HOMILÍA EN EL DOMINGO IIº DE ADVIENTO DE 2008

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos seminaristas, religiosas y seglares:

1.- Si leemos o escuchamos con atención contemplativa la palabra del Señor, descubriremos fácilmente que va dirigida, con toda sabiduría