HOMILÍA EN EL DOMINGO DE PASCUA 2008

Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes.

Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

“Este es el día en que actuó el Señor” (Sal. 117).

La actuación del Señor, del Hijo Unigénito del Padre, enviado al mundo para salvar a la humanidad, no es otra que la redención. Y esa gesta sublime, tiene su punto culminante en la Resurrección. Por que si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe, y los que confiábamos en su redención seríamos los más desgraciados de entre los hombres, porque habríamos confiado en un engañoso espejismo, en una promesa sin garantías; y nuestros deseos hubieran quedado en pura quimera. Pero no. Cristo ha resucitado; y con él, todos los que, escuchando su palabra, siguiendo su camino, y llamados por la verdad que nos hace libres, hemos sido liberados de la muerte del pecado y tenemos como promesa cierta la vida que no acaba.

Por eso, porque Cristo ha resucitado, y porque, en consecuencia, ya no somos hijos de la muerte sino de la vida, y no pertenecemos ya a los esclavos del diablo sino que hemos sido constituidos hijos de la luz y miembros de la gran familia de los hijos de Dios, este día en que actuó el Señor ha de ser el día de nuestra alegría y de nuestro gozo, como nos invita a repetir el salmo interleccional. Por este día, y por lo que ocurrió en él, debemos dar gracias al Señor. Él ha descendido a nuestro lado y, con un alarde de humildad, ha cargado con nuestros pecados haciéndose valedor por nosotros, que nada podíamos hacer para librarnos del mal que habíamos contraído.

Bien podemos decir que, por la obra redentora de Cristo, nosotros, sepultados con Él en el Bautismo, hemos resucitado con Él a una vida nueva. Por tanto, liberados de la esclavitud que nos pegaba a la tierra, debemos buscar los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios.

El mayor gozo que podemos encontrar en nuestra vida es, precisamente, el haber sido renovados interiormente; porque la gracia de Dios alienta en nuestra alma como la expresión inequívoca de que la salvación ha actuado en nosotros. Como dice la Secuencia que acabamos de escuchar, el Cordero sin pecado, el que quita los pecados del mundo, ha unido con nueva Alianza a Dios y a los culpables. Misterio de amor y de omnipotencia.

El mayor de los riesgos que tenemos ahora, y que debe preocuparnos muy seriamente, aunque sin agobios ni ansiedades, es nuestra propia miseria humana, por la que nos vemos abocados, muchas veces, a la incoherencia y al pecado, aun a pesar de que el Hijo de Dios ha dado su vida por nosotros y se nos ha propuesto a sí mismo como ejemplo de fidelidad y como camino de hacia la verdad, hacia esa verdad que nos hace libres de la torpeza humana.

Todo esto, sin embargo, no podemos asumirlo plenamente, ni mucho menos predicarlo, como no hayamos compartido con Cristo la cercanía de la intimidad que tiene lugar en la oración, y en la Eucaristía sobre todo. Pedro, en el Sermón que nos transmite hoy la primera lectura, tomada del los Hechos de los apóstoles, deja bien claro que la fuerza de la Resurrección fue experiencia de aquellos que habían comido y bebido con el Señor después de que resucitara.

Ese momento posterior a la resurrección, en el que estamos llamados a intimar con Jesucristo, es el tiempo de la Iglesia, es nuestro tiempo, es el tiempo de nuestro peregrinar y de nuestro ministerio pastoral y apostólico.

Es en este tiempo cuando el Señor nos invita a estar con él,.a compartir su intimidad, a participar en el Banquete del Reino, a comer su Cuerpo y Sangre. Es, para este tiempo, que es el nuestro, para el que el Señor nos ha creado, nos ha elegido, nos ha ungido con la fuerza de su Espíritu, y nos ha enviado para que seamos luz de los pueblos, reflejando la verdad de Dios mediante la transmisión fiel de su palabra y mediante el testimonio de vida que nos manifieste adheridos a Él.

Nosotros somos los que, en estos tiempos recios y en medio de tantas dificultades y contrariedades, hemos recibido el encargo de testimoniar la triunfante resurrección de Jesucristo.

Este lenguaje puede resultar convencional y un tanto ilusorio, si lo consideramos imbuidos de ese lastre de secularismo, de fe a medias, de la vivencia de un cristianismo puramente sociológico que ha calado profundamente en nuestros esquemas de vida, y que vale tan solo para alimentar determinadas prácticas religiosas que, peligrosamente, podemos acostumbrarnos a compatibilizar con una cierta mediocridad interior.

Toda la Cuaresma ha sido una oportunidad para plantearnos en serio la calidad y la profundidad de nuestra fe. Ahora es el momento de verificar nuestro aprovechamiento cuaresmal, y de acudir, si es necesario, a un replanteamiento urgente, iluminados por la palabra de Dios y asistidos por la gracia que el Señor nos brinda en cada momento con su infinita paciencia y misericordia. No perdamos la ocasión.

Este mundo en que vivimos necesita de Dios en la misma medida en que se empeña en prescindir de él. Quizá no ha conocido con meridiana limpieza el rostro sobrecogedor de Cristo, y permanece esclavo de prejuicios y sometido a sus condicionantes decepciones. A nosotros corresponde asumir el deber apostólico de proclamar clara, valiente e íntegramente, lo que hemos visto y oído, lo que el Señor nos ha comunicado en el seno de la Iglesia, donde se muestra y se da a quienes le buscan con sincero corazón.

Dispongámonos a ello, sabiendo que es el Señor quien ha dicho: “a quien me confesare delante de los hombres, yo le confesaré delante del Padre que está en el cielo” (cf.----).

Unámonos en la oración, de la mano de la Santísima Virgen, Madre nuestra y maestra en la fe, invocando al Señor, por intercesión de su Madre santísima, la gracia de ser coherente con la fe que hemos recibido, y con los propósitos cuaresmales que hemos hecho.

QUE ASÍ SEA

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