HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA INMACULADA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos todos, religiosas, seminaristas y seglares:

La fiesta que hoy nos congrega en esta solemne celebración es la más destacada manifestación del triunfo de la gracia de Dios en la humanidad.

Una criatura sencilla y anónima en su ámbito social, discreta en su comportamiento, e irrelevante en sus características externas, es elegida por Dios para ser Madre de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Su altísima vocación, obra de Dios en el misterio de sus inescrutables designios de paz y salvación, supuso la capacitación plena de María para esa dignísima misión. Y esa capacitación plena y perfecta, fue la pureza absoluta, el inicio de la santidad sin falta. Como nos dice el Prefacio de la Misa que estamos celebrando, “purísima había de ser la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo”. Capacitación que la Santísima Virgen supo corresponder con su santidad sin falta, haciendo de su vida un ejemplo de perfecta fidelidad.

La elegida para que el autor de la redención universal y eterna entrara en la historia empecatada y la salvara del poder diabólico que la había sometido, fue camino limpio, instrumento dócil y amorosa receptora de los dones divinos.

La que tenía que ser instrumento del acercamiento del redentor a la humanidad necesitada de salvación, no podía estar sometida, ni por un instante, a las ataduras del maligno. Por eso Dios, Señor de la creación entera, la libró de la herencia del pecado original; y la dotó de la gracia de la redención, que su Hijo iba a alcanzar mediante su curso en el mundo cuya culminación fueron la Cruz y la Resurrección.

En María, Inmaculada desde el primer instante de su concepción, no hicieron mella la fuerza y la malicia del engaño diabólico por el que Adán y Eva perdieron su pureza original y la capacidad de acceder hasta el Señor.

Por el pecado de Adán y Eva, la tierra cambió su bella suerte de paraíso feliz en oscuro destierro. Y la historia, que primordialmente era un ámbito de feliz intimidad con Dios y camino directo hacia la eternidad gloriosa, se convirtió en espacio de contradicción y valle de lágrimas. En adelante, la senda de la salvación adquiría las notas de la estrechez y del dolor; y la vida de la humanidad iba a caracterizarse por la lucha interior en busca de la verdad siempre rodeada de lejanía y de misterio; en un ansia insatisfecha de libertad, y en un anhelo de paz y felicidad sólo alcanzables en la amistad con Dios que la humanidad había perdido por el pecado de sus primeros padres.

Por la redención de Cristo, manifestación indiscutible de la solidaridad de Dios con la esencial necesidad del hombre y de sus anhelos de salvación, cambió el horizonte de la vida terrena.
Por Jesucristo, hombre nuevo y cabeza de la nueva humanidad, Hijo Unigénito enviado por el Padre y hombre verdadero nacido de María santísima, apareció en el horizonte humano la posibilidad de encontrarse con Dios; fue pronunciada victoriosamente la promesa de la salvación definitiva. La oscuridad de este campo sin caminos, que había quedado fuera del Paraíso, fue rota por la luz de la esperanza. Por la redención, que se inició en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen, inmaculada desde su concepción, la humanidad podía acceder a Dios mismo, autor de la vida y de la felicidad, que es el deseo más profundo que anida naturalmente en el corazón del hombre creado a imagen del Altísimo.

La primera criatura beneficiaria de la radical transformación que supone la íntima y plena vinculación con Dios por la gracia vencedora del pecado, fue la santísima Virgen María, Inmaculada en su Concepción y limpia de todo pecado en todo el curso de su vida entera. Su nombre, en el paisaje de la redención fue, es y será, “llena de Gracia” bendita porque siempre creyó, y bienaventurada porque escuchó y cumplió la palabra del Señor.

Hija del Padre, Esposa del Espíritu Santo, y Madre del Hijo, María es la primera criatura convertida en himno de alabanza a la Santísima Trinidad. Ella es el reflejo sin sombras del amor infinito de Dios que tiene sus delicias en los hijos de los hombres.

María, paradigma de la fuerza transformadora con que actúa la Gracia divina, se convierte para nosotros en puerta de la esperanza, en estímulo permanente para la lucha que se nos presenta con promesas de victoria, en ayuda para el caminar cotidiano y en protección frente a los peligros que nos acechan.

Al contemplar en María santísima el glorioso triunfo de la Gracia, que es, al mismo tiempo e inseparablemente, el triunfo del amor de Dios y de su infinita misericordia, cada uno de nosotros debe convertirse en un vocero que convoque a entonar himnos de gratitud y de alabanza la Señor con las palabras del Salmo que hemos repetido: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal. 97).

La maravilla que Dios ha realizado en Jesucristo su Hijo, hecho hombre en las purísimas entrañas de Santa María Virgen, es la manifestación de su amor a la humanidad, a cada hombre y mujer de todos los tiempos. A todos nos ha llamado a la salvación y a la felicidad eterna, a pesar de que la habíamos perdido por ofenderle.

Por todo ello, el cántico nuevo en que debemos ocuparnos, y al que debemos convocar a los demás como consecuencia de nuestro agradecimiento a Dios, y en cumplimiento de nuestro deber apostólico, es el que nos brinda S. Pablo en la segunda de las lecturas que ha sido proclamada hoy: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo –antes de crear el mundo- para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo –por pura iniciativa suya- a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya” (Ef. 1, 1-6).

La gracia de Dios, la bendición de Dios, que nos llegó por Jesucristo, ha tenido y tiene como paradigma, como referencia fundamental e insuperable, a la Santísima Virgen María. Y esa bendición nos mueve a la esperanza cierta porque el Señor ha designado a su Madre como Madre nuestra, y la ha constituido en la primera y más poderosa intercesora nuestra y medianera de todas la gracias.

Ella es la más fiel imagen de la Iglesia, perfectamente santa por Jesucristo que es su cabeza, por el Espíritu Santo que la asiste, la anima y la conduce, y por la fidelidad del Hijo que en ella está como ofrenda permanente en sacrificio de suave olor. Y, al mismo tiempo, María, siendo Madre de Cristo su fundador y cabeza, es también Madre de la Iglesia, como la proclamó el Concilio Vaticano II.

Demos gracias a Dios por esta solemne festividad, que nos pone ante el misterio de María Santísima, precioso e insuperable ejemplo del triunfo de la gracia de Dios, primera criatura redimida, mujer perfectamente fiel a la vocación divina, humilde servidora del Señor que a sí misma se define como esclava suya.
Pidamos al Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo que, por intercesión de la Santísima Virgen María, nos conceda el don de la conversión verdadera y profunda, y que nos bendiga con su amor incondicional hasta que alcancemos el regalo de la vida eterna en la felicidad indestructible en los cielos.


QUE ASÍ SEA.

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