HOMILÍA EN EL ENCUENTRO NAVIDEÑO DE SACERDOTES

(Misa de la feria correspondiente de Navidad.
Oraciones comunes para los días antes del Bautismo del Señor.
Lecturas del día 7 de Enero según el misal.)

Querido hermano en el episcopado. Nos alegramos, D. Antonio, de tenerle entre nosotros en un día tan significativo como este, en el que la fiesta y la fraternidad sacerdotal ocupan el punto principal de nuestra reunión.

Mis queridos hermanos sacerdotes, que hacéis posible con vuestra presencia, y
con vuestra animada participación este encuentro que habla de nuestra unión sacramental y afectiva.

1.- Parece que este saludo fraterno, “queridos hermanos”, tiene hoy un especial calor familiar entre nosotros, y una mayor intensidad en la referencia a los vínculos sacramentales y humanos que nos unen.

Esta Jornada sacerdotal, que iniciamos con la Eucaristía acudiendo en torno a la mesa del sagrado Banquete, goza de una singular importancia. Somos invitados a ella, en primer lugar por el Paterfamilias, nuestro Padre del cielo. En su amor nos unimos todos como hermanos. En su misterioso designio vocacional todos compartimos la misma gracia porque somos ministros de su Hijo Unigénito.

Podríamos decir que esta Jornada es la fiesta de la gran familia del Presbiterio diocesano integrado por todos los que hemos sido elegidos y ungidos por el Espíritu Santo como sacerdotes del Altísimo, como pastores de su Grey, y como consagrados exclusivamente a Él para su magnífico servicio ministerial.

Esta Jornada anual, eminentemente sacerdotal y festiva, que celebramos en el ámbito navideño, debe ser cuidada, pues, con el esmero y la generosa colaboración de todos.

La fiesta de la familia presbiteral está llamada a integrar, de una forma u otra, a todos: a los más jóvenes, a los edad madura y a los mayores. Así ocurre en las familias cristianas, especialmente en momentos importantes del año, como es la Navidad. Y no olvidemos que la familia, permanente y siempre disponible, de los sacerdotes somos los mismos sacerdotes.

El nacimiento del Señor, Sumo y eterno Sacerdote, con el que inicia sus pasos la Sagrada Familia integrada por Jesús, María y José expande por doquier, desde la mayor pobreza de recursos materiales, un estilo y un calor hogareños que impregnan todos los actos de la Navidad desde entonces, ya durante dos mil años. También nosotros, con el mejor espíritu, participamos de ese espíritu navideño, y del calor familiar que lo caracteriza, y deseamos vivirlo y compartirlo, como familia sacerdotal, en el hogar común que es nuestra querida Archidiócesis.

2.- Situados en el ámbito de la fiesta navideña, la palabra de Dios nos ayuda a profundizar en los vínculos familiares que vengo refiriendo. La palabra del Señor, hecha vida y testimonio ejemplar en el Niño recién nacido, nos ayuda a sacar conclusiones prácticas, interiores y referidas a nuestros comportamientos externos. En ellas debe ir encontrando forma y fuerza, renovación y frescura, la vivencia de nuestra relación fraternal, de modo que sea, cada vez, más viva, más natural, más sencilla y más intensa, y llegue a todos, al menos intencionalmente.

A este respecto, el evangelista S. Juan nos insta al amor mutuo tal como nos amó y nos mandó Jesucristo. Testimonio y mandato que nos llegan unidos en una misma llamada: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”(Jn. 13, 34).

¿Cuánto nos hemos empeñado en la predicación de este mandamiento esencial a la vida cristiana! ¡Cuánto valoramos la civilización del amor al constatar la divisiones y violencias que tanto dañan a las personas, a los pueblos y a la humanidad en su conjunto! Sin embargo, es necesario que nos entretengamos, de vez en cuando, revisando y actualizando las concreciones de ese amor de Cristo, no sólo para mantener claro el norte de nuestra vida, sino para encarnarlo en nuestras relaciones sacerdotales. Este ejercicio requiere de nosotros el silencio humilde y meditativo de quien se entretiene en la contemplación del “hacer” de Cristo respecto del Padre y respecto de nosotros. Al mismo tiempo, este ejercicio de revisión y actualización de nuestro amor, nos ha de llevar al relanzamiento de nuestro ministerio con todo el coraje, con toda la generosidad y con toda la confianza en el Señor, que necesitamos para mantenernos ilusionados en la brecha, y para tomar las decisiones ministeriales oportunas, tal como Dios las quiere de nosotros.

