HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL

Martes, 18 de Marzo de 2008


Muy queridos hermanos presbíteros y diáconos asistentes,
queridos hermanos miembros de la Vida Consagrada y seglares cristianos, que nos acompañáis en esta solemne celebración con la que iniciamos el Triduo Sacro:

1.- SALUDO

“Gracia y paz a vosotros de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra” (Apc. 1, 5).

El deseo que expreso en mi saludo, con palabras del Apóstol Pablo, es el don mayor que puedo pedir para todos vosotros, y el regalo más precioso que podéis recibir del Señor. Al tiempo que una bendición para nuestra vida sobre la tierra, la gracia y la paz de Jesucristo constituyen un adelanto del gozo que nos espera en la vida eterna cuya preparación ha de ocuparnos de continuo.

2.- CONTENIDO Y SENTIDO DE LA MISA CRISMAL
La solemne celebración de la Misa Crismal tiene y manifiesta un profundo significado centrado en el sacerdocio. Se refiere tanto al sacerdocio común que todos los fieles disfrutamos desde la unción bautismal, como, sobre todo, al sacerdocio ministerial de Jesucristo del que participamos quienes, por una misteriosa elección divina, hemos recibido el Sacramento del Orden. Por tanto, la principal actitud que hoy nos conviene a todos es la voluntad de unirnos a Cristo sacerdote, hecho oblación agradable al Padre, que se ofreció de una vez para siempre como sacrificio de perfecta obediencia para la redención de la humanidad entera.

3.- POR EL BAUTISMO SOMOS SACERDOTES DE DIOS Y COLABORADORES DE CRISTO CON SUS MISMAS ACTITUDES
Por el Bautismo, “Jesucristo nos ha convertido en un reino, y nos ha hecho sacerdotes de Dios, su Padre” (Ap. 1, 6).

El sacerdocio, en tanto nos configura con Cristo desde el Bautismo, nos compromete esencialmente con la misión que Cristo recibió del Padre y para la cual asumió la naturaleza humana. Hecho hombre acampó entre nosotros como el Hermano mayor, como “el primogénito de toda criatura” (Col. 1, 15).

Habiendo sido el pecado el torpe intento de suplantar a Dios, la redención obrada por Jesucristo debía ser una prueba irrefutable y máxima de la obediencia debida al Señor de cielos y tierra. Y si el pecado pretendía la máxima exaltación y satisfacción del hombre frente a Dios, la redención tenía que obrarse mediante la más clara humillación del redentor que asumía la condición de valedor nuestro. Y como el Hijo, esencialmente unido al Padre, velaba junto a Él por el más exquisito desarrollo del plan salvador en favor del hombre, “Jesús, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp. 2, 8).
Al desprecio a Dios que protagonizó el hombre por amor indebido a sí mismo, correspondió el Señor con el máximo aprecio al hombre hasta restaurar su realidad profundamente dañada. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él” (Jn. 3, 16-17). Así, el justo murió por los pecadores, por los injustos, en un gesto que muchos no pueden entender y que otros no quieren aceptar.

4.- El AMOR ESTÁ EN LA RAIZ DE LA REDENCIÓN Y DE TODO SACERDOCIO
Si la redención fue expresión máxima del amor de Dios al hombre, hecha perceptible en Jesucristo, quienes estamos vinculados por el sacerdocio a la misión salvífica del Mesías, deberemos procurar, también y principalmente, vivir y testimoniar el amor de Dios a los hombres.

El amor se manifiesta con amor. Dicho de otro modo: testimoniar o manifestar con la vida el amor que Dios nos tiene es misión que comporta, simultáneamente, narrar con palabras la gran gesta del Señor, y mostrar fehacientemente a la vez que nosotros estamos amando al prójimo. Para ello tendrá que ser ese amor, al estilo divino, el que rija, día a día, nuestras palabras, nuestras obras y nuestras relaciones personales e institucionales.

Sin amor no se proclama el amor; y sin amor, no se siembra el amor. Por tanto, sin amar a Dios, que es el principio y la fuente de todo amor verdadero, no puede vibrar en nosotros el amor al prójimo; y si no brilla en nosotros el amor al prójimo, no estamos en condiciones de participar en la excelsa misión que Jesucristo recibió del Padre: salvar el mundo por amor.

Si no colaboramos con Cristo en la salvación del mundo hacemos baldía la condición sacerdotal con la que el Señor nos ha dignificado en el Bautismo, y con la que ha configurado nuestra misión principal: glorificar a Dios y procurar la salvación de los hermanos.

5.- UNIDOS EN UNA MISMA PLEGARIA
Concordes en la reverente admiración y en la humilde adoración a Dios, “Padre de las misericordias” (2 Cor. 1, 3), y agradecidos a Jesucristo que nos ha hecho “partícipes de su misma unción” (Orac. Colecta) y misión, unámonos en una sentida plegaria para que Dios nos ayude “a ser en el mundo testigos fieles de la redención que ofrece a todos los hombres” (Orac. Colecta).

