HOMILÍA EN EL DOMINGO IIº DE CUARESMA

Ciclo A
Día 17 de febrero de 2008

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, y diácono asistente,

Queridos hermanos y hermanas todos:


1.- Nos hemos adentrado ya en la sagrada Cuaresma. La llamamos sagrada porque en ella nos preparamos a recibir, de un modo especial, la gracia de la redención al celebrar la Semana Santa.

Aunque esta Gracia llegó a nosotros inicialmente por el Sacramento del Bautismo y de la Confirmación, y luego hemos podido recuperarla y acrecentarla mediante la participación en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía respectivamente, se nos ofrece con indudable singularidad cuando participamos en la celebración anual de los Misterios del Señor, cuya memoria destacada hacemos en la Semana Santa. De ahí la importancia que tiene para el Cristiano unirse a la Comunidad eclesial para escuchar la palabra de Dios y vivir, unidos al Señor, los misterios salvíficos de su pasión, muerte y resurrección gloriosa. ¡Qué pena que muchos cristianos no lo entiendan así y permanezcan al margen de estas acciones sagradas, que nos devolvieron y nos devuelven la relación con Dios, perdida por el pecado de Adán y Eva! Puesto que fueron nuestros primeros padres, al participar de su naturaleza heredamos las consecuencias de su pecado.

En este tiempo de la sagrada Cuaresma, la santa Madre Iglesia, que es nuestra Maestra de vida, nos llama insistentemente a la conversión. Esta palabra, que nos resulta ya tan familiar, corre el peligro de reducirse casi a un tópico si no profundizamos en su rico significado.

2.-La primera de las lecturas de hoy nos enseña, mediante un precioso ejemplo de vida, cuales deben ser la actitud y la acción más importantes exigidas por la conversión.

Lo primero es entender que no hay conversión si no volvemos los ojos del alma a Dios nuestro Señor, procurando escucharle con mayor atención y seguirle con humilde y creciente fidelidad.
Importa mucho, pues, tener en cuenta esto, porque fácilmente podemos pensar que la conversión debe llevarnos a la coherencia; y que ésta es la ordenación de nuestra vida según los criterios propios, que entendemos acertados, porque derivan de nuestras ideas, tradiciones y costumbres. A veces llegamos a pensar que nuestros criterios está basados en el Evangelio, y no son sino caricaturas de la enseñanza de Jesucristo. Sin embargo, la experiencia puede sorprendernos, porque muchas veces nuestros criterios están mal orientados a causa de las influencias inconscientemente asumidas y que no derivan del Evangelio, o son simples conclusiones personales, posiblemente acomodadas a nuestros propias conveniencias. De este modo, no solamente seguimos sin avanzar en la escucha y seguimiento del Señor, sino que, sin darnos cuenta, podemos ir distanciándonos más de Él; con el agravante de pensar que estamos en el camino recto y en las actitudes y comportamientos correspondientes.

3.- La palabra de Dios nos habla hoy de la vocación de Abraham. Le pide que salga de su tierra y de su parentela y se ponga en camino hacia un lugar desconocido que Él le irá indicando. Abraham no tiene más garantías que la promesa de hacer de Él un gran pueblo. Pero tiene en contra, en primer lugar y a simple vista, el gran coste de poner en marcha a toda su familia, sus servidores y su ganado, sin saber para cuanto tiempo, ni en qué condiciones. Es cierto que un día el Señor concederá a Abraham milagrosamente un hijo. Pero también es cierto que le puso a prueba pidiéndole, un tiempo después, que se lo sacrificara. En segundo lugar, y con no menor importancia y dificultad de aceptación, está la promesa motivadora de que el Señor le iba a hacer padre de un pueblo inmensamente numeroso, cuando El y su esposa eran de muy avanzada edad y no tenían hijos hasta ese momento. Otra dura prueba, ciertamente.

4.- Pero la lección es muy clara. Volver la mirada a Dios y acercarse a El no es un rito protocolario que termina en un momento y que no tiene por qué afectar notablemente a la propia vida. Volverse hacia Dios para seguirle, acercándonos más a la experiencia de su intimidad, tanto en el dolor de la cruz como en la gloria de la trasfiguración, supone cambiar los puntos de referencia, generalmente pegados a nosotros mismos y a nuestra mirada egoísta y terrena, y poner nuestra referencia, nuestra confianza y toda nuestra alma en Dios. Esto es, amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas nuestras fuerzas, y al prójimo como a nosotros mismos y por Dios, que es el Padre común y que nos ha unido en íntima e imborrable fraternidad.