3.- Lo primero que se deduce de la contemplación del “hacer” de Jesucristo nuestro Hermano, ejemplo y modelo, es la gran valoración que el Señor hace de cada uno de nosotros, a pesar de nuestras limitaciones y por encima de nuestros defectos, incoherencias y pecados. Jesucristo no sólo ha dado su vida por la salvación de todos y cada uno, sino que ha querido permanecer en Persona y con toda cercanía en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, del que nos ha constituido ministros.

El Señor ha querido estar siempre a nuestro alcance y disposición, tanto en los momentos álgidos y esperanzados, como en los trances duros causados por la oscuridad que hace tambalearse inesperadamente nuestra procurada entereza. El Señor ha querido ser nuestro apoyo, con la delicadeza de quien no se hace notar, cuando se debilita insospechadamente nuestra fe, y cuando nos invade la inseguridad a veces aparentemente insalvable.

Pero esa presencia incondicional y cercana de Cristo junto a nosotros, no se limita a la Eucaristía, sino que se realiza también a través de nosotros, de nuestra cercanía personal ante los compañeros. Que seamos vehículo de esa cercanía de Dios a cada uno de los hermanos sacerdotes, depende inexorablemente del cultivo que hagamos de esa fraternidad, y de la generosidad con que la practiquemos. Por tanto, ha de ser ocupación de todos, en la oración, en la revisión personal, y en la atención y aprovechamiento de cualesquiera encuentros sacerdotales, la voluntad expresa de perfeccionar y afianzar las motivaciones y el estilo de nuestras relaciones personales y colectivas.

No olvidemos que el amor tiene su raíz en la misma divinidad del Señor y, por ello es el motivo de la creación y de la redención universal. El amor de Dios da lugar a la vida, y se vuelca en hacer buenos a quienes se han desviado del camino recto. Por tanto, el amor de Dios debe constituir la motivación, el estímulo y la norma de nuestros esfuerzos personales en favor de la propia santificación, así como de la preocupación por el estado y el progreso de nuestros hermanos sacerdotes, y de nuestras generosas aportaciones en favor suyo.

Nuestra valoración de los hermanos sacerdotes y el consiguiente amor hacia ellos ha de fundarse en la convicción de que cada uno somos una obra singular en la que Dios ha puesto su empeño, su sabiduría y todo su amor; y cuyo cuidado ha puesto, de algún modo, en nuestras manos. Y no hay mejor cuidado que el que nace del amor incondicional, y que se manifiesta, como en el Señor, en raudales de comprensión, misericordia y paciencia. Así debemos hacer nosotros con nuestros hermanos.

El amor a los hermanos con estilo divino tiene un significado y una fuerza oblativa, porque amando ponemos en el primer lugar de nuestra atención y valoración la obra de Dios que descubrimos en los hermanos ; y nos disponemos a sacrificar los propios intereses en bien de nuestro prójimo. Con ello damos gloria a Dios, exaltamos su obra con nuestras obras, hacemos eco de su conducta con nuestra conducta; ejercemos el ministerio del amor, que es el ministerio de Cristo, precisamente con quienes están más necesitados de ese amor porque han de ser sus mensajeros y transmisores sacramentales.

Cristo, por amor, vivió simultáneamente la doble condición y ministerio de sacerdote y de víctima. Por eso, el amor de Dios ha de ser en nosotros la motivación de todo nuestro hacer. En ello está la fuente de la mayor alegría interior.

