HOMILÍA EN EL DOMINGO 1º DE CUARESMA

Ciclo A,
10 de Febrero de 2008

Queridos hermanos sacerdotes y diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas que celebráis hoy vuestro encuentro anual con motivo del día dedicado a la Vida Consagrada,

Queridos fieles cristianos seglares, que acudís a esta Celebración episcopal desde diferentes parroquias como signo de la unidad diocesana que da asentido a todas las demás comunidades cristianas:


En este primer domingo de Cuaresma, cuando somos convocados por el Señor a la conversión de actitudes y comportamientos, la Santa Madre Iglesia pone ante nosotros la primera página de la historia de la humanidad. En ella se nos manifiesta la tremenda contradicción entre la bondad amorosa de Dios y la vana pretensión del hombre que parece inspirada en la más radical ignorancia. En efecto: Dios crea al hombre exclusivamente por amor y lo convierte en el objeto preferente de todas sus atenciones; lo crea a su imagen y semejanza; lo constituye rey de la creación poniendo a su servicio toda la naturaleza; le dota de libertad para que tome decisiones sobre su vida y sobre su entorno; podía decidir incluso a favor o en contra de Dios su Padre y creador; le eleva al orden sobrenatural para que pueda mantener una relación fluida y permanente con su Dios y creador, que se le ofrece como verdadero amigo; le sitúa en el Jardín de Edén, signo del equilibrio entre todas las fuerzas de la naturaleza y entre todas las dimensiones y cualidades con que Dios había dotado al hombre y a la mujer en el acto de la creación. A cambio de todo ello le pide solamente la más elemental correspondencia que compete a la criatura ante el creador: amor y obediencia. Todo el mundo puede entender que, si todo lo había recibido del Señor, era lógico que viera en él a su dueño, en cuyas manos estaba conducirle hacia la plenitud, y ofrecerle el goce de la felicidad plena. El hombre, pues, debía permanecer vinculado a Dios.

Pues bien: el hombre, cegado por lo que ya a simple vista se adivina como imposible, llega a sospechar que puede igualarse a su Creador, y que en la independencia total y en su más radical autodeterminación, iba a encontrar sin más la plenitud y la felicidad por las que se sentía atraído.

Como era lógico, Adán y Eva se equivocaron; y llegaron a experimentar el sinsabor del pecado, significado en la expulsión del paraíso, y en la tragedia de una vida alejada de Dios. Al fin y al cabo, el hombre había roto los lazos que le unían a su Señor. En esas condiciones, el trabajo produce dolor y cansancio, la vida comienza con llanto y sufrimiento, las relaciones personales quedan al albur de las pasiones, el encuentro con Dios pierde el encanto del amor espontáneo y queda dificultado por la barrera del misterio. La vida del hombre, desde el momento en que Adán y Eva cometen el primer pecado, se desarrollará fuera del Jardín de Edén, en el desierto de una naturaleza adversa, con una permanente exigencia de esfuerzo en todos los aspectos de la vida, sumida en un mar de inseguridades que ocasionan miedo, desconfianza, duda, y cansancio.

Una vez más, la palabra de Dios nos presenta el pecado como la causa de la más profunda deshumanización del hombre. Por el pecado el hombre y la mujer pasan de ser los reyes de la creación, a ser criaturas expuestas a la esclavitud de sí mismos e incluso a ser víctimas de la naturaleza que debían regir. De la íntima y gozosa amistad con Dios, pasan a sentirse vigilados, juzgados y condenados por Él. La primera reacción de Adán y Eva, al sentirse llamados por Dios después del pecado, fue esconderse por vergüenza y por miedo. En verdad, el pecado cambia ante nosotros la imagen de Dios y nos lo hace sentir como juez implacable, sin consideración y sin amor. En cambio, si volvemos la mirada limpia hacia Él, habiéndonos librado del pecado, podemos reconocerle como nuestro Señor, con entrañas de misericordia y con una paciencia infinita, entregado por nosotros hasta ofrecer su misma vida como rescate redentor.

De todo ello, podemos concluir que el camino del hombre es el que nos lleva hacia Dios; y que el camino que nos distancia de Dios nos lleva hacia la desorientación, hacia el fracaso y hacia la infelicidad. Por eso es muy importante que reflexionemos, especialmente durante el tiempo de Cuaresma, acerca de la realidad profunda de nuestra existencia, de nuestra identidad y de nuestra orientación fundamental.

