HOMILÍA EN EL DOMINGO IVº DE CUARESMA

Ciclo A, Día 2 de Marzo de 2008-02-24

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

Ya hemos mediado la Cuaresma. El tiempo pasa irremisiblemente. Su indiscutible rapidez puede hacernos sucumbir a la prisa; y ésta puede traicionarnos inclinándonos a poner la atención en lo urgente, con peligro de abandonar lo verdaderamente importante. Y todo ello, debido a que la mirada y la atención humanas quedan prendidas fácilmente en lo sensible, en lo anecdótico, en lo que impresiona de momento con más fuerza nuestros sentidos o nuestros sentimientos, y no llega a penetrar en lo profundo, en lo que está en la raíz de los acontecimientos, y en lo que constituye la motivación oculta de nuestras acciones. Por este camino difícilmente podemos descubrir la razón última de cuanto acontece. En consecuencia y en primer lugar, no alcanzaremos a entender el sentido de cuanto ocurre en nuestra vida. ¿Cómo, pues, vamos a afrontarlo con ilusión, con dignidad y con esperanza?. En segundo lugar, si no calamos en el fondo de las cosas y de los hechos de los que nosotros mismos somos protagonistas, no será fácil que podamos conocer y evaluar nuestras intenciones y los motivos por los que, de verdad, hacemos esto o lo otro. ¿Cómo, pues, podremos lograr las conversión de nuestras motivaciones, de nuestras intenciones, de nuestros procedimientos y estilos de obrar, que constituye el objetivo de la Cuaresma?

Estamos llamados a vivir según Dios y, en cambio, por nuestra debilidad estamos muy inclinados a vivir según nuestros intereses, llegando incluso a engañarnos a nosotros mismos por confundir nuestras perspectivas, nuestra forma de ver las cosas, con la perspectiva de Dios, con la voluntad de Dios.

Necesitamos una mirada más profunda y contemplativa, más penetrante y espiritual, más limpia y sobrenatural. Sólo desde ella podremos llegar a conocernos verdaderamente. Saber quien somos, de donde venimos, cuales son nuestras capacidades, y a donde vamos, es fundamental para concluir cual es nuestra vocación. Y solo conociéndola podremos recorrer el camino señalado por Dios para orientarnos a nuestra personal plenitud. De otros modo, nos arriesgamos a perder el tiempo llevando nuestra vida por derroteros que nada tiene que ver con lo que nos corresponde y con lo que, de verdad, nos conviene, con lo que Dios quiere de nosotros.

¿Cómo alcanzar el conocimiento de nosotros mismos y de cuanto necesitamos para convertir nuestra vida en una vida según Dios? En principio, tenderemos que pensar. Pero es necesario, también, orar, ponernos ante el Señor en actitud de escucha, adorándole con agradecimiento por su infinita bondad y misericordia, y suplicando nos conceda la luz necesaria para ver más allá de lo inmediato, de lo sensible, de lo tangible, de lo supuestamente satisfactorio a nuestros gustos e intereses.

Contra esta forma de proceder actúan constantemente las prisas del activismo que domina el ambiente, el miedo a ser condicionado por creencias que no tienen una verificación racional, y la presión omnímoda que pueden ejercer sobre nosotros las ideologías, las formas generalizadas de entender la vida desde categorías de bienestar, y tantas otras influencias ambientales. Al final de todo, resulta que huyendo de posibles manipulaciones o condicionantes que se dice que llegan de la fe en Dios, de la aceptación de su palabra tal como nos la enseña la Iglesia, y de la moral que debería orientar nuestra intenciones y comportamientos, terminamos sucumbiendo a una verdadera manipulación a manos de influencias humanas que no parten de la Verdad, ni la tienen como referencia válida. Esas influencias puramente humanas, no pueden tener como referencia la verdad, porque la Verdad es Dios y se manifiesta en Jesucristo. A él llegamos, en principio, por la fe; y luego, intimando con Él mediante la oración y los sacramentos.

De todo esto nos habla hoy la palabra del Señor diciéndonos en la primera lectura: “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón” (1 Sam. 16, 7).

