Fiesta de San Juan de Avila

FIESTA DE SAN JUAN DE ÁVILA
ENCUENTRO DE SACERDOTES

Días 8 y 10 de Mayo de 2008 - Guadalupe y Ribera del Fresno

Textos: 2 Tim. 1, 13-14. 2, 1-3. Salmo 22 Jn. 21, 15-17.


Mis queridos sacerdotes:
Me alegro de poder saludaros, cada día con más verdad y desde más puntos de vista, dirigiéndome a vosotros sinceramente como “queridos sacerdotes”. El paso del tiempo y la frecuente relación que vamos teniendo por diferentes motivos y en diversas ocasiones me ayuda a ir uniendo el afecto espontáneo y sincero a ese amor teologal que nos ha de relacionarnos como vínculo de comunión eclesial y ministerial.

Este sentimiento de benevolencia, que tanto me gustaría fuera creciente y sin excepción, da calor de verdadera vivencia personal, en cada uno, al convencimiento de nuestra sacramental fraternidad.

La conciencia de ser hermanos, como cristianos, y además como sacerdotes, constituye una riqueza descubrimos en el estudio, en la reflexión, en la plegaria y en la celebración de los Misterios del Señor. Por eso, yo insisto, a veces con aparente inoportunidad que deseo me perdonéis, en la conveniencia de celebrar juntos la santa Misa en nuestros encuentros arciprestales, y en hablar de nosotros, de nuestra realidad esencial, compartiendo la profunda preocupación por nuestro “ser”, que dará consistencia y acierto a nuestro “hacer” y a nuestro “estar”

En cambio, el sentimiento de afectuosa unión entre nosotros, que debemos procurar y cuidar, ha de cultivarse en la convivencia, en la real cercanía de unos a otros cuando llega el momento necesario y oportuno, en la ayuda mutua estando siempre disponibles para los hermanos, y también, cómo no, en los encuentros festivos procurando y gozando un clima distendido y cordial. Ese es el motivo de que yo valore con verdadero aprecio, no sólo esa dimensión festiva o familiar, que ha de tener su lugar en el espacio de las reuniones arciprestales, generalmente compartiendo la mesa, sino también estos encuentros diocesanos programados con motivo de la Navidad, de la Misa Crismal, y de la fiesta de S. Juan de Ávila. Aunque su periodicidad, prácticamente trimestral, pueda parecer anecdótica e insuficiente, sin embargo tiene la riqueza de potenciar encuentros más allá de los grupos habituales de arciprestazgo, de trabajo, de espiritualidad, o de especial amistad. Estos encuentros abiertos a todos pueden contribuir a dar mayor amplitud a nuestra relación, y a enriquecerla con el sentido diocesano de nuestro presbiterio.

Y como no podemos prescindir de las dimensiones sacramental y humana de nuestra condición sacerdotal, procuramos incluir en estos encuentros, por una parte, la celebración eucarística en la que está nuestro origen y el centro de nuestro ministerio; y, por otra parte, la mesa, que es signo de unión personal en el afecto y en la alegría de compartir ese lugar y ese momento clásicamente familiar.

2.- Reconociendo el valor de los motivos que han de acercarnos y unirnos, cada vez con mayor fuerza y agilidad, y comprendiendo que son gracia del Señor a la que debemos corresponder, es muy oportuna hoy la palabra de Dios diciéndonos a través de la carta de S. Pablo a Timoteo: “guarda este tesoro con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros” (e Tim. 1, 14).

El tesoro es múltiple y abarca desde la gracia de vivir, hasta el don inmenso del sacerdocio de cual brotan los dos motivos últimos de fraternidad a que me vengo refiriendo: la comunión en el ministerio y la cercanía presbiteral de la que puede brotar el afecto. Guardar ese tesoro supone, en primer lugar, el compromiso de poner atención constantemente sobre el gran misterio de nuestra condición sacerdotal; y en segundo lugar, aprovechar la gran oportunidad de enriquecer nuestra relación aprendiendo a mirar al otro con ojos cristianos, con ojos de amor, con la envidiable mirada infantil capaz de admirar la singularidad del hermano. Ello supone principalmente, como también nos dice S. Pablo hoy, sacar fuerzas de la gracia de Cristo Jesús (cf. 2 Tim, 1, 14). Con ellas podemos superar torpezas y limitaciones, egoísmos e inmediateces, inercias emotivas e influencias condicionantes.

La gracia de Dios nos capacita para esa renovación interior, tan precisa y ciertamente deseada por todos nosotros, por la que se purifican los ojos del alma para descubrir la verdad; se orienta la voluntad para amar y buscar el bien; y se dominan los impulsos para saber esperar con paciencia aquello que solo se alcanza mediante la constancia.

