HOMILÍA EN EL MIÉRCOLES DE CENIZA

HOMILÍA EN EL MIÉRCOLES DE CENIZA
ACTO PENITENCIAL EN LA CATEDRAL DE BADAJOZ
Día 6 de febrero de 2008


Comenzamos hoy el tiempo litúrgico de la Cuaresma. Durante cinco semanas la Iglesia nos convoca a la conversión personal e institucional. Con palabras del Señor a través del profeta Joel nos dice: “Convertíos al Señor Dios vuestro, porque es compasivo y misericordioso” (Joel, 2, 13).

El camino hacia el bien es camino hacia Dios. Por tanto, el camino del mal nos distancia del Señor. Las obras buenas nos llevan a la plenitud humana y sobrenatural según el plan de Dios que nos ha creado. Y las obras malas, aquellas que se oponen a la voluntad divina, retardan nuestro verdadero crecimiento porque son divergentes del plan divino. En consecuencia, las obras malas pueden incluso destruirnos interiormente. Por eso podemos decir que en la medida en que el hombre se aparta de Dios termina siendo menos humano, se deshumaniza. Cualquier deseo conversión cristiana requiere, pues, la conciencia de haber pecado, de haberse apartado libremente de Dios. Es a Él a quien ofendemos con las malas actitudes y comportamientos, con los pecados e infidelidades.

Cada uno debemos asumir la propia responsabilidad en nuestro pecado, y en los defectos de las instituciones cuyo desarrollo depende, al menos en parte, de nuestras actitudes y comportamientos personales. ¡Cuántas deficiencias afean el rostro de la Iglesia ante los ojos de los extraños, condicionando la comprensión al mirarla! Y esas deficiencias no están causadas por la Iglesia, que es santa porque Cristo, su cabeza es santo, es Dios; y el Espíritu que la asiste y la anima es también santo. Las acusaciones a la Iglesia son debidas, muchas veces, a los pecados de los cristianos; otras veces esas acusaciones se deben, también, a los pecados de quienes la miran, porque sus ojos están nublados por prejuicios o por sus propios intereses.

Sólo a partir del reconocimiento de los propios pecados, errores y deficiencias podemos emprender el camino recto corrigiendo las desviaciones constatadas.

El camino de la conversión incluye, necesariamente y de modo inseparable, un sincero arrepentimiento, la firme decisión de poner cuanto esté de nuestra parte para corregirnos y mejorar, y el recurso al Señor, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, para que nos ayude con su Gracia y podamos llegar donde nuestras fuerzas no alcanzan.

Asumir debidamente nuestras deficiencias y pecados requiere un previo examen de actitudes y de comportamientos. Pero, dada la limitación que nos caracteriza, es muy posible que, en ese proceso de revisión, sucumbamos a la debilidad de nuestra inteligencia, insuficiente para conocer toda la riqueza de los caminos que conducen a la verdad y al bien, a la justicia y al desarrollo
íntegro, y a la vivencia de la fraternidad humana fundada en el amor de Dios.

La sincera voluntad de conversión no puede limitarse a ordenar nuestra vida y a regir las instituciones exclusivamente desde el modo propio de ver y entender las cosas. Nuestra idea de la verdad no siempre coincide con la Verdad. Por ello, actuar de esta forma, eminentemente subjetiva o simplemente convenida, es la causa de un progresivo deterioro del auténtico humanismo y de la sociedad. Esta forma de pensar y de actuar ha ido reduciendo la referencia a Dios en la búsqueda de la verdad y del bien, y ha dado lugar a un estéril subjetivismo incapaz de sacar al hombre de sus oscuridades y de ofrecer a la sociedad unos horizontes suficientemente amplios como para sembrar esperanza. Así nos lo manifiesta la propia experiencia al contemplar tantos errores que se proclaman como progreso, y que llevan a la degradación del matrimonio, de la familia y de otros ámbitos y momentos de la vida de las personas.

La conversión cristiana debe ir precedida por una clara decisión de elevar nuestros ojos al Señor, y de abrir los oídos y el corazón a su palabra, para avanzar en el conocimiento de la verdad. El Señor mismo es la Verdad. Nadie, ni nada fuera de la Verdad de Dios, puede orientarnos acertadamente. La verdad de Dios es la fuente de toda sabiduría y la luz que ilumina nuestra capacidad de entender con rectitud el sentido y la orientación de las personas y de las instituciones.

