HOMILÍA EN EL IIIº ENCUENTRO ANUAL DE COFRADÍAS 27 Enero 08

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas, miembros de las Juntas directivas de las Hermandades y Cofradías de nuestra Archidiócesis:

Parece que estamos celebrando todavía las fiestas entrañables de la Navidad. La lectura del Profeta Isaías nos recuerda el anuncio del Mesías, que escuchábamos en Adviento. Decía entonces y nos dice hoy: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brillo” (Is. 9,1).

Para quienes vivimos en los tiempos actuales esta profecía ya se ha cumplido. Cristo ya nació, predicó por los caminos de Galilea, nos dejó muestras de su divinidad, se presentó diciendo: “Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrán la luz de la vida” (Jn. 8, 12); y se entregó en sacrificio propiciatorio al Padre por nuestros pecados; por su muerte y resurrección hemos sido salvados. Y esto es lo que celebramos cada vez en la Santa Misa.

Gracias a la luz de Cristo, que nos llega por su palabra y por los sacramentos, podemos entendernos y conducirnos en medio de este mundo en el que abundan las confusiones, las llamadas más diferentes y los criterios muchas veces contrarios entre si.
Por otra parte, destaca en nuestra sociedad un laicismo militante; se extienden el materialismo y el hedonismo unidos a un relativismo desbordado, y diversos intereses ideológicos procuran sembrar el descrédito eclesial dando la espalda a Dios y tergiversando las acciones y palabras de la Iglesia y de su Jerarquía. En este clima es muy fácil dejarse llevar por criterios paganos que están muy distantes la enseñanza de Jesucristo, que ha dicho de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn. 14, 6). En consecuencia, hay cristianos que arrastrados por el ambiente, y deficientes en su formación van reduciendo sus normas de conducta casi exclusivamente al sentido común; y, con el paso del tiempo, terminan concediendo espacio a los criterios más extendidos en la sociedad, al tan manido consenso social, y a los comportamientos más próximos a las propias conveniencias. El Evangelio, como norma de vida va quedando cada vez más olvidado.

Quienes se comportan de este modo, terminan exigiendo a la Iglesia que asuma como propios los falsos valores y las equivocadas normas de conducta que obedecen a intereses paganos de muy diversa índole. Por este camino se pretende que lo que ayer era pecado, sea permitido hoy; y que las normas eclesiales que corresponden a la identidad cristiana, como la Misa dominical, la práctica de la Confesión, la oración personal, la indisolubilidad del matrimonio, el respeto a la vida desde su concepción hasta la muerte natural, etc. no tengan vigencia ya en esta sociedad moderna, o queden reducidas al ámbito de lo subjetivo, arbitrario, propio de la vida privada, en la que cada uno –se dice- puede hacer lo que quiera.

Ya veis, mis queridos hermanos, cómo, casi sin darnos cuenta, y convencidos de que pensamos y obramos bien, podemos ir desterrando a Dios de nuestra.
Ningún cristiano se atrevería a decir que desprecia a Dios, que se cree más inteligente y sabio que Él, y que, si Dios no se amolda a nosotros, lleva las de perder. Esto sonaría a blasfemia. Pero, como tristemente nos escandalizan más las palabras que los hechos, en la práctica, las cosas cambian. En lugar de obedecer nosotros a Dios, que nos ha creado, que sabe mejor que nadie lo que nos conviene, que ha dado su vida para que nosotros podamos vivir en libertad de espíritu, con paz interior y abiertos a la felicidad que tanto anhelamos, muchas veces queremos constituirnos en punto de referencia exclusivo para definir el bien y el mal. Así se engaña mucha gente haciendo una religión o un cristianismo a la propia medida. De este modo, lo que parecía blasfemia, como es el querer suplantar a Dios, se convierte en práctica casi sin danos cuenta.
Por este camino, queridos cofrades, poco a poco, las manifestaciones religiosas van tomando, para muchos, el cariz de meras expresiones culturales, o van quedando en prácticas, más o menos espectaculares, cuyo lucimiento exterior se cuida con esmero a fuerza de muchos sacrificios y no sin cierta competitividad entre Cofradías. Y la actitud interior, sin dejar de llamarla fe, se queda en una simple afectividad religiosa, fundada en tradiciones familiares o populares, pero muy escasa en verdadero espíritu religioso y en auténtico sentido cristiano.

Esta no es la realidad única de la vida y del testimonio de los cristianos. Gracias a Dios, el Espíritu de la Verdad obra en los corazones que se abren sincera y generosamente a la palabra y a la gracia del Señor. Claro testimonio de ello son los innumerables santos y mártires de todos los tiempos, y la cantidad de personas que, cerca de nosotros, son muestra perceptible de su fidelidad a Dios.

Sin embargo, el peligro que venimos apuntando no está demasiado lejos de nosotros y, por tanto podemos afirmar que se da, también, en las filas cofrades.

Vosotros, que lleváis sobre vuestros hombros la responsabilidad de encauzar la vida de las Cofradías y Hermandades, de acuerdo con las lógicas exigencias de los Estatutos previamente aceptados, sabéis muy bien cuánto cuesta que vuestros compañeros tomen en serio la vida cristiana, su propia formación, la santificación del Día del señor, la asistencia a los actos de culto propios de la Cofradía, etc. Si todos los cofrades fueran a Misa los Domingos, si participaran en los sacramentos, si dedicaran un tiempo a la oración, como corresponde por principio, se notaría mucho en la Iglesia y en la sociedad. Y, si todos los cofrades tomaran en serio su formación cristiana, que es una de las grandes necesidades actuales en la Iglesia, y una de mis mayores preocupaciones, la vida familiar cambiaría y la educación de los hijos no correría tantos riesgos en detrimento de su presente y de su futuro.

