HOMILÍA EN LA MISA VESPERTINA DEL JUEVES SANTO

20 DE Marzo DE 2008


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diáconos asistentes,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas y seglares:

El momento culminante de la obra redentora llevada a cabo por Jesucristo es la resurrección. Por tanto, el día más preciado en la Liturgia es el Domingo, centrado en el acto cumbre y central de la vida de la Iglesia que es la celebración de la Pascua. La importancia de la Pascua de Resurrección es definitiva para la redención, porque si Cristo no ha resucitado, nuestra fe no pasa de ser la aceptación de un testimonio de humanitarismo liderado por un hombre que decía ser Hijo de Dios. Pero si Cristo ha resucitado, es Dios mismo quien ha muerto por nosotros, y con su muerte mató nuestra muerte haciendo de su resurrección la promesa mayor para nosotros en la esperanza de la vida eterna. Por eso, la Iglesia celebra la Pascua cada Domingo, significando que el día del Señor, de su resurrección, es el primer día de la semana, es el día en que se inaugura una vida nueva, en que comienza la nueva humanidad cuya cabeza es Cristo y cuya primera criatura redimida es la Santísima Virgen María, madre del Señor.

Pero, a pesar de todo ello, no cabe duda de que la fiesta más concurrida es la del Jueves Santo que ahora estamos celebrando. Esto no supone error alguno que pueda atribuirse a la ignorancia o a la desorientación de los fieles en la Iglesia. Este fenómeno se debe a que en la última cena cuya memoria litúrgica hacemos hoy, se resume sacramentalmente la Pasión, muerte y resurrección de Cristo, y se destaca el gesto del amor de Dios al hombre, manifestado por Cristo en el lavatorio de los pies de sus discípulos.

Son preciosas las palabras de Jesús introduciendo la celebración de la cena pascual con sus discípulos, y las que nos brinda el Evangelio cuando narra la preparación del lavatorio de los pies de sus discípulos.

Dice S. Lucas: “Llegada la hora, Jesús se puso a la mesa con sus discípulos. Y les dijo: ¡Cuánto he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir. Porque os digo que no la volveré a celebrar hasta que tenga su cumplimiento en el reino de Dios” (Lc. 22, 14-15).

S. Juan, refiriéndose a la misma reunión de Cristo con los discípulos para celebrar la pascua, nos dice: “Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando..., y Jesús...sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y que a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto, y tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en una jofaina, y se pone a lavarles los pies” (Jn. 13, 1-4).

El amor de Dios se nos manifiesta en las dimensiones fundamentales. Jesús, que tenía que pasar por la humillación de cargar con nuestros pecados y morir como un delincuente y blasfemos, nos manifiesta claramente que es voluntad suya asumir en todos sus aspectos la humillación que supone muchas veces el servicio a los hermanos. ¿No ocurre así en la corrección fraterna cuando se vuelve contra nosotros aquel a quien queremos ayudar? ¿No es necesaria una actitud humilde en el servicio personal a las necesidades corporales más comprometidas y personales de los hermanos inválidos, en la atención a los enfermos y ancianos, en la asistencia a los moribundos, infecciosos y marginados, etc.? Lavar los pies fue una muestra elocuente de que Jesucristo asumía la condición de víctima, de culpable -aunque no lo era- con tal de salvar a la humanidad a la que amaba infinitamente. Gran lección para todos nosotros sin excepción. Importante lección sobre todo en tiempos que se distinguen por la búsqueda, muchas veces desaforada, del bienestar material aún a costa de la marginación de los más débiles y necesitados.

La dimensión del amor de Dios, que también sobresale en el relato de la última Cena, es la de la obediencia incondicional de Cristo al Padre. Él sabía, como ya hemos recordado, que venía del Padre, que de Él había recibido la misión redentora, como nos recordará la misma palabra de Dios diciéndonos “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3, 16).

La obediencia que Dios pidió a Abraham, a Moisés y a los profetas, la pide también a su Hijo Unigénito. Y “Cristo, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, presentándose como simple hombre, se abajó, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp. 2, 6-8).

Queridos hermanos: qué claro queda que la obediencia a Dios y a la Iglesia fundada por Jesucristo es fundamental, es imprescindible para vivir cristianamente. Nuestra redención es fruto de la obediencia. Y la redención culmina la vida de Cristo entre nosotros, en cuyos días le oímos cómo decía a sus apóstoles: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre que me ha enviado”(Jn. 4, 34)..

Qué claro queda, también, que la obediencia requiere humildad; exige poner la voluntad de Dios por delante de la nuestra, teniendo en cuenta que la voluntad de Dios se manifiesta muchísimas veces a través de mediaciones que nos resultan molestas o no suficientemente garantizadas según nuestros criterios. Por eso es frecuente que muchos cristianos confundan las cosas y crean que el hecho de que la fe sea razonable significa que habrá que creer y cumplir sólo aquello que cada uno vea razonable y entienda, aquello que a cada uno le convenza sin dejarse manipular por nadie. Al pensar de este modo, muchas veces estamos sufriendo inconscientemente una seria manipulación bajo las influencias sociales y ambientales. Es llamativa la capacidad de confusión que puede tener el hombre abandonado a su propia autonomía y a su propia inteligencia.


La obediencia a Dios supone la renuncia a nosotros mismos según el mismo Cristo nos enseña diciendo:”Si alguien quiere venir en pos de mí -si alguien quiere beneficiarse del amor de Dios y de la redención- niéguese a sí mismo, tome su cruz –la que supone esa humillación y el dolor de otras renuncias o mortificaciones personales- y sígame” (Mc. 8, 34).

La palabra de Dios se hace hoy especialmente oportuna para nosotros en tiempos en que la autonomía y la autosuficiencia humana ha llegado incluso a manipular la fe, haciendo selección particular de la misma doctrina de Jesucristo. Así presenciamos afirmaciones verdaderamente llamativas, impulsadas más por la atrevida ignorancia y por los propios intereses que por la buena fe y por la coherencia evangélica. Según ellas, la Iglesia misma, en su enseñanzas doctrinales y morales no sigue el Evangelio. Buena excusa para quedarse libre uno y poder hacer lo que le apetece. Pero no es buen camino para la plenitud, para conocer la verdad, para alcanzar la libertad y para aprovechar todas las gracias que Dios nos envía. El hombre sólo difícilmente llega al descubrimiento de la Verdad en toda su profundidad y riqueza. Si no descubre la verdad, no puede acertar el camino. Y si no acierta el camino, destruye su vida en cada paso desorientado.

Jesucristo, testimonio vivo del amor de Dios en toda su riqueza y magnanimidad, se hace sacramento en la Eucaristía para permanecer con nosotros tal como había prometido diciendo: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (----).

El gesto de amor, ya elocuente de por sí con la obediencia y la humildad, se prolonga y se intensifica con la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio para perpetuar su obra redentora a través de los siglos y de forma que pueda llegar, aun siendo misterio, a la capacidad de captación del hombre ayudado por la fe.

Al contemplar tan gran misterio de amor, tan clara lección de Cristo en un momento histórico tan necesitado de amor, de humildad, y de fe, pidamos al Señor, tal como nos propone la oración inicial de la Misa, diciendo: “Te pedimos –Señor- que la celebración de estos misterios nos lleve a alcanzar plenitud de amor y de vida” (Orac. colecta).


QUE ASÍ SEA

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