Las conclusiones que de ello se derivan son tan llamativas como ciertas. La primera de ellas es que cuando el hombre se aparta de Dios, cuando le vuelve la espalda, cuando hace oídos sordos a su palabra, cuando abandona la relación personal con Él, en lugar de crecer en la debida autonomía y en la auténtica libertad, lo que consigue es retroceder en su capacidad de crecimiento de acuerdo con lo que es, con su origen y con su fin último. Pronto o tarde termina labrando su propia destrucción.

De ello tenemos abundantes muestras en nuestra experiencia. Una de ellas es el desequilibrio que se produce entre el progreso científico y el humanístico, entre el poder humano sobre la naturaleza y la impotencia ante sí mismo. Por este camino podrá el hombre dominar cada vez más aspectos o fuerzas del mundo material, pero será cada vez más incapaz de dominarse a sí mismo. De hecho, la técnica y las comodidades humanas crecen sin interrupción. Y, al mismo tiempo, crece la inseguridad ciudadana, las guerras, el terrorismo, la pobreza de muchos pueblos y personas, etc.

De espaldas a la verdad de Dios, damos también la espalda a nuestra más profunda realidad, y terminamos descontrolados por nosotros mismos, perdemos el dominio de sí y la capacidad de ser verdaderos dueños de nuestras acciones. La consecuencia inevitable será esa carrera desenfrenada en busca de la libertad y de la felicidad Y siempre, por más que corramos, quedarán tan lejos como la línea del horizonte que parece alejarse al tiempo que avanzamos hacia ella.

Sólo la Verdad nos hará libres. Sólo se alcanza la felicidad en el amor limpio y trascendente, que también es Dios y que sólo Él puede regalarnos. Amor que viviremos y acrecentaremos en todas sus dimensiones vivificadoras en tanto estemos unidos a la raíz y fundamento del amor, que es Dios.

La misma palabra de Dios nos da la solución a este problema, para que lleguemos al final de la cuaresma habiendo orientado acertadamente nuestra conversión. Nos dice a través de S. Pablo:“Caminad como hijos de la luz, (toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz) buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien poniéndolas en evidencia” (Ef. 5, 8-9). La Luz es Cristo. “Yo soy la luz del mundo, dice Jesús. Quien me sigue no anda en tinieblas” (Jn. 8, 12). Por eso insiste el Señor: “Quien esté agobiado, que venga a mí, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (----)
Efectivamente, el yugo del Señor nos une a la verdad y, por ella, a al amor y a la vida, a la libertad y, finalmente a la felicidad. ¡Qué poco de esto saben quienes quieren encerrar a Dios en los cuarteles de la privacidad o del olvido acusándole de recortar la libertad del hombre y de llevarle a creencias que reducen su plena autonomía. Quienes así piensan y actúan dan coces contra el aguijón, como dijo el Señor a Pablo cuando andaba decidido a suprimir la imagen de Cristo y a encarcelar a sus seguidores (cf. Hch.26, 14).

Frente a todo ello, la experiencia religiosa del Pueblo de Dios, que la Iglesia, nos invita a exclamar una y otra vez, con profundo convencimiento de fe y con gran satisfacción: “El Señor es mi pastor, nada me falta...Me guía por el sendereo justo” (Sal. 22).

Llegar a aceptar esto requiere de nosotros un abandono inicial en manos del Señor para gozar de la sublime experiencia de Dios. Es Él mismo quien nos dice: “Sin mí no podéis hacer nada” (---). Sólo por ese camino podemos lograr el equilibrio interior, la paz del alma y la felicidad verdadera y permanente que anhelamos. De otro modo, como nos dice el Evangelio de hoy refiriéndose a los fariseos frente al ciego de nacimiento que curó el Señor, seremos capaces de llamar empecatado al que se ha abandonado, con verdadera fe y generosa decisión, en manos del mismo Dios, pidiéndole luz para ver y fuerza para vivir.

Nuestra actitud debe ser, tanto referente a nosotros como a quienes observamos desviados y hasta desviadores, pedir al Señor que abra nuestros ojos a la luz de la verdad para que podamos caminar por la senda del bien y crezcan nuestra vida y la sociedad en equilibrio, en sensatez, en sentido trascendente, en ilusión, en fraternidad y en esperanza.

Acerquémonos humildemente a recibir al Señor en la Eucaristía para que, entrando en nosotros, abra las puertas de nuestro corazón a la luz de su misterio y a la vida que desea regalarnos.

QUE ASÍ SEA

No hay comentarios: