HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DE SANTA EULALIA DE MÉRIDA

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Asociación de la Mártir Santa Eulalia,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- Nos hemos reunido un año más para celebrar la fiesta religiosa de la Mártir Santa Eulalia, titular de esta Parroquia, patrona de Mérida, y referencia permanente de la identidad emeritense.

No cabe duda de que es un verdadero privilegio tener a una joven cristiana como ejemplo de fidelidad a Jesucristo hasta el martirio. Sobre todo cuando tanto nos preocupa la educación cristiana y el comportamiento de la juventud. Pero o olvidemos que la santa nos da importantes lecciones también a los mayores.

2.- Corren tiempos en que la debilidad ha hecho mella en el espíritu de muchas gentes, sin excluir numerosas personas que se consideran y manifiestan como cristianos. Llevados del ansia de bienestar y de satisfacción personal, y presionados por ambientes laicistas, caen fácilmente en actitudes y comportamientos acomodaticios. Se pretende establecer la interpretación del Evangelio, la ordenación moral de la vida y hasta la misma consistencia de la Iglesia, de acuerdo con los puntos de vista personales derivados de un falso principio: el principio de que el hombre es la medida de todas las cosas. Más todavía; muchos piensan que cada uno, según las circunstancias concretas en que se encuentra, es la medida de lo que está bien y de lo que está mal y, por tanto, el criterio de aceptación o rechazo de cuanto se nos ofrece y de cuanto nos acontece. Por este camino se van dando pasos, cada vez más largos y llamativos, hacia la torpe y mortal sustitución de Dios por el hombre. La religión es progresivamente relegada al ámbito de lo opinable, y reducida al sector personal más privado. Dios desaparece de la sociedad. De él gusta a muchos mantener simplemente aquello que pueda satisfacer como espectáculo o como reliquia histórica integrada en la cultura del pueblo.

El pensamiento y la conducta social a que estamos aludiendo no es una característica de todos. Ciertamente no. Pero goza de una amplia extensión que va tiñendo con un tono amarillo la cultura y las leyes de muchos países. Europa no es ajena a ello, y la globalización, velozmente expandida en muchas partes del mundo por la fuerza de los medios de comunicación, ha extendido la creencia de que ha de ser correcto lo que tanta gente opina.

En verdad, cuando el pensamiento es sustituido en muchos ambientes por una estudiada propaganda ideológica y cultural, propiciada por los poderes políticos y por intereses económicos; y cuando se establece el principio de que es verdad lo que llega avalado por un amplio consenso social, la debilidad del pensamiento a la que sucumbe esta sociedad en buena parte abandonada a la prisa, a lo inmediato y a lo sensible, lleva a pensar que esos criterios y esas conductas gozan de la garantía del acierto. ¡Qué fácil es, entonces, sucumbir a las corrientes que abogan por la inmediata satisfacción!. ¡Y qué fácil es también, en situaciones semejantes, reaccionar ante el Evangelio con un “sí, pero...”!

3.- Frente a ello, una adolescente, con apenas doce o trece años, educada cristianamente en el seno de su familia, pertrechada con la armadura de la fe y estimulada por la experiencia de Dios, nos da el testimonio inequívoco de no dejarse arrollar por las mayorías, ni por el poder constituido, ni por el miedo a los tormentos, ni por el ánimo de bienestar y de satisfacción personal. Santa Eulalia, joven creyente y generosa, nos da una clarísima lección; la misma que aprendió de Jesucristo cuando, resumiendo las normas en que debía inspirarse los cristianos, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. La pena sería que no la aprendiéramos.

El Señor, que vela por la recta educación de nuestro entendimiento y por la ayuda oportuna que pueden aportarnos los testimonios claros de fe y de fidelidad a toda prueba, nos ofrece abundantes ejemplos de hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y laicos, jóvenes y mayores santos, que no escatimaron sacrificios hasta el martirio para proclamar la primacía de Dios sobre todo y sobre todos.

Recientemente hemos podido gozar de la declaración de beatitud en favor de casi 500 personas de nuestra patria que, sin más delito que la práctica de su fe cristiana, fueron vilmente asesinados al tiempo que perdonaban de corazón a sus verdugos. Ellos, Santa Eulalia, los mártires de la primitiva Iglesia, y los que siguen dando su vida a través de todos los tiempos y en diversas partes del mundo por la proclamación y defensa de Cristo, constituyen una razón y un estímulo muy fuertes para que revisemos nuestra fe y nuestra conducta personal, institucional y social.

Los cristianos no tenemos derecho a servir a los hombres antes que a Dios. De él lo hemos recibido todo. Él camina a nuestro lado como el Hermano mayor que vela permanentemente por nuestra libertad de espíritu y por nuestra salvación definitiva.

La fiesta de Santa Eulalia debe constituir para todos nosotros un revulsivo, un toque de atención que despierte nuestro espíritu, y un ejemplo que oriente nuestro ánimo para acercarnos al Señor, para reconocer en Dios nuestro origen, nuestro camino y nuestro fin, la referencia única, universal y definitiva de la verdad, de la verdad que nos hace libres, de la justicia que brota de la fraternidad, y del servicio a la Iglesia y al mundo para llevar la luz de Cristo a todas las personas y a todos los ambientes.

Esta celebración festiva nos pone ante la grandeza labrada por Dios en la debilidad de sus
criaturas, en la pequeñez de una tierna jovencita, y en la aparente insignificancia de quien no tenía prestigio social alguno. Por eso nos incita a exclamar con fe sincera y con espíritu agradecido, haciendo propias las palabras del libro del Eclesiástico que acabamos de escuchar: “Te alabo, mi Dios y salvador, te doy gracias, Dios de mi padre. Contaré tu fama, refugio de mi vida...porque estuviste conmigo frente a mis rivales” (Eclo. 51, 1).

Ésta pudo ser la plegaria de Santa Eulalia. Esta pudo ser la plegaria de tantos y tantos mártires que nos han dado ejemplo de fe y de fortaleza como cristianos auténticos.

Ésta debería ser con mucha frecuencia nuestra plegaria, reconociendo la bondad de Dios para con nosotros, y los permanentes e inmensos regalos y cuidados que recibimos al Señor, y que nos defienden de tantos males como nos acechan en la intemperie del mundo.

No debemos prestarnos a la corriente de excusas con que muchos se creen libres de cumplir con su deber, de seguir al Señor, de ser fieles al Evangelio, a causa de las dificultades con que se encuentran, con que nos encontramos todos de un modo u notro. Es el mismo S. Pablo, quien nos dice hoy en la segunda lectura:”Todo el que se proponga vivir piadosamente en Cristo Jesús será perseguido” (2 Tim. 2, 12).

Santa Eulalia, la santita, como le llamáis con cariño y ternura, fue una de las vírgenes prudentes que pudieron salir a recibir al Esposo, según nos cuenta hoy el Evangelio, y que se encontraron con el Señor porque estaban preparadas.

Pidamos a Dios, por intercesión de nuestra patrona, que nos ayude a estar vigilantes, y a ordenar nuestra vida con criterios evangélicos, dando siempre a Dios la primacía sobre todo y sobre todos.


QUE ASÍ SEA

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