HOMILÍA EN LA MISA DEL CORPUS CHRISTI (25 Mayo 2008)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- Al escuchar la palabra de Dios en el día de hoy, me vienen a la mente esas palabras de religiosa admiración y de sano orgullo creyente que tanto se repiten, de una forma u otra, en el Antiguo Testamento. El Pueblo de Israel sintiéndose ufano y satisfecho con su Dios, con el Dios creador y señor del universo al contemplar las maravillosas obras que realiza, exclama: “¡Qué Dios es tan grande como nuestro Dios!” (Sal. 77, 14)

Hoy nosotros, contemplando la inmensa maravilla del poder de Cristo nuestro redentor, que ha querido hacerse pan para nuestro alimento espiritual, y presencia viva y permanente para estar con nosotros en la Eucaristía, no podemos menos que extasiarnos ante semejante milagro de la magnificencia divina, y exclamar también, en este caso con las palabras de S. Pedro Apóstol: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (---). “¿A quien iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros sabemos y creemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn. 6, 68-69).

Ciertamente, “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo” (---). Y tanto amó el Hijo al mundo, que se nos da como alimento permanente en la Eucaristía.

La grandeza y la generosidad infinitas de Dios para con nosotros, que la fe nos permite gozar siempre, y de un modo singular en esta solemnidad eucarística, hacen emerger en el corazón creyente un sentimiento de emocionada gratitud, y un deseo de corresponderle expresándole nuestro agrado y prometiéndole nuestra fidelidad.

2.- El regalo de la Eucaristía supera con creces todos los obsequios y milagros con que Dios iba protegiendo y regalando a su Pueblo peregrino en el desierto.

El maná con que Dios alimentó milagrosamente a su pueblo en el desierto, no pasaba de ser un sustento material que reponía las fuerzas corporales para seguir peregrinando hacia la tierra de promisión.

Los panes con que Cristo alimentó a las multitudes que le seguían tampoco alcanzaban a ser otra cosa que el alimento necesario para no desfallecer al final del día, después de seguir al Señor para escuchar su palabra y contemplar los signos con que las acompañaba.

Tanto el maná como los panes multiplicados constituyen signos elocuentes de la sagrada Eucaristía. Pero ni uno ni los otros podían transformar el corazón de quienes los comían, y fortalecer su espíritu para intimar con Dios y para avanzar por el camino de la virtud creciendo en el amor a Dios y a los hermanos.

En cambio, la Eucaristía, sacramento de su cuerpo y sangre, inmolados en la cruz como sacrificio propiciatorio y como oblación al Padre para alcanzar la redención de la humanidad, es para nosotros presencia real y viva del mismo Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

Los milagros que hemos referido no llegaban a ser más que meros signos del amor y de la providencia de Dios que vela por la subsistencia de los hombres y mujeres, criaturas suyas. En cambio, la Eucaristía es Dios mismo, que se hace compañero nuestro en el camino a través del tiempo hacia nuestra plenitud.

La Eucaristía va más allá de ser un signo sublime del amor de Dios; es Dios mismo amándonos incondicional y constantemente.

3.- Como el Pan eucarístico es el mismo Dios, quien lo come se convierte en templo vivo de Dios. Y el Señor, que llega a quien le recibe con fe y devoción, al tiempo que se complace en habitar en él, hace de su anfitrión su propio huesped. Así nos lo dice Jesucristo a través de S. Juan: “El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él” (Jn. 6, 56).

Esta recíproca inhabitación, lejos de constituir un lujo de libre elección personal es, por expresa voluntad de Cristo, verdadero condicionante de nuestra propia salvación. Y, por eso es, gratuita y gozosamente para nosotros, el origen y motivo de nuestra herencia feliz en la gloria eterna. Nos lo dice el Señor con estas claras y sencillas palabras que nos causan sorpresa y agrado al mismo tiempo: “Os aseguro que, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn. 6, 53-54).

4.- Los católicos, inmensamente contentos por el regalo de tener a Dios con nosotros, queremos tributarle todo honor, cantar su gloria y pregonar su inmensa grandeza y su amorosa cercanía. Nosotros, sus pobres hijos, débiles y pecadores, no merecemos la atención de Dios. Por eso nos admira su incondicional amor y su exquisita delicadeza hacia nosotros. Por eso cantamos al amor de los amores. Por eso celebramos con toda solemnidad la fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo. Por eso hacemos de la Eucaristía el centro de nuestra vida y el momento privilegiado de nuestro encuentro con el Señor en el Domingo. El Domingo es el día en que celebramos la resurrección de nuestro redentor. Por eso deberíamos hacer nuestra la promesa del profeta que nos llega en el salmo interleccional: “Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos, en medio de todo el pueblo” (Sal. 115, 18).

Queridos hermanos: quien se ofreció públicamente al escarnio y a la muerte sacrificial por nosotros, bien merece que nosotros le sirvamos también públicamente. Pero este servicio en público manifestando nuestro amor a Cristo, como Cristo nos lo manifestó sobre el patíbulo de la Cruz, no puede reducirse a la participación ocasional en la Santa Misa y al acompañamiento del Santísimo Sacramento por las calles de la ciudad en la procesión al terminar esta Misa. El testimonio público de nuestro amor a Dios, muerto por nosotros y presente en la Eucaristía por su infinito amor a los hombres, ha de manifestarse en la coherencia entre la fe que profesamos y la vida que llevamos. Y esta coherencia no puede quedar en la pura intimidad, reducida a las vivencias interiores, como si de un mero afecto sobrenatural se tratara.

La fe del cristiano y el amor a Dios que la Eucaristía posibilita y potencia, nos exige ser testigos en medio del pueblo y defensores de su palabra y de la conducta que nos va señalando. Testimonio que ah de brillar en la familia y en la profesión, en el trabajo y en el descanso, en casa y en la calle, en el templo y en las instituciones públicas; procurando siempre servir al Señor sin querer amoldar el Evangelio a las propias conveniencias. Cada vez abunda más la excusa de la tan manida transigencia y de la no menos errónea modernidad que estancan al hombre en el pobre recinto de su pequeñez y de su probada limitación, impidiéndole el vuelo sublime por los ámbitos de la verdadera libertad verificada en la Verdad de Dios que es la referencia objetiva, auténtica y permanente para alcanzar la plenitud integral, para ser verdaderamente humanos.

La procesión del Corpus debe ser, pues, una proclamación pública de nuestra fe y de nuestra obediencia, por las que sabemos y manifestamos que es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres. Y ello, gracias a la ayuda de Dios mismo.

5.--Acojámonos a la misericordia de Dios manifestada en Cristo nuestro redentor, e invoquemos su tierna compasión, para que su gracia nos ayude a cambiar nuestra vida configurándonos con el Señor que el Camino, la Verdad que nos guía y la Vida que anhelamos.

QUE ASÍ SEA

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