HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO 2008

Día 21 de Marzo


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

1.- Quizá sorprenda que yo considere la celebración del Viernes Santo, centrada en la muerte y sepultura del Señor, como la celebración de la esperanza. Esperanza que, como atraviesa y supera la muerte, será la esperanza más realista, la esperanza verdaderamente teologal, la esperanza auténticamente cristiana.

¿Por qué hago referencia a la esperanza?

El motivo principal está enunciado en la primera lectura. El profeta Isaías, se refiere al Mesías que había de venir, y dice que “muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano”.Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres.” (Is. 52, 14. 53, 2)

El profeta nos da la razón de semejante lástima, diciéndonos: “él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores... Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron...El Señor cargó sobre él nuestros crímenes” (Is. 53, 4-6).

2.- Nada más contrario a la esperanza que esa descripción de Jesucristo como varón de dolores, a quien arrancaron de la tierra de los vivos, hiriéndole por los pecados del pueblo (cf. Is. 53, 8), si todo terminara siendo sepultado entre los malhechores, porque había muerto con los malvados (cf. Is. 53, 9). Pero el Profeta, mirando al futuro, contemplando el verdadero final de este luctuoso y estremecedor acontecimiento, añade: “Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años...mi siervo justificará a muchos cargando con los crímenes de ellos” (Is. 53, 10-11). En consecuencia, el profeta nos anuncia el final feliz de esta tragedia y el mérito redentor de su pasión y muerte. Por eso nos dice, transmitiéndonos la revelación de Dios: “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is. 52, 13). He aquí la manifestación más clara de Cristo como el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, como dijo de él Juan Bautista (cf.---)..

En resumen: Cristo cargó con nuestros pecados para liberarnos de ellos y resolver los males que con ellos habíamos contraído: “tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores” (Is. 53, 12).

Esta es la realidad profunda de la pasión y muerte de Cristo que hoy celebramos litúrgicamente. La muerte física de Cristo manifiesta la muerte espiritual que nos correspondía a causa del pecado. Muerte espiritual que consiste en quedar marginados de Dios para siempre, sin dejar de estar configurados, por creación, para vivir eternamente después del tránsito de esta vida terrena a la vida eterna. La peor infelicidad era nuestra herencia. Pero el amor infinito de Dios no quiso cerrar en ella nuestra suerte, y decidió resolver por sí mismo lo que estaba fuera de nuestro alcance.

Pero Jesucristo resucitó, después de haber muerto por nosotros. Con lo cual, manifestó la eficacia de su pasión y muerte. Nuestra suerte dejó de ser, por ello, irreparable e irreversible. A partir de la redención de Cristo morimos porque es incuestionable un final de nuestro paso por la historia, dada nuestra contingencia unida a la ley del desgaste de nuestra corporeidad material. Por tanto, si vivimos unidos a Cristo, la muerte física deja de ir unida a la muerte espiritual derivada del pecado grave que pueda cometer cada persona.

3.- En el Bautismo fuimos configurados con Cristo, participando en su muerte al ser sepultados en las aguas bautismales. A partir de ese momento, estamos llamados a resucitar también con Cristo. Resurrección que nos llega, después del Bautismo, y durante la vida en la tierra, cada vez que recibimos el Sacramento de la Penitencia después de haber pecado gravemente. Por esta resurrección, pasamos de ser enemigos de Dios, a ser criaturas nuevas para quienes el Señor tiene reservado un lugar junto a sí en el cielo, como lo tenía programado para todos nosotros desde la creación y antes del pecado de Adán y Eva.

He aquí cómo el Viernes Santo, día de luto por la conmemoración de la Muerte de Cristo, y día de penitencia por la consideración de lo que significa para nosotros el pecado, es también día de esperanza porque el Señor ha salido fiador nuestro. Ahora podemos decir con voz segura y con plena adhesión al Señor, que nos ha llevado a la victoria: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria; donde está, oh muerte, tu aguijón”(1 Cor. 15, 55).

El Viernes Santo nos abre a la esperanza más realista, porque esa esperanza no está fundada en nuestros buenos propósitos, ni en pronósticos fruto de estrategias humas, sino en la obra de Dios llevada a cabo por Jesucristo. “Si Cristo ha resucitado, busquemos las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecha del Padre” (---).

Para que esta esperanza, que en principio nos abre el corazón al optimismo, llegue a ser plenamente operativa en nosotros, es necesario que nos unamos voluntariamente a la trayectoria de Cristo. Trayectoria que tiene su punto central en la obediencia a Dios, y que lleva consigo, porque es oposición al pecado, el sufrimiento y la muerte. No olvidemos que el pecado es fruto de la satisfacción de nuestras tendencias al margen de Dios. En el pecado se busca la propia satisfacción, Vencer el pecado lleva consigo, pues, dolor y sacrificio. Pero la íntima vinculación entre la resurrección que nos espera y el sufrimiento que nos aguarda por nuestra condición de criaturas, además de dar sentido al dolor, a la muerte y a la obediencia a Dios, es la raíz de nuestra esperanza y el mensaje más claro del amor infinito e incondicional de Dios a la humanidad.

4.- No está de más una a aplicación de estas reflexiones a la vida de la Iglesia en las circunstancias que atraviesa por su dimensión humana. Sin magnificar la situación persecutoria que sufre la Iglesia hoy, como en todos los tiempos, aunque de forma distinta según lugares y momentos, podemos decir que, en esta misma situación están presentes los motivos de esperanza. Es Cristo mismo quien ha dicho: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del abismo no la hará perecer” (Mt. 16, 18).

Es muy fácil que, abrumados por las dificultades brote la tentación de un cierto pesimismo que puede prolongarse hasta desconfiar de la fuerza purificadora y esperanzadora de estos trances.
La muerte de Cristo y la mortificación de la Iglesia a causa de los trances difíciles son una puerta abierta a la renovación eclesial. La Iglesia, participando de la muerte de Cristo, mata sus propias imperfecciones debidas a la debilidad humana, y se abre a mayor fecundidad apostólica y pastoral.

Ya vemos cómo el mensaje del Viernes Santo arroja una fuerte luz sobre el presente nuestro y de la Iglesia, y nos despierta a la esperanza que permite mirar al futuro con ilusión.

QUE ASÍ SEA

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