HOMILÍA EN EL DOMINGO Vº DE CUARESMA

Ciclo A. Domingo 9 de Marzo de 2008


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y Diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

¡Qué bonito final de la Cuaresma si pudiéramos terminarla constituyendo en motivo de oración permanente y en objetivo primordial de nuestro proyecto de vida en adelante vivir siempre de aquel mismo amor que movió a Jesucristo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo.

Vivir del mismo amor que movió a Jesucristo es vivir del amor a la verdad, poniéndola por encima de toda otra querencia.

Vivir del mismo amor de Jesucristo, es hacer de nuestra vida una permanente y gozosa obediencia a Dios aún a costa de los propios intereses, aparentemente legítimos, que brotan de nuestra iniciativa y de las corrientes sociales.

Vivir del mismo amor que movió a Jesucristo lleva consigo orientar nuestra
existencia entera al servicio de los demás como consecuencia primera del servicio a Dios que es nuestro creador, nuestro Señor y nuestro redentor.

Vivir del mismo amor que movió a Jesucristo es constituir en fin último de todo nuestro pensamiento, de nuestra condición cristiana, y de nuestra acción vocacional manifestar al mundo el rostro de Jesucristo a quienes no le conocen, y hacer que su resplandor ilumine evangélicamente el alma de las personas y el orden temporal en que el Señor nos ha puesto.

Realizar todo esto requiere que el Señor obre en nosotros el milagro de la resurrección, de la apertura a una vida nueva que él mismo ganó para nosotros en la Pascua. Conseguir todo esto requiere que el Señor nos renueve interiormente haciéndonos participar de la condición del hombre nuevo concediéndonos participar de su misma vida. Esto es lo que nos dice hoy la palabra de Dios a través del profeta Ezequiel: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros...; y cuando os saque de vuestros sepulcros,...sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu y viviréis” (Ezq. 37, 13-14).

Nuestra plegaria, que es condición imprescindible para manifestar a Dios nuestro anhelo de renovación interior y profunda, debe ser la que hoy pone la Iglesia en nuestros labios con el Salmo interleccional: “Desde lo hondo a ti grito, Señor; estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica” (Sal. 129).

¿Cuál debe ser nuestra súplica desde la profundidad de nuestro espíritu? Sencillamente la que nos propone S. Pablo en la carta a los Romanos que ha sido proclamada en la segunda lectura: no vivir de la carne, de lo terreno, de lo inmediato, de lo mundano, sino del espíritu, porque en nuestro espíritu habita el Espíritu de Dios desde el Bautismo. “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rom. 8, 11).

En definitiva, pidiendo sinceramente al Señor que nos llene con la fuerza de su Espíritu, suplicamos a Dios que nos abra el camino de la vida, sacándonos de la enfermedad y de la muerte del pecado. Y esto significa que pedimos a Dios ser liberados de las ataduras de nuestra concupiscencia, que nos someten a la tierra, y gozar de la fuerza del Espíritu que nos lleva a reconocer a Dios como Padre y a gozar de la alegría de ser amados por Dios hasta el extremo. Con ello se abre ante nosotros un horizonte grande, nuevo, inagotable y atractivo que nos capacita para volcar todo cuanto somos y tenemos en el cumplimiento del plan de Dios sobre cada uno, hasta poder decir como S. Pablo: “Vivo, mas no yo; es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20).

La imagen de la resurrección que Cristo opera en nosotros por su Espíritu, gracias a los méritos de su redención, llega a nosotros, de un modo especial, en el Evangelio de hoy que nos habla de la resurrección de Lázaro, amigo entrañable de Jesús, junto a sus hermanas Marta y María.

La enfermedad de Lázaro, de la que Jesucristo dice que no terminará en la muerte, significa nuestra actitud tibia, distante e incluso momentáneamente contraria a la voluntad de Dios. Es tan grande la paciencia y el amor de Dios manifestado en Jesucristo, que no dejará de buscarnos para lograr nuestra conversión y, con ella, dar gloria a Dios.