El Apóstol nos invita hoy también a”tomar parte en los trabajos como buen soldado de Cristo Jesús” (2 Tim. 2, 3).

Los trabajos que nos han sido asignados han de entenderse mirando a Jesucristo, puesto que de su sacerdocio y ministerio participamos. Trabajos, por tanto, de anuncio, de ayuda, de misericordia y de salvación. Trabajos, en definitiva, de transformación interior que nadie puede alcanzar sin la gracia de Dios. Por eso, nuestros trabajos, tanto mirando a nosotros mismos como a los demás, han de centrarse en la santificación. Santificación que no puede alcanzarse prescindiendo del acercamiento a Dios en Jesucristo, y del compromiso con los hermanos y con las realidades temporales, en la medida le correspondan a cada uno por su condición consagrada o secular.

El acercamiento interior a Dios, consciente y transformador, no puede ser consecuencia de una simple costumbre cultual, o del ejercicio puramente ministerial. Requiere un profundo conocimiento de sí mismo, y una decisión firme y constantemente renovada, atraídos por la grandeza y la bondad de Dios a quien debemos estar escuchando, buscando y ofreciéndonos constantemente.

3.- Tanto en el conocimiento propio como en el constante ofrecimiento de sí mismo al Señor, no podemos andar a solas. Necesitamos la ayuda que el Señor nos depara a través de los demás. Ayuda que no puede reducirse a orientaciones técnicas o simplemente estratégicas, aunque ambas puedan ayudar y, en su momento, sean necesarias.

La ayuda que necesitamos de los hermanos viene propiciada por el mutuo acercamiento, por el conocimiento mutuo, por la confianza recíproca, por el aprovechamiento de cuanto el Señor nos ofrece a través de los demás, antes incluso de que les pidamos consejo, apoyo u otra forma de orientación o acompañamiento solidario. Esa ayuda de los demás nos llega también por todo eso que los hermanos nos ofrecen, incluso inconscientemente, en el curso de la relación que acompaña a la convivencia festiva y a la colaboración pastoral.

4.- Todo ello ha de llevarnos a entusiasmarnos cada vez más con el Sacerdocio con que el Señor nos ha bendecido y para el que nos ha asociado sacramentalmente a sí mismo como pontífice de los bienes supremos y futuros (Cf. Hbr.---). Por eso, sin obsesiones dañinas y sin escrúpulos intolerables, pero con interés y generosidad, con rigor de conciencia y con permanente voluntad de conversión, debemos asumir, como dirigidas a nosotros, las preguntas de Jesús a Pedro: “Simón, hijo de Juan, me amas?” (Jn. 21, 16).

La respuesta de Pedro, aunque no llegó a informar plenamente los momentos de su vida que sucedieron a ese instante, era sincera, profunda y humilde. Necesitaba la gracia del Espíritu Santo para alcanzar el cumplimiento responsable e incondicional. Cumplimiento que culminó con su valiente anuncio de Jesucristo y con la entrega de su vida el martirio por permanecer fiel a Jesucristo.

Cultivar en nosotros el amor verdadero, profundo y sentido a Jesucristo es tarea que ha de empeñarnos en los esfuerzos propios y en la responsabilidad ante los hermanos sacerdotes. Una vida sacerdotal revestida de tibieza es un peligro de grave incoherencia, y un anuncio de insatisfacción personal, de retirada ministerial o de importantes recortes pastorales a causa de las dificultades y del miedo que ocasionan las circunstancias actuales.

5.- Asumamos como recurso personal repetirnos a nosotros mismos en los momentos de debilidad, la expresión del salmo interleccional: “El Señor es mi pastor, nada me falta...Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida” (Sal. 22).

Adoptemos interiormente el compromiso de estar cerca de los hermanos para ser el eco de este salmo, y tener con ellos y para ellos el gesto que encarne perceptiblemente el auxilio de Dios a través de las mediaciones humanas y, especialmente, de quienes compartimos la misma llamada, el mismo compromiso, idéntico ministerio, y el mismo ámbito eclesial para su ejercicio.

Al reunirnos en la conmemoración de S. Juan de Ávila, patrono del Clero español, gran ayuda a los sacerdotes de su tiempo, y orientación de quienes vivimos en años muy posteriores pero que tenemos acceso a sus escritos, pidamos a Dios por su intercesión la gracia de vivir intensamente nuestro sacerdocio, practicar el acercamiento fraternal entre los hermanos presbíteros, y vivir conscientemente nuestra responsabilidad de ayuda mutua entre quienes participamos de la misma vocación para gloria de Dios y salvación de los hombres.
QUE ASÍ SEA.

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