HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD DE EPIFANÍA

Martes, 6 de Enero de 2009

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, religiosas y seglares todos:

Al celebrar esta fiesta de tanto arraigo entre nosotros, y de tanta repercusión familiar y social, como es la que denominamos popularmente como el Día de los Reyes Magos, el Señor se dirige a nosotros a través de la profecía de Isaías diciéndonos: “Levántate y brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti”(Is. 60, 1).

1.- Jerusalén es la ciudad santa, el símbolo del pueblo elegido, el signo del acercamiento mutuo entre Dios y la humanidad, y el espacio del encuentro histórico de Dios con los hombres. En Jerusalén, el Hijo de Dios consumó su acercamiento a nosotros, pecadores, asumiendo la culpa de nuestros pecados y culminando la redención universal. Por el sacrificio expiatorio de Jesucristo, realizado en el Calvario de Jerusalén, y que nos liberó del pecado y nos hizo hijos adoptivos de Dios, podemos llamar “Padre” a Dios.

Por tanto, Jerusalén es para nosotros, la imagen de la Iglesia que es el nuevo y definitivo pueblo de Dios en el que hemos nacido a nueva vida. La Iglesia se la llama, en algunos lugares “la Nueva Jerusalén”.

En la Iglesia el Señor se acerca a nosotros cuando es proclamada su palabra en el curso de una celebración litúrgica.

En la Iglesia el Señor prosigue su acercamiento ofreciéndonos personalmente su redención cada vez que participamos en los santos sacramentos, sobre todo en la sagrada Eucaristía. De este modo, y a través de la Iglesia, el Hijo de Dios nos aplica los méritos alcanzados de una vez para siempre con su muerte y resurrección. Momentos que tuvieron su escenario en Jerusalén.

2.- Volviendo a las palabras de Isaías, después de esta reflexión aclaratoria, debo decir que el Señor es la verdadera luz capaz de brillar en medio de las tinieblas destruyendo con su resplandor hasta la más tenebrosa oscuridad personal y social.

Conviene saber que la luz de que nos habla el Profeta es la gloria misma del Señor, cuyo resplandor ilumina el alma, el hogar, el trabajo, el gozo, el dolor, y la vida entera cuando se manifiesta y la percibimos por la fe. Esa Luz se distingue notablemente de las luces humanas, radicalmente unidas a los sentidos y a la simple racionalidad de nuestra inteligencia.

La luz que nos llega del Señor nos permite acceder a lo que desborda nuestra inteligencia, nuestra capacidad de comprensión y nuestra mirada terrena, cuyo alcance termina casi en lo inmediato, en lo material y muchas veces simplemente en las apariencias.

Esa luz, coincidente con la gloria del Señor, ilumina sólo a quienes se acercan a Dios; a quienes meditan en su palabra y en su obra salvífica; a quienes llegan a experimentar el amor de Dios, la bondad de Dios, la misericordia divina y las obras de su infinita y constante Providencia.

La luz del Señor, que nos permite percibir la realidad profunda de las cosas y de los acontecimientos; la luz por la que podemos penetrar en el sentido último de la vida y de cada uno de sus momentos; la luz que nos capacita para adentrarnos en el misterio de Dios creador y redentor; la luz que nos permite ver más allá del horizonte puramente humano, es una luz que nos llega desde fuera, desde Dios, porque esa luz es Dios mismo. Pero, esa luz brilla al mismo tiempo dentro de nosotros y se proyecta desde el fondo del alma sobre cuanto ocupa nuestra atención en el orden humano y en el orden sobrenatural. Esa es la maravilla de la gracia de Dios y de la fe cristiana.

3.- Percibir y experimentar la gloria del Señor, que es la fuente de toda luz interior, realiza en nosotros una transformación tal que nos permite gozar de la luz de Dios, que es la fe, y proyectar esa luz sobre cuanto forma parte de nuestra existencia. Por ello la luz que emana de la gloria del Señor nos hace capaces de percibir la verdad más allá de las apariencias.

Esa luz es imprescindible para vencer los espejismos con que el diablo intenta captar nuestra atención y dirigir nuestra vida desfigurando la realidad, y haciéndola depender de nuestras limitaciones y concupiscencias.

Esa luz es la que brilló en el espíritu religioso de los Magos de Oriente y les permitió ver y entender la estrella como la indicación milagrosa que podía llevarles ante el Señor de Cielos y Tierra, ante el cual toda rodilla debe doblarse en el cielo y en la tierra, y ante el que toda lengua debe proclamar que Jesús es el Señor (cf. Flp. 2, 10).

4.- Queridos hermanos: no cabe duda de que hoy estamos muy necesitados de la luz de Cristo, de la luz de la fe, de la luz que emana de la contemplación de la gloria del Señor. Por eso debemos pedirla al Señor en este día con toda insistencia y devoción, con toda confianza y esperanza.