5.- La actitud y el comportamiento que nos pide la conversión, afecta desde nuestra mentalidad y forma de entender las cosas, hasta la conducta en todos los momentos privados y públicos de nuestra vida. Ello supone algo tan importante y claro como contrario a la mentalidad social que constituye la influencia más extendida de nuestra cultura en los tiempos que corren. Mentalidad que se hace presente de modo explícito en muchos casos, y diluida y apenas perceptible, pero siempre influyente, en otros. Se trata, nada más y nada menos que de asumir esa negación de sí mismo que supone el creer sin ver, el esperar sin constatar a corto plazo resultados gratificantes, y el ordenar la vida entera, con todos sus riesgos, poniendo la referencia en Dios y no en nuestros cálculos, ni en nuestros apetitos, ni en los valores convenidos desde intereses terrenos. Se trata, por tanto, de asumir una norma de vida que muchísimos consideran alienante, deshumanizadora, contraria a la naturaleza.

Por eso, como esta negación de sí mismo y esta referencia a la Verdad de Dios, objetiva y universal, pone en crisis la absoluta y pecaminosa autonomía del ser humano, y establece como preferente la escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios que nos llama a obedecer a Dios antes que a los hombres ( cf.----), son muchos los que, desde diversas instancias de poder y de influencia cultural y educativa, pretenden reducir el cristianismo al ámbito de lo privado, e incorrecto y no permisible abiertamente en los asuntos públicos.

6.- Queridos hermanos: el Señor ya no nos llama a la conversión simplemente con mandatos incomprensibles, ni con promesas que parecen quedar en el aire. El Señor, a través de la Iglesia, nos ha hablado ofreciéndonos los frutos de la redención que sabemos ya consumada con la pasión, muerte y resurrección del Señor. Tenemos testigos fehacientes de ello.
Nuestra propia experiencia cuenta con el testimonio de muchísimos santos y mártires, cuya vida y cuya muerte no se explican sino por la fe profunda y por la confianza cierta que tuvieron en la verdad de la promesa divina de salvación.

Es cierto que abundan quienes pretenden afear el rostro de la Iglesia, sacramento de la presencia y de la acción redentora de Cristo. Pero también es cierto que no se sostiene una crítica sistemática a la Iglesia, por la que se difama sin escrúpulos y sin demasiada coherencia su Jerarquía y a sus enseñanzas morales, simplemente porque se oponen a sus estrategias puramente terrenas y arbitradas para buscar la propia satisfacción inmediata, material y sensible, especialmente de los más fuertes.

Es curioso que se defienda el cuidado extremo de los animales y de las plantas en fuerte campaña ecológica (que la Iglesia comparte y defiende porque la naturaleza es obra de Dios) y, al mimo tiempo y desde la mismas instancias, se consideren un derecho el aborto y la eutanasia.

Es contradictorio que se proclame la libertad de expresión y, al mismo tiempo, se pretenda reducir al absurdo criterios ajenos, ridiculizando y llevando a la aparente contradicción los razonamientos que los defienden, simplemente porque discrepan de los propios.

Es absurdo predicar política y culturalmente la tolerancia y querer someter con el poder, y no con la razón, a quienes no comparten las ideas y las conductas, ciertamente deficientes, de quienes se creen con poder para hacer callar a quienes piensan de forma distinta, como si fueran los lugartenientes d la nueva inquisición que tanto han criticado.

7.- Queridos hermanos: acerquémonos a la palabra de Dios que nos iluminará con la Verdad y no ayudará a discernir todas esta banalidades culturales e ideológicas con que nos invade el mundo de hoy. Oremos por cuantos necesitan la misma luz que nosotros pedimos, disponiéndonos a recibirla y seguirla como norte de nuestra necesaria conversión.

Que el Señor nos muestre la imagen de su gloria y de la paz que constituye la base de nuestra ansiada felicidad.

Que nos ayude a vivir intensamente la fuerza salvadora de sus Misterios, tanto en la Eucaristía que estamos celebrando, como en la conmemoración de los momentos cumbre de la redención que Jesucristo ganó para nosotros.

QUE ASÍ SEA

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