Somos de Dios y en Dios está nuestra plenitud y felicidad. Somos amados de Dios, y lejos de Dios experimentamos el crudo sufrimiento de la más radical soledad que nada ni nadie puede llenar del todo y satisfactoriamente. Somos de Dios y acercándonos a Dios podemos experimentar el buen sabor de una vida fundada en el amor, sostenida por el amor, estimulada por el amor y disfrutada en la correspondencia generosa y agradecida al amor de Dios que envuelve nuestra existencia haciéndola posible y esperanzada. Es necesario, pues, que renovemos en lo profundo de nuestro corazón la voluntad de conversión a Dios, invocando su misericordia y suplicando con el salmo interleccional:”por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (Sal. 50). Esa es la tarea principal del cristiano en la Cuaresma.

Podríamos decir que la verdadera conversión es imposible desde el desconocimiento de Dios, porque faltaría el estímulo fundamental que nace de la conciencia de que somos de Dios, de que a Dios hemos sido orientados desde la creación, y de que en el acercamiento a Dios no hay contradicción, ni recorte de nuestra dignidad y libertad, ni enajenación alguna; por el contrario, en poniendo nuestra plena confianza en Dios logramos el equilibrio personal, la serena felicidad interior, la esperanza bien fundada, la fuente de toda fuerza, y el apoyo para nuestra fidelidad.

Desde esta consideración ya podemos entender el Santo Evangelio que nos habla de las tentaciones, de su inevitable inserción en nuestra vida, y de la forma de vencerlas con algo más que con un simple esfuerzo de la voluntad. La tentación se vence cuando creemos verdaderamente que el diablo miente sobre lo que promete, que promete al margen de Dios, y que destruye el sentido de la vida que está en nuestra esencial relación con el Señor de quien venimos y hacia el que vamos. Como dice S. Pablo, “en Él vivimos, nos movemos y existimos” (----).

El signo más elocuente del retorno a Dios, de la conversión, está precisamente en la consagración de la propia vida exclusivamente a Dios. Consagración que se nos ofrece de muy diversas formas, según la vocación de Dios a cada uno.

Por eso nuestra vida cristiana nace con el Bautismo. Por este sacramento toda nuestra existencia se vincula al Señor configurándonos con Él en su muerte y resurrección, que es la expresión máxima de la consagración de Cristo al Padre.

Por eso también, la unión del hombre con la mujer en el amor, que significa la unión de Cristo con su Iglesia en orden a la transmisión de la vida, se abre sacramentalmente a la voluntad del Señor para la formación y educación de la prole en la fe y en la fidelidad.

Por eso, el Sacramento del Orden consagra al sacerdote para la plena dedicación a Dios en el ministerio sagrado, como pastor que obrará en la persona de Cristo cabeza de la Iglesia.
Por eso, sintiéndose llamados a una especial consagración en medio del mundo para el servicio a Dios en la persona de los más débiles y necesitados, muchos hombres y mujeres prometen al Señor vivir en castidad, pobreza y obediencia, como testigos vivos de los consejos evangélicos, enriqueciendo a la Iglesia con signos de santidad.

En este día del Señor, al celebrar la máxima consagración de Jesucristo al Padre en el sacrificio de la Cruz, hecho sacramento en la Eucaristía, queremos unirnos en un himno de gratitud a Dios porque ha derramado la gracia de la vocación a la Vida Consagrada en tantos hijos suyos que adornan con su virtud y apoyan con su entrega esta porción del pueblo de Dios que es nuestra Archidiócesis. Ese es el motivo por el que nos hemos congregado en la Santa Iglesia Catedral Metropolitana sacerdotes, religiosos, religiosas y seglares consagrados con sus votos, uniéndonos en la oración de acción de gracias porque el Señor ha obrado maravillas entre nosotros. Nos hemos unido también pidiendo ayuda al Todopoderoso para que bendiga a cuantos desean seguirle y servirle por el camino de la especial consagración. Y nos uniremos, también, suplicando al Señor que derrame abundantemente la gracia de la vocación a la Vida Consagrada en todas las formas que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia. Necesitamos que esta riqueza se mantenga pujante en la Iglesia y, muy concretamente en nuestra Archidiócesis, la presencia y acción de las personas Consagradas. Por su tan oportuna y valiosa colaboración a través delos tiempos y ahora en nuestros días, yo, como Pastor de esta Iglesia particular, les doy las gracias en nombre del Pueblo de Dios que me ha correspondido servir.

Pidamos al Señor que bendiga todos los esfuerzos cuaresmales por acercarnos más a Él, cada uno desde su singular vocación.

QUE ASÍ SEA.

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