Debemos pedirla para nosotros y para los demás; especialmente para aquellos que el Señor ha puesto a nuestro lado como miembros de la misma familia, como integrantes de la misma comunidad cristiana, de la misma Cofradía o Hermandad, como compañeros de trabajo, como amigos, o como parte de la sociedad en que vivimos, cuyos rasgos culturales y cuyas leyes modelan erróneamente los criterios y los comportamientos de tantas y tantas personas no suficientemente apercibidas.

Ojalá que, con nuestra plegaria, creciera cada día el número de quienes, como dice el Salmo que hemos recitado, se postrarán ante el Señor atraídos por la luz de su gloria.

5.- Pero la fiesta que hoy celebramos, y que recibe el nombre litúrgico de Epifanía o manifestación, encierra otro mensaje muy importante para nosotros y para la sociedad en cualquier lugar y tiempo. La fiesta de la Epifanía nos muestra de modo muy elocuente la voluntad de Dios de acercarse a todos, de atraer a todos hacia su gloria, de romper toda xenofobia, todo clasismo, toda marginación y todo sectarismo. Dios, hecho hombre y nacido en Belén, se manifiesta a judíos y gentiles, y a todos hace oír, de un modo u otro, la Buena Noticia de la salvación. A todos quiere acercar la fuerza de su gracia para que cada uno pueda orientar su propia vida a la luz de la verdad, y para que todos podamos ayudar a los demás a percibir el resplandor de Cristo que rompe toda oscuridad.

Hoy constatamos diversas sombras en la sociedad que producen densa oscuridad en el alma de muchos niños, de muchos jóvenes y de muchos adultos. Sombras que pasan desapercibidas a muchas personas deslumbradas por los brillos del progreso científico, del bienestar, y de las abundantes promesas de goce y de crecimiento económico y material. Progreso que es legítimamente deseable, en principio, si responden a criterios de justicia y equidad.

Las sombras de que hablamos permanecen a pesar de los progresos humanos e impiden ver lo que hay en la propia intimidad, que es de donde se brota la duda, el sinsentido, la desesperanza, la ansiedad insaciable, y la desorientación. La razón es muy sencilla: las exigencias interiores de la persona que no se abandona a la vorágine del activismo y del ambiente, permanecen a pesar de tanta propaganda, de tanta llamada a veces embaucadora, de tanto discurso y de tanto mensaje subliminal contrario a la vivencia de la fe cristiana.

5.- Es necesario que cada uno de nosotros analice su propia interioridad para detectar las luces y las oscuridades que simultaneamente ocupan el alma algunas veces.

Es necesario que tomemos una decisión clara y firme para abrir el espíritu a la experiencia de Dios, de cuya gloria nos ha de llegar la luz para romper oscuridades, para vencer toda sombra, y para esclarecer el camino por el que debemos encauzar nuestros pasos.

Es necesario que avivemos la conciencia hasta percatarnos de la riqueza que supone haber sido iluminados por la gloria del Señor, y hasta que entendamos que la primera obra de caridad, la más importante a realizar con los hermanos es, por ello, ofrecerles la luz del Evangelio, acercarles a Dios para que puedan percibir la gloria del Señor y, para que, con su resplandor, encuentren el sentido de su vida y la inmensa grandeza a que han sido convocados y capacitados por el Señor.

6.- A esta reflexión quiero unir otro de los mensajes de la fiesta de Epifanía, que de algún modo ha calado en el alma popular, aunque esté sufriendo notables deformaciones. Se trata de los obsequios. Siguiendo el ejemplo de los Magos de Oriente que ofrecieron al Señor oro, incienso y mirra, se ha establecido la antiquísima costumbre de obsequiar a los seres más cercanos con regalos que, en principio, significan el amor, el aprecio y la voluntad de ayuda y servicio que les une. Pero cabe el peligro de que se olvide a Dios, al Niño nacido en Belén, que está esperando el obsequio de nuestra fidelidad, el regalo de un tiempo dedicado a él, de un sacrificio por el que le manifestemos nuestra preferencia sobre las otras realidades que tiran de nosotros con la fuerza de la concupiscencia.

Vigilemos para que la costumbre de los regalos no se oponga al motivo que los motivó y universalizó, y que es la entrega del Señor en beneficio de la humanidad, y la voluntad de los Magos de entregarle cuanto estaba en sus manos para alabarle y manifestarle su fidelidad.

Que esta fiesta abra el corazón de los hombres y mujeres a la caridad cristiana y a la solidaridad humana. Procuremos que nadie eche en falta la ayuda material y espiritual que, en cada momento, constituya su mayor necesidad. Esta será la mejor forma de agradecer a Dios todo el bien que nos ha hecho con sus inmensos dones.

QUE ASÍ SEA.

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