Para que nuestro propio examen de actitudes y de comportamientos, que es el requisito primero de toda conversión, no reduzca el horizonte de los buenos propósitos, ni limite la buena ordenación de nuestro pasos, será necesario considerar nuestro nivel de formación cristiana, y procurar su desarrollo armónico por todos los medios a nuestro alcance. Esa formación ha de llegarnos mediante el conocimiento de la doctrina de la Iglesia, y mediante el acercamiento personal al Dios por la oración y por la práctica de los sacramentos. Por eso, la Cuaresma debe ser tenida como tiempo de especial formación cristiana; como el tiempo del catecumenado, de la catequesis, por excelencia; como el tiempo para contrastar las propias ideas y convicciones con las que propone el santo Evangelio transmitido por la santa Madre Iglesia que es nuestra Maestra en la fe y en la conducta, porque así lo quiso el Señor. No caigamos en el error tan frecuente y constatado en los medios de comunicación y que consiste en referirse a los Evangelios y a Jesucristo atribuyéndoles enseñanzas que nunca nos ofrecieron, o mutilando sus verdaderas enseñanzas para acomodarlas a los propios intereses ideológicos o de cualquier orden.

Si aceptamos todo lo precedente, entenderemos que la cuaresma es un tiempo de renovación profunda, y que nos orienta hacia un cambio de mentalidad, y no solo de comportamientos. Pero, al mismo tiempo, entenderemos que constituye una preciosa oportunidad para la purificación y superación global e íntegra de la persona; y el inicio o fortalecimiento de las acciones ordenadas a la renovación del mundo concreto en que vivimos; que buena falta le hace.

La Cuaresma, que precede y prepara la celebración de la semana grande de los cristianos, de la Semana Santa, no es independiente de lo que celebramos en el Triduo Sacro, sino que recibe su sentido precisamente de la celebración de los Misterios cumbre del Señor: su pasión, muerte y resurrección. Por tanto, la Cuaresma, capacitándonos para ordenar toda nuestra vida según Dios, nos ha de preparar también para valorar debidamente la celebración de esos Misterios y para tomar en serio la participación consciente y activa en ellos.

La Cuaresma es el tiempo durante el cual debemos preparar nuestras actitudes para la celebración litúrgica de la Pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, que se hizo hombre para salvarnos. El recto aprovechamiento de la Cuaresma nos abrirá el ánimo y nos estimulará la devoción para participar con interés y profunda religiosidad en las celebraciones litúrgicas del Jueves, Viernes y Sábado santo. De lo contrario podríamos caer en la paradoja de estar esperando la Semana santa para otras dedicaciones, que por muy piadosas que fueren, no pueden suplir lo principal que es lo que se celebra en el Templo. Quien se conformara con la simple participación en las procesiones, que se desarrollan legítimamente en esos días y que son un rico signo y una expresión popular de lo que ocurre en las acciones sagradas del Templo, caería en ese lamentable error de quedarse ensimismado contemplando el dedo que apunta a la luna, sin mirar en su dirección para disfrutar del precioso espectáculo que ofrece el satélite. Quien así actuara, cometería el sinsentido de perder el encuentro personal con el padre o con la madre por entretenerse en la contemplación de una simple fotografía, o escuchando el simple relato de sus rasgos personales.

Gran tarea y digno cometido el de la Cuaresma. Debe ser un tiempo de escucha atenta y religiosa de la palabra de Dios; un tiempo de aprendizaje de la doctrina de la Iglesia; un tiempo para adentrarse en la experiencia de Dios; un tiempo de reflexión personal acompañada, también si es posible, por el diálogo sereno y bien orientado en que podamos encontrar el estímulo de las buenas experiencias ajenas, y el apoyo de buenos compañeros de camino; un tiempo en que la reflexión, la oración, el diálogo y la participación en los sacramentos nos permitan profundizar en nuestra identidad, en nuestra vocación y en el ministerio que el Señor nos ha encomendado dentro y fuera de la Iglesia.

La Cuaresma es un tiempo especialmente propicio para la meditación, para el retiro, para la práctica de los ejercicios espirituales de diverso estilo y duración; y debe aprovecharse dando cabida a estas actividades tan necesarias en estos tiempos dominados por la velocidad y el activismo.

Por todo ello, la Cuaresma puede y debe ser una puerta que nos abra el corazón, simultáneamente, a la fidelidad a Dios, y a la esperanza en nuestra salvación y en la renovación del mundo. Y, sobre todo, la Cuaresma ha de ser una oportunidad bien aprovechada para la revitalización de nuestras comunidades cristianas especialmente presentes en las parroquias.

De la Cuaresma pueden y deben salir fortalecidas nuestra personalidad cristiana, la consistencia eclesial de las Parroquias, la renovación de las familias, el espíritu de colaboración en la vida de la Iglesia, el compromiso con la nueva evangelización, la reordenación de las Asociaciones eclesiales, la potenciación de los movimientos apostólicos, y la purificación de las estructuras que sirven de instrumento y apoyo al ejercicio de la pastoral y del apostolado. La Cuaresma ha de ayudarnos a entender y a vivir la Comunión eclesial y el amor incondicional y profundo a la Iglesia que es nuestra Madre y Maestra.

Pidamos al Señor alcanzar cuanto nos propone y ofrece en la Cuaresma, y cumplir cuanto nos pide para participar en la celebración de la Semana santa con auténtico espíritu cristiano.


QUE ASÍ SEA

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