Necesitamos el aliento oxigenante del espíritu que nos embarga al sabernos en el camino cierto y al constatar que estamos dando pasos reales en la dirección acertada. Y eso nos lo proporciona solamente vivir en el amor a Dios y al prójimo, y ofrecer y recibir cuanto se desprende de la vivencia de ese amor. De este modo se fortalece en nosotros la esperanza que despeja el paisaje de la vida ordinaria, tantas veces cerrado por las nieblas del mundo. Y la esperanza nos permite contemplar con serena confianza los horizontes que atraen con fuerza nuestra fidelidad ministerial, y que orientan, como la estrella de Belén, nuestro peregrinaje por la vida.

La reflexión acerca del amor de Dios, la atención debida al mandato de amarnos como él nos ha amado, y el interés por vivir ese amor, constituyen el fundamento y el núcleo de la Comunión eclesial para la que nos capacita la gracia divina. Por tanto, en la medida en que nos esforzamos por vivir con nuestros hermanos sacerdotes desde el mandamiento del amor, contribuimos al equilibrio del Presbiterio diocesano y a su crecimiento en calidad y en solidez.

Queridos hermanos sacerdotes: la dignidad y grandeza del sacerdocio, con que el Señor nos ha enriquecido por el sacramento del Orden sagrado, ha de ser motivo más que suficiente para que nos interesemos los unos por los otros, y sintamos la responsabilidad de potenciar los unos en los otros las cualidades con que el Señor ha enriquecido a cada uno.

4.- El amor de Dios, que puso lo mejor de sí mismo en favor nuestro, enviándonos a su Hijo Unigénito y constituyéndolo víctima propiciatoria por nuestros pecados, debe animarnos a poner lo mejor de nosotros mismos al servicio de nuestros hermanos sacerdotes. Cada uno deberemos considerar qué valoramos más, y tomar la decisión de ponerlo al servicio de los hermanos, especialmente de los más necesitados.

Para unos, lo más importante será la oración. Pues deberá convertirla en súplica por los hermanos sacerdotes y por algunos en concreto, especialmente en determinadas circunstancias.
Para otros, lo más importante será el tiempo o la organización de la propia vida, intocable en determinados reductos; y habrá que sacrificar esto cuando lo necesite el hermano, poniéndolo a su servicio en forma de acogida incondicional, de búsqueda sencilla y fraternal, o asistiendo y participando en las tareas comunes del equipo sacerdotal o pastoral en que todo el grupo está comprometido.

Otros, quizá estimen que merece mayor cuidado la propia imagen de bondad, de simpatía o de respeto a la persona de los demás; por eso, en ocasiones habrá que arriesgarla en una conversación clara, transparente y caritativa, pero valiente al mismo tiempo, que ayude al hermano a reconocer defectos o comportamientos que ponen en peligro su propia fidelidad y hasta su identidad sacerdotal o pastoral. Debe quedar claro, también en la práctica, que la caridad es más importante siempre que la propia imagen.

5.- Queridos hermanos: el Señor ha querido manifestarnos en la Navidad que las verdaderas posibilidades de nuestro ministerio pastoral no están en la riqueza de recursos constatables, sino en el amor que todo lo mueve, precisamente porque lo alienta el Espíritu de Dios.

Pidamos al Señor, por intercesión de su Madre y Madre nuestra la gracia de experimentar el amor de Dios y de vivir el amor al prójimo; y, de un modo especial, a los hermanos sacerdotes.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FIESTA DE EPIFANÍA

Celebramos hoy la fiesta de la Epifanía. Esta palabra griega significa “manifestación”. Por tanto, aunque Jesucristo se manifestara a los pastores a través de los ángeles en el mismo día de su nacimiento, fue esa una manifestación muy reducida. No obstante, llevaba ya consigo un gran mensaje: Dios se manifiesta a los sencillos, a los que son capaces de admitir que Dios puede hablarles a través de intermediarios sobrenaturales, o mediante otras mediaciones solventes elegidas por Él.

Creer esto no es nada sencillo. Es, ciertamente, un don de Dios que él no escatima para nadie; pero que llega a conceder a quienes están abiertos al misterio, a quienes cultivan la fe en su corazón, a quienes reservan un lugar a Dios en su vida, en su espíritu, en el conjunto de sus pensamientos y proyectos.