6.- NUESTRA APORTACIÓN A LA ELECCIÓN Y MISIÓN DIVINA
Al inmenso don de Dios, que es la unción sacerdotal y la misión pastoral y apostólica, y toda forma de ayuda con que nos capacita para obrar el bien, debemos corresponder libremente con una firme decisión de “ser para Cristo” y de caminar junto a Él procurando, por todos los medios a nuestro alcance, cantar en medio del mundo, y ayudar a que otros canten con entusiasmo, las misericordias del Señor.

Nuestra ilusión y el motivo de nuestro mayor empeño, ha de ser que este himno de alabanza se inicie ahora en el corazón de los niños, en el alma de los jóvenes, en la agitada vida de los adultos, en la sacrificada existencia de los enfermos y ancianos, en el seno de las familias, en medio del ajetreo de las industrias y comercios, en el recogimiento de los templos y en el silencio sobrecogedor de los inmensos valles y encumbrados montes, como una melodía que nos acompañe hasta que podamos cantarlo sin cansancio ni interrupción en la vida eterna, feliz e irreversible.

Quisiera que estas palabras, lejos de confundirse con un piadoso recurso oratorio totalmente ajeno al deber homilético, fueran un estímulo que alentara el optimismo realista, la dedicación ilusionada, y la esperanza firme, en todos cuantos experimentamos la crudeza de las adversidades.

Quisiera que estas palabras alentaran la paciencia y la confianza, en quienes percibimos frecuentemente el vacío o la dureza de la tierra donde echamos la semilla del Evangelio.

Quisiera que mis palabras y la oración de todos, nos mantuvieran en la seguridad de que la palabra de Dios no vuelve a Él vacía, y que mantuviera la frescura de las iniciativas pastorales y apostólicas en quienes percibimos el creciente laicismo militante abiertamente contrario a la obra que estamos llamados a realizar en el Nombre del Señor.

Juntos, y dejando hablar y obrar en nosotros al Espíritu Santo, que sabe lo que nos conviene, pidamos al Señor que nos mantenga en la fidelidad a toda prueba, de modo que cuantos nos vean reconozcan que somos la estirpe que bendijo el Señor (cf. Is. 61, 9).

7.- PRUEBAS PARA NUESTRA FIDELIDAD
Sin embargo, es una constatación que impacta la sensibilidad del pastor y del apóstol, el descarrío notable en la justa valoración del hombre, la abundancia de signos que manifiestan un inmanentismo oscurecedor y apasionadamente entregado al hedonismo sin límites, y el fanático egocentrismo humano que se esfuerza por suprimir toda referencia a la verdad de Dios. Todo ello, unido a la debilidad humana que invade también a los enviados del Señor, puede hacernos más sensibles al cansancio en la lucha apostólica; puede producir la sensación de impotencia pastoral ante un rebaño disperso y distraído; puede endurecer la tentación de una “prudente” retirada hacia los templos y al ámbito de la pura interioridad subjetiva.

8.- ABIERTOS AL ESPÍRITU SANTO
Frente a todo ello, precisamente porque es el Señor quien nos ha elegido, nos ha ungido y nos ha enviado, cada uno de nosotros, sacerdotes, miembros de la Vida Consagrada y seglares de cualquier edad y condición, debemos abrir de par en par el corazón a la obra del Espíritu. Él es la fuerza contra toda adversidad y la fuente de toda esperanza. El Espíritu Santo obrará en nosotros la necesaria transformación interior, y nos abrirá a la perspectiva sobrenatural desde la que podremos contemplar y valorar lucidamente todos los signos y acontecimientos con que nos encontramos en el ejercicio de nuestra misión, y todas las vivencias que, como consecuencia, nos embargan el alma.

Gracias a la acción del Espíritu en nosotros, podremos ir descubriendo que esas contrariedades y el duro sacrificio que comportan, lejos de ser un impedimento contra nuestra acción pastoral y apostólica, constituyen el secreto de nuestra eficiencia como pastores y como apóstoles.

9.- SENTIDO DE LAS CONTRARIEDADES
Esas contrariedades y dificultades han de ser entendidas como integrantes necesarios del ejercicio de nuestro ministerio cristiano de pastores y de apóstoles.

No podemos olvidar que la redención de la humanidad y la transformación del mundo tienen su origen y su fuerza en el sacrificio de Cristo. Y que ese sacrificio es la expresión más inequívoca del amor que Dios nos tiene.

Al mismo tiempo, deberemos entender que, si bien fue el amor infinito de Dios al hombre y su infinito poder el motivo de la preocupación divina por nuestra salvación, no había, sin embargo, otro camino más aleccionador para deshacer el nudo del orgullo, de la desobediencia y de las pretensiones del hombre pecador, que el camino de la obediencia incondicional de Cristo al Padre, y el de la crucifixión del Hombre-Dios. Con ella se daba muerte al pecado que, manteniendo su inocencia, había cargado sobre sí para salvar al hombre.

Desde el momento en que la redención se realiza por amor y en la cruz, nadie podemos colaborar con Cristo en la salvación del hombre, sino amando verdaderamente a quien Dios ha puesto cerca de nosotros, y asumiendo con esperanza la cruz que suponen todos los sacrificios, sinsabores, privaciones, injusticias y demás adversidades. Todo ello va unido necesariamente a la tarea pastoral y apostólica. Ofreciéndolos al Padre el sacrificio que todo ello comporta, unidos a la Cruz de Cristo, nos asemejamos al Redentor y nos hacemos dignos instrumentos suyos para la salvación de los hermanos.

10.- MOTIVOS DE AGRADECIMIENTO A DIOS
Al iniciar el Triduo Sacro, dedicado a recordar, contemplar y celebrar el Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, y tomando conciencia de cuánto importa la incorporación de todo sacrificio al cumplimiento de la vocación recibida, debemos dar gracias a Dios con alegría.
No es motivo para menos el reconocer la importancia de la cruz para cumplir con el ministerio recibido, y entender que el Señor nos la ofrece oportunamente porque conoce nuestra debilidad y sabe que corremos el peligro de hacernos remisos a la hora de cargar el sacrificio si debemos descubrirlo y asumirlo por nosotros mismos.

Aunque pueda resultar difícilmente inteligible a quienes nos observan, y aunque resulte arduo para nosotros mismos, es necesario entender y asumir que, mediante el dolor que nos imponen las abundantes contrariedades, el Señor, después de elegirnos, ungirnos y enviarnos, tiene el detalle, día a día, de propiciarnos todas esas ocasiones de sacrificio y purificación. Sólo por este camino ejerceremos con acierto y dignidad el deber ministerial. Sólo por este camino avanzaremos en la compenetración con Cristo que nos lleva a la madurez cristiana y a la verdadera competencia pastoral y apostólica. Insisto en ello cuantas veces puedo porque entiendo, desde la fe, que esta es una importantísima verdad. Creo que por ella puede llegar a nuestra alma el consuelo auténtico. No cabe duda de que, además, es un argumento veraz para convertir la tristeza en gozo, el cansancio en ilusión y la decepción en esperanza.

Qué bien si pudiéramos decir habitualmente aquello que S. Pablo nos confiesa de su propia experiencia: “Cuando soy débil, entonces soy más fuerte” (---).

Demos gracia a Dios porque nos permite entender el sentido de lo agradable y de lo desagradable, y nos ayuda a incorporar unas experiencias y otras en el único trayecto de nuestra vida: el que corresponde a la fidelidad vocacional que es la clave de nuestra plenitud.

11.- UNA PALABRA ESPECIAL A LOS PRESBÍTEROS
Quiero dirigirme ahora de modo especial a los hermanos presbíteros que renuevan hoy sus promesas sacerdotales.

Es mi deseo compartir con vosotros y ante los feligreses, el gozo de poder afirmar hoy, con la ilusión del primer día, que es nuestro propósito unirnos fuertemente a Cristo y configurarnos con él, renunciando a nosotros mismos y entregándonos con sencilla obediencia, como hizo el Señor, a cumplir la misión recibida en la Iglesia el día de nuestra ordenación sacerdotal.

Quiero unir mi vida a la vuestra en oración y en ofrenda sacrificial para que el Señor bendiga nuestros días y nuestro ministerio con una fe profunda, con una entrega generosa, con una alegría inconfundible y con una esperanza firme.

Pido para todos nosotros la luz en la oscuridad, la paciencia en la tribulación, el apoyo fraternal en el cansancio, la esforzada atención en la lectura y escucha de la palabra de Dios, la profundidad en la meditación del mensaje evangélico, la sencillez y la admiración en la contemplación de los Misterios del Señor, el espíritu de adoración humilde y entusiasta ante Jesucristo sacramentado, la capacidad de descubrir el rostro de Cristo en los pobres de cualquier edad, raza, cultura y condición para que oremos por ellos con insistencia, para que volquemos en ellos cuanto esté en nuestras manos, y para que en todo momento sintamos la necesidad de ofrecerles la verdad de Dios que supera todo deseo y que permite reconocer toda riqueza y a toda pobreza material y espiritual, y abre la inteligencia y el corazón para asumir y sublimar cuanto el Señor nos pide.

12.- CONCLUSIÓN
“El Señor nos guarde en su caridad y nos conduzca a todos, pastores y grey, a la vida eterna” (Final de la renovac. prom. Sacerd.).

QUE ASÍ SEA

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