha sido superada ni lo será porque es propia exclusivamente de la llena de gracia.

Llena de Gracia nos la declaró el Ángel que le anunció la maternidad divina para la que había sido elegida. Llena de Gracia la proclama la Iglesia en el Dogma que declara como objeto de fe la Inmaculada Concepción de la doncella fidelísima del Pueblo Judío, primera redimida y primera criatura del nuevo Pueblo de Dios. Ella es la expresión más bella del amor infinito con que Dios se volcó en la creación del hombre y de la mujer. Ella es el sublime testimonio de la magnificencia divina cuyo esplendor obstaculizamos los hombres, ya desde nuestros primeros padres, a causa de los pecados personales.

La celebración de esta festividad, de tan antigua y firme raigambre española, nos abre a la contemplación de la infinita grandeza de Dios, ante su más generosa manifestación que, brotando del infinito amor divino, culminó en la entrega de su Hijo Unigénito. Por los méritos de la muerte y resurrección de Jesucristo recuperamos la posibilidad de crecer en la mayor de las cualidades sobrenaturales con que Dios nos enriqueció al crearnos a su imagen y semejanza. De este modo pudimos participar de su misma vida, de la vida de Dios, que es la gracia.

Contemplar el misterio de María santísima nos abre a la admiración de la obra de Dios. Y, ante el conocimiento de tanta grandeza y magnificencia, ha de brotar espontánea la gratitud. Somos verdadera e insuperablemente agraciados porque Dios ha querido plasmarla su generosa omnipotencia precisamente en la humanidad de la que formamos parte.

La contemplación de la insuperable obra de Dios en nosotros, al tiempo que nos llena de gozo, ha de llevarnos a poner nuestra mirada profundamente creyente y amorosa en el Señor hasta que seamos ganados tan fuertemente por la admiración, que nos convirtamos en verdaderos adoradores, en empeñados seguidores y en fieles hijos de Dios nuestro Padre y salvador. De Él venimos y hacia Él vamos acompañados y estimulados por Jesucristo nuestro hermano y redentor.

María, llena de gracia, no puede ser para nosotros nunca un motivo de envidia sino el mayor motivo de un constante reconocimiento de la sabiduría y del poder de Dios, y una ocasión de encontrarnos con el Señor al que nos muestra su Madre y ante quien intercede por nosotros Quien es, también, Madre nuestra.

Al cantar el himno de reconocimiento del amor y de la sabiduría de Dios que la Santísima Virgen nos dejó como preciosa herencia y como un modelo de oración, proclamemos de corazón, con fe y con gratitud, la grandeza del Señor, y honremos a su Madre santísima acogiéndonos a su maternal cuidado e intercesión.

QUE ASÍ SEA

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