La prueba de que no a todos resulta sencillo admitir mediaciones que nos hablan de parte de Dios, es que son muchos los que no creen en la Iglesia como sacramento, como realidad perceptible que habla y obra de parte del Señor, y en la que Dios mismo obra nuestra salvación.

Pero volvamos sobre la Epifanía como fiesta importantísima en la historia del cristianismo. Lo que en este día conmemoramos es la voluntad del Señor de manifestarse a todos en Jesucristo, y no sólo al pueblo Judío. Hasta entonces apenas tenían noticia del nacimiento del Mesías la Virgen y S. José, la madre de Juan Bautista, los pastores y pocos más. Y el mensaje de los profetas no había llegado más allá de los confines del Pueblo hebreo.

En este día de Epifanía o de los Reyes Magos, Jesucristo, Niño todavía, se manifiesta a todo el mundo, que era considerado por el pueblo Judío como extraño, como extranjero. Los llamados Reyes Magos eran extranjeros, eran forasteros para el pueblo escogido, eran extraños al pueblo que había recibido la promesa de salvación.

En este día celebramos, pues, la manifestación de Jesús a nosotros mismos, que no pertenecemos al pueblo judío sino que pertenecemos a loa pueblos que ellos consideraban gentiles o extranjeros.

Este día pone ante nuestra consideración la esencial universalidad de la obra redentora para la que Cristo había nacido.

La universalidad que instaura Jesucristo, rompe con la sospecha de que Dios se manifestaba y mantenía una relación protectora sólo con algunos, sólo con el pueblo elegido. El amor del Señor se manifiesta infinito no sólo en su esencia e intensidad, sino en su extensión. Desde la manifestación de Jesús a los Magos de Oriente, sabemos que Dios nos ha amado a todos los que hemos ido existiendo a través de los tiempos, y a los que existirán hasta el fin de la historia..

Dicha universalidad, que es una de las notas esenciales de la Iglesia, nos advierte de que ella es el Nuevo Pueblo de Dios en el que ya no hay distinción entre judíos y griegos, entre hombre y mujer, por cuanto que ninguno de ellos es excluido del amor y de la voluntad salvífica del Señor. Él mismo nos dirá: “Yo he venido para dar vida a los hombres y para que la tengan en plenitud”(Jn. 10, 10).

Con esta celebración de la Epifanía se nos revela que el amor de Dios no es abstracto ni sectario, sino universal y concreto, y se dirige personalmente a cada uno de los hombres y mujeres de todos los tiempos, como nos dice hoy S. Pablo: “También los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef. 3, 5).

Este es el sentido de las palabras del Profeta que hemos escuchado en la primera lectura: “sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora” (Is. 60,--)

Es muy importante considerar que el Salvador se manifestó a la gentilidad, a todos los pueblos, precisamente a través de los Magos de oriente. Ellos fueron el signo de todos nosotros. Y en ellos el Señor se dio a conocer a todos como el salvador universal.

Pero no podemos olvidar que los Magos vivían seriamente inquietos por conocer al que la estrella indicaba, y por ponerse a sus pies para adorarle. Así preguntarán a Herodes:”¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarle” (Mt. 2, 2).

Esa actitud profunda, constante y esforzada de los Magos en la búsqueda del rey que había de nacer, no sólo les puso en contacto con la Sagrada Escritura y les llevó hasta el portal de Belén, sino que fue el motivo por el que Dios les constituiría en apóstoles del nacimiento del Mesías, de la presencia del Señor en la historia, de la manifestación del amor infinito y universal, único capaz de salvar a la humanidad.

Hoy, el lugar de los Magos, por institución divina y por mandato explícito de Jesucristo, lo ostenta la Iglesia y, en ella, cada uno de los que la integramos por el Bautismo. A todos atañe el mandato que Cristo dirigió a los Apóstoles: “Id y haced discípulos de todos los pueblos...” (Mt. 28, 19). Y, puesto que ser discípulos de Cristo supone aceptar la salvación que él nos trae, por la cual cobra sentido y sabor la vida humana, el Señor nos dirá a los cristianos: “Vosotros sois la sal de la tierra...” (Mt. 5, 13).

Como sal debemos llevar apostólicamente al prójimo alejado el testimonio del amor de Dios y la promesa de salvación que Dios trae para todos.

Queridos hermanos: la tradición de los regalos, que hacen la ilusión de niños y mayores en la fiesta de Epifanía, ha podido desviar un poco la atención en este día, distrayéndonos del sentido profundo de esta celebración, más antigua en la liturgia que el mismo día de la Navidad. No obstante, es muy oportuno aprender, también, de los regalos que los magos ofrecen al Niño.

Los reyes no acuden ante el Señor con las manos vacías. Más allá del simbolismo del oro, del incienso y de la mirra, lo importante es que cada uno de ellos presenta a Jesús lo que tiene y lo que constituye su singularidad. Podríamos decir que los Reyes Magos, dando los regalos al Niño, se dan a sí mismos; hacen de la adoración una entrega personal. De este modo, corresponden, con su ofrecimiento personal, a la entrega de Dios en favor de los hombres. Sólo disponiéndonos a obrar de este modo, podrá ser verdad para cada uno de nosotros, lo que hemos pedido en la oración inicial de la Misa: Señor, “concédenos, a los que ya te conocemos por la fe, poder gozar un día, cara a cara, de la hermosura infinita de tu gloria” (Orac. Colecta).

Que la fiesta de la Epifanía o de la manifestación del Señor, sea una ocasión de verdadero gozo al sentirnos llamados por el Señor a participar de los frutos de su presencia entre nosotros.

Que la contemplación de los Reyes Magos sea una oportunidad para entender cual debe ser nuestra actitud ante el Señor que viene a nosotros constantemente mediante su palabra, mediante los Sacramentos, y mediante las gracias actuales con que nos enriquece y n os ayuda, a veces inesperadamente, a lo largo de nuestra vida.

QUE ASÍ SEA.

HOMILÍA DEL DOMINGO IVº DE ADVIENTO

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente,

Queridos hermanos todos, religiosas, seminaristas y demás seglares reunidos hoy en esta última celebración de Adviento:

Ha terminado el tiempo dedicado por la Iglesia a la preparación del
acontecimiento más entrañable y nuevo de la historia. En la Navidad celebramos con inmenso gozo la entrada de Dios infinito en la historia limitada y provisional popr la que caminamos.

El infinito, en quien está el origen, el apoyo y sostenimiento providente de todo cuanto sigue existiendo, la determinación incontrovertible del momento en cada uno debemos interrumpir nuestro peregrinar sobre la tierra, y el fin glorioso de los que acogen su palabra y cumplen su voluntad, entra a formar parte de las criaturas contingentes, encarnándose en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen María.

El Hijo Unigénito del Padre, la Imagen perfecta del Dios vivo, la sabiduría plena en la que residen los secretos del Universo, el que ha dicho con toda propiedad que es el camino para la santidad y la Vida, que vino al mundo para salvarnos, inicia un duro camino de contradicciones, incomprensiones, desconfianzas y estratagemas para apartarle de los vivientes, porque molestaba su radical novedad y su perfección incontestable.

El santo por excelencia, el que no podía cometer pecado porque es Dios, carga con nuestros pecados hasta pagar por todos ellos con su Pasión y muerte cruenta en la Cruz.
El Dios de quien todos dependemos, que nace como Niño pobre en un pesebre, y que se ofrece al Padre en sacrificio de suave olor, muere sobre el duro lecho del madero de la cruz para que nosotros podamos vivir y morir con la dulce esperanza de una vida feliz por toda la eternidad.

En la Navidad se hace realidad la promesa que de Dios tras el pecado de Adán y Eva. El Dios del cielo asume, por amor, la responsabilidad de los que habitamos la tierra, dando cara por nuestros pecados, para que podamos llegar un día al cielo y habitar eternamente en él como en nuestra casa. Dios viene junto a nosotros para abrirnos y señalarnos el camino que une la tierra con el cielo, de modo que avanzando por él lleguemos a habitar junto a Dios para siempre.

Este insondable misterio de amor fue anunciado por los profetas, aunque no fue aceptado por todos. Es un gran misterio del que necesitamos vitalmente porque de él depende nuestra salvación. Pero es un misterio tan profundo, que choca llamativamente con nuestra capacidad de entendimiento y comprensión. Y cuando los hombre piden un signo que les ayude a entender lo esencialmente incomprensible, por la limitada inteligencia humana, el Señor le da un signo que es, también, un misterio que nos desborda: “Mirad: la virgen está en cinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel (que significa: )” (Is. 7, 14). ¿Cómo una Virgen va a concebir un hijo? ¿Cómo va a ser Dios mismo quien nazca de ella para estar con nosotros en la tierra? Así de grande es el Misterio de la Navidad.

San José, desposado con María, percibió que, antes de vivir juntos, María esperaba un hijo. Como era bueno y no quería ponerla en evidencia, ni causarle males mayores, decidió repudiarla en secreto. Pero Dios, para prepararle un hogar a su Hijo Unigénito y eterno, Dios y hombre verdadero, que iba a nacer de María Virgen, le habla en sueños manifestándole el misterio con palabras no menos misteriosas con las que pretendía dejarle claro que todo aquello era obra de Dios. Y dice a José algo que tampoco este hombre justo podía entender. María misma tampoco lo entendió. Se limitó a aceptarlo, como José, porque era palabra del Señor a quien se debe toda reverencia, e incluso el homenaje de la propia razón: “No tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, -le dijo- porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo” (Mt. 1,---).

Dios, que es misterio, obra en nosotros y para nuestro bien sin dejar de ser Misterio. Su acción amorosa nos transforma en hijos adoptivos suyos por la redención. Por eso, aceptar y asumir esa obra salvífica en nosotros supone también que nosotros salgamos de nuestras formas habituales y puramente humanas de conocer y entender, y aceptemos la necesidad de la fe por la que Dios nos da acceso, aunque como en un espejo o en enigma, al conocimiento del Misterio.

Por el regalo de la fe podemos conocer a Dios, podemos amar su obra y entonar gozosos un himno de gratitud cantando las maravillas incomprensibles que obra en nosotros, pecadores, a lo largo de toda la historia.

Por la fe podemos dirigirnos a Dios llamándole Padre, y sentirnos, con toda razón y certeza, parte de la gran familia de los redimidos por el Señor.

Por la fe podemos llegar a vivir el deseo de acercarnos al misterio de Dios, convencidos realmente de que en él está la luz de la vida, aunque a los que vivimos en la tierra se nos presente en negra oscuridad.

Por la fe podemos creer firmemente que el Niño, nacido de María Virgen y recostado en el pesebre, es el Rey del universo, el Hijo del Dios vivo, el salvador del mundo, el camino, la verdad y la vida.

El tiempo de Adviento que hoy termina ha sido una constante llamada a la conversión interior para acoger y valorar el don de la fe y, por ella, acercarnos al conocimiento del Mesías que viene a salvarnos.

Por la fe asumimos, como un deber intransferible, el prepararnos para recibirle cuando llegue triunfante al fin de los tiempos con gran poder y majestad como juez de vivos y muertos.

Por la fe sabemos que, gracias a su misericordia infinita, Dios hace todo lo posible para llevarnos con él definitivamente a la gloria en la felicidad que anhelamos y esperamos. Por eso hemos repetido en el salmo interleccional: “Va a entrar el Señor: Él es el Rey de la gloria” (Sal. 23).

El mismo Señor que nació en Belén, que nos redimió ofreciendo su vida por nosotros al Padre, que vive triunfante en los cielos y que es el Rey de la Gloria, se hace presente en el santísimo Sacramento del Altar y se nos da como alimento para nuestro caminar hacia él. Recibámosle como le recibió la Santísima Virgen María. Adorémosle como le adoraron los Pastores y los Magos de oriente. Unámonos a Él como S. Pablo, que pudo decir: “Vivo; mas no yo, es Cristo quien vive en mí” (----).

Con este ánimo y con esta esperanza lleguemos, desde la celebración de la Navidad, al goce de la resurrección.

QUE ASÍ SEA.