Actualmente hay una considerable dejación de la responsabilidad educativa en los diferentes ámbitos y dimensiones de la persona. A esta dejación se ha ido sucumbiendo cada vez más tanto en la familia como en las diversas instancias. Se percibe una gran sensación de impotencia ante las dificultades que ciertamente conlleva la educación. Algunos, incluso piensan que determinadas exigencias educativas no son convenientes porque pueden resultar represivas u obedientes a sistemas antiguos ya superados. Con ello, lógicamente, van cambiando las formas de convivencia y crecen tanto la falta de respeto como la agresividad, como una cierta anarquía a la que nadie se considera capaz de poner freno ni en su propia casa. Y así aumenta cada día el descontento de uso y de otros; porque tampoco los jóvenes están contentos con su propia situación.

La solución del problema educativo no se resuelve, ni en lo familiar, ni en lo académico, ni en la vida cristiana bajando el listón, o reduciendo las exigencias. Con ello lo único que se consigue es la progresiva degradación de la persona y de la vida familiar, eclesial y social.


El Profeta Isaías nos advierte hoy que el camino del Señor, capaz de superar todas las deficiencias y desórdenes a que hemos aludido, es motivo de verdadera alegría: “Acreciste la alegría, aumentaste el gozo” (Is. 9, 2).

Nuestra responsabilidad hoy ha de llevarnos a pedir al Señor la luz suficiente para descubrir la verdad de nuestra vida, y la necesidad que tenemos de Dios, hasta profesar, con verdadero convencimiento de fe, lo que hemos repetido en el salmo interleccional: “El Señor es mi luz y mi salvación” (Sal. 26, 1). Con la ayuda de Dios, se vence el miedo y se superan las dificultades. Por eso dice el salmista a continuación: ¿A quién temeré? El Señor es la defensa d mi vida, ¿quién me hará temblar? (Sal. 26)

Si, de verdad, creyéramos esto, nuestra vida mejoraría, nuestras Cofradías y Hermandades cambiarían notablemente, y contribuiríamos a la construcción de un mundo mejor. Pero esa ayuda de Dios hay que pedirla con mucha constancia y por los caminos adecuados. No basta con pedir al Señor que las cosas sean de otro modo. Es necesario plantearse, al mismo tiempo, qué debemos poner de nuestra parte para que el Señor haga realidad entre nosotros y a través nuestro aquello que pedimos.

Hoy, más que en otros tiempos, necesitamos cristianos convencidos, capaces de asumir la responsabilidad que deriva de la fe, y dispuestos a plantearse no sólo el camino a seguir, sino las exigencias apostólicas para cuyo desarrollo nos ha preparado el Señor, y que han de llevarnos a ayudar a los hermanos a vivir cristianamente. Si no, para qué las Cofradías que significan confraternidad cristiana?

Queridos Cofrades: yo sé que me entendéis y que compartís estos problemas; entre otras razones porque los estáis sufriendo en carne propia. Pero no está de más que yo insista en ello, siquiera para manifestaros que sentimos idénticas preocupaciones. Quiero manifestaros que estoy con vosotros en la ardua tarea de recuperar el camino perdido o la distancia que nos queda por recorrer para hacer de las Cofradías y Hermandades verdaderas asociaciones cristianas. La Iglesia espera de vuestras asociaciones que contribuyan perceptiblemente a la construcción de un mundo mejor, haciendo brillar la verdad sin miedos, ni conformismos.

Es absolutamente necesario que insistamos en que la tarea que nos corresponde en la Iglesia y en el mundo es importantísima, urgente y posible. De lo contrario contribuiremos a la paganización del mundo, y nos perderemos quejándonos de lo mal que está el mundo y de la poca fe que se percibe en las generaciones más jóvenes. Pero para ello, es prioritaria la purificación de las Cofradías y Hermandades.

No os preocupe el aparente prestigio que deriva de la abundancia de miembros. La cantidad sin calidad constituye un escándalo mayor; sobre todo en estos tiempos en que todo está sometido a la observación y a la crítica.

Tenemos que avanzar muchísimo en el rigor y en la autenticidad, bajo peligro de que las Cofradías y Hermandades queden reducidas a simples recuerdos de un pasado, y no presenten más valor que el de promover manifestaciones piadosas de interés turístico, porque llevan consigo elementos estéticos y espectaculares.

Queridos cofrades: de acuerdo con la enseñanza que hoy hemos recibido de la palabra de Dios, es urgente que nos preguntemos si Dios es verdaderamente la luz que orienta nuestra vida; o si nos guiamos por simples candiles que no pueden alumbrar lo suficiente para que acertemos en nuestros pasos.


Hace falta luz en nuestra sociedad para romper la oscuridad que lleva a confundir los auténticos valores y los derechos fundamentales con propuestas ideológicas y con imposiciones legislativas. Los derechos fundamentales están enraizados en la naturaleza misma de las personas. El derecho natural es anterior a todas las leyes, porque lo grabó Dios en nuestros corazones al crearnos, y defiende la dignidad original a inalienable de la persona humana, verdadera imagen y semejanza de Dios.

Queridos hermanos todos: formémonos en la palabra de Dios que es luz e ilumina a cuantos la conocen. Agradezcámosle que nos haya elegido para ser apóstoles en un mundo difícil. Esto indica que confía en nosotros. Él sabe las cualidades y recursos con que nos ha dotado. Y dispongámonos a asumir nuestra propia responsabilidad en la Iglesia y en el mundo.

Pidamos al Señor su gracia al acercarnos a la Eucaristía, sacrificio y sacramento de la redención y fuente de toda vida cristiana.

La santísima Virgen María, medianera de todas las gracias, interceda por nosotros ante su Hijo y nos alcance cuanto necesitamos.


QUE ASÍ SEA.

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