“Estoy a tu puerta y llamo”, nos dice el Señor a través de S. Juan en el Apocalipsis (----). Y tenemos experiencia de ello a poco que recordemos la cantidad de llamadas, de pacientes correcciones, de gracias recibidas en momentos de especial oscuridad, de buenos ejemplos que han logrado captar nuestra atención haciéndonos sentir el deseo de seguir al Señor, etc.
La misericordia del Señor, que obra cerca de nosotros invitándonos insistentemente al arrepentimiento y a la confesión de nuestras faltas y pecados, es una muestra más de que Dios no quiere que la enfermedad o la muerte producida en nosotros por el pecado sea definitiva. “Yo no quiero la muerte del pecador –nos dirá Jesús- sino que se convierta y viva” (---). El Señor quiere que, por la fuerza del amor de Dios, se enternezca nuestro corazón y se vuelva hacia el Padre. Entonces Él se volcará una vez más en nosotros haciendo resplandecer la gloria del Dios que ha venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia (cf---).

El Señor se nos ofrece y toma la iniciativa en nuestra renovación interior. Toma la iniciativa a través de la Iglesia que nos convoca a replantearnos el estilo de nuestra vida cada vez que abre para nosotros un tiempo de escucha de la palabra de Dios, un tiempo de reflexión, un tiempo de oración y de penitencia como son, sobre todo, el de Adviento y el de Cuaresma. Por eso, nos dice hoy, a través del Evangelista Juan: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn. 11, 25-26).

Estas palabras de Jesucristo son una inyección de esperanza para quienes andamos por el desierto de este mundo mezclando los buenos deseos con las acciones pobres y, a veces, incluso mezquinas. Estas palabras de Jesucristo nos recuerdan aquellas otras que han de ser el fundamento de nuestra confianza en el éxito de nuestra andadura por el camino de la virtud, frente a tantas adversidades y dificultades, y a pesar de tantas debilidades nuestras: “No temáis, hijitos míos, yo he vencido al mundo” (----). Palabras estas que nos recuerdan aquellas otras, no menos consoladoras, y que deben ayudarnos a levantar la mirada más allá de los condicionantes mundanos, y a confiar en la providencia divina en la que se apoya nuestro esfuerzo:”No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino” (Lc. 12, 32).

El llanto de Jesucristo ante la muerte de Lázaro, no solamente es un canto evangélico a la amistad, sino también una muestra del amor del Señor a sus hermanos los hombres por quienes dio su vida. No en vano Jesús lloró sobre Jerusalén, lamentando que, a pesar de los esfuerzos realizados por congregar al pueblo de Dios como la gallina reúne a sus polluelos, ellos no había querido. A Dios le importamos, y por eso le duelen nuestros desvíos y desvaríos. Ese es el motivo de los misterios que celebramos en la Semana Santa.

Preparémonos para participar en la Sagrada Eucaristía, sacramento del Sacrificio de nuestra redención, pidiendo al Señor la gracia de percibir y reconocer el amor de Dios a nosotros. Supliquémosle impetrando la ayuda que necesitamos para superar nuestras contradicciones, de modo que, por encima de todo, lleguemos a confiar en el Señor, uniéndonos a su pasión y muerte penitencial, y poder luego llegar al gozo eterno de su resurrección.

Vosotros, queridos jóvenes que hoy solicitáis ser admitidos como candidatos a la sagradas Órdenes del Diaconado y del Presbiterado, al ser admitidos iniciáis un camino de especial preparación para ser ministros de la conversión, testigos del amor de Dios, mensajeros de la salvación y ejemplo de fidelidad al Señor que os ha llamado junto a sí como signos eficientes de su sacerdocio redentor.

Al poner vuestra ilusión y vuestra confianza en la Iglesia, a la que pedís el don del ministerio sagrado, debéis poner en ella, también, vuestra mirada, vuestra atención y vuestra disponibilidad para conocer cada día mejor el rostro de Jesucristo que debéis enseñar a la gente, para vivir cada día con más intensidad la comunión que ha de unir progresivamente a los miembros del Cuerpo místico de Cristo, para crecer en el celo apostólico y orientar vuestra vida íntegramente al ministerio que esperáis recibir, y para descubrir en la pobreza de espíritu que comporta la obediencial, esa riqueza que solo se encuentra en el amor pleno que lleva a la disponibilidad total.

Es paso que dais hoy debe ser un signo de los que tendréis que dar cada día en adelante, puesto que si pedís a la Iglesia la gracia de ser admitidos a los ministerios sagrados, debéis asumir la condición de hijos fieles de la Iglesia dispuestos a servir al Señor en ella con fidelidad y generosa dedicación a lo que cada día os encomiende.

Pedid, pues al Señor, que ilumine vuestra inteligencia, fortalezca vuestra voluntad, acreciente vuestro amor a Dios, y os ayude a desarrollar el amor al prójimo al que debéis de servir para gloria de Dios y salvación del mundo.

QUE ASÍ SEA.

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