HOMILÍA EN EL DOMINGO III DE CUARESMA

CICLO A
Día 24 de febrero de 2008

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, y diácono asistente,
Hermanas y hermanos todos, religiosas y seglares:

Con frecuencia repetimos que la Iglesia es Madre y Maestra. Y constantemente percibimos muestras de ello porque acude a nuestras preguntas y a nuestras necesidades. Hoy nos encontramos con una especial muestra de ello.

Nosotros caminamos a través de los días de nuestra vida hacia la plenitud, hacia la realización plena de nuestra condición de hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza. En el camino encontramos dificultades, sentimos el cansancio, chocamos con circunstancias adversas que nos tientan con la duda de si tendrá sentido o futuro lo que nos ocurre y los pasos que estamos dando, o si todo será una simple quimera. Puede, incluso, que los obstáculos encontrados hasta ahora en el camino lleguen a hacernos dudar acerca de si Dios vela por nosotros, y si su providencia actúa a favor nuestro. Esta misma tentación experimentaron los israelitas en la dura peregrinación por el desierto hacia la tierra prometida. Entonces, “el pueblo, torturado por la sed murmuró contra Moisés: ¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?” (Ex 17, 3)

En esa situación, también nosotros necesitamos la luz, la ayuda, el consuelo y el estímulo que nos mantengan en la esperanza, y que sostengan nuestro ánimo para permanecer constantes en el esfuerzo por alcanzar la meta a la que hemos sido convocados y orientados. Lo primero que nos ofrece Dios es una muestra de que todo ese malestar, toda esa falta de confianza, todo ese miedo y las sospechas que lo motivan brotan de una falta de fe, o a causa de la debilidad de nuestra fe.

Esto fue verdad en lo que se refiere a la desconfianza del Pueblo de Israel, porque ya habían visto grandes signos de Dios a favor de su pueblo. Podían recordar las plagas de Egipto por las que el Faraón, llegó a temer por la vida de su pueblo y terminó dejándole marchar, como pedía Moisés a favor de la liberación de todos.

Nosotros hemos recibido mayores pruebas. Además de todo cuanto el Señor nos ha regalado como dones para salvar nuestra debilidad, cuales son la palabra de Dios, los sacramentos, la intercesión de los santos y la oración constante de la Iglesia nuestra Madre, hay algo que debe abrir nuestro ánimo a una confianza inquebrantable en Dios. No podemos olvidar que “tanto amó Dios al mundo, que le envió a su Hijo Jesucristo como propiciación por nuestros pecados” ( 1Jn 4, 10). De ello nos hace memoria la palabra de Dios, también hoy, manifestándonos, a través de S. Pablo en la segunda lectura, el grado y el estilo del amor que Dios nos tiene. Dice el Apóstol: “En efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad apenas habrá quien muera por un justo;… mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 6-8).

Con esta enseñanza, la Iglesia sale al paso de las dificultades que podemos encontrar en una verdadera conversión, en la que debemos empeñarnos durante la Cuaresma. Por eso la Iglesia nos invita a repetir hoy en el salmo interleccional “Escucharemos tu voz, Señor” (Sal 94). No podemos menos que escuchar con verdadera atención la palabra de Dios, porque en ella está la luz para nuestras oscuridades, la respuesta a nuestros interrogantes, la promesa del Señor “yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20), y el horizonte de vida que abre nuestro corazón a la esperanza. “La esperanza no defrauda, nos dice S. Pablo, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5).

El segundo motivo de esperanza que nos ofrece la Iglesia en este Domingo tercero de Cuaresma, como la mejor ayuda para los momentos de mayor debilidad, de más densa oscuridad, y de más fuertes tentaciones contra la confianza en Dios, nos llega a través de la proclamación del Santo Evangelio en la celebración que nos reúne. El encuentro de Cristo con la Samaritana es una preciosa muestra de que Dios nos busca, de que no hace depender nuestra salvación exclusivamente de nuestra iniciativa, ni de nuestras escasas fuerzas, ni de la torpeza que tantas veces nos invade impidiéndonos reconocer al Señor, valorar y aprovechar gracia, y observar su providencia que se manifiestan constantemente a nuestro alrededor.

Frente a la ceguera de la samaritana, Cristo hace brillar la luz de su amor y el resplandor de su mensaje. Frente a las explicables preocupaciones materiales de los discípulos, el Señor manifiesta que la ayuda principal para nuestra debilidad, que el alimento más nutritivo para nuestra naturaleza propensa al cansancio y al sueño, es el adherirnos a Jesucristo, intimar con Él, compartir su amor, y seguirle en el camino que ha recorrido y que nos enseña a través de la Iglesia. Por eso dice a sus discípulos, inquietos por el necesario alimentos del cuerpo y sorprendidos de que Jesucristo no hubiera comido a causa de la conversación con la samaritana y no manifestara queja de hambre: “mi alimento es hacer la voluntad del que me envió, y llevar a término su obra” (Jn 4, 34).

La respuesta de Jesús a sus discípulos nos da a entender que la ayuda que necesitamos, que la fortaleza de ánimo que nos falta, que la energía espiritual y la esperanza que flaquea muchas veces en nosotros, se resuelven precisamente en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Esto es: no se trata de buscar ayudas previas que nos hagan sentir como posible, y nos ayuden a cumplir luego la voluntad del Señor, sino que todas esas ayudas se alcanza precisamente en el proceso del seguimiento del Señor. En verdad, llevar a término la voluntad de Dios es la mejor forma de estar unido a él, que es la fuente de cuanto necesitamos; y, por consiguiente, en esa cercanía encontramos la mejor forma de llenarnos del agua viva que él nos trae.

Queridos hermanos: revisemos en esta Cuaresma nuestra decisión de seguir al Señor, y nuestro deseo de vivir unidos a Él. La santa Madre Iglesia nos ofrece la palabra de Dios y la Eucaristía como el mejor alimento y la fuente de toda energía espiritual para que no desfallezcamos en el camino de la vida, y para que no nos turben las oscuridades de este mundo. Escuchemos, pues, con especial atención en la Cuaresma la palabra del Señor, y acerquémonos con fe y esperanza al Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo, manjar de ángeles, y alimento nuestro, como peregrinos que orientamos nuestros pasos hacia el Señor, origen y fin de nuestra existencia, y fuente de sentido de nuestra vida.

QUE ASÍ SEA.

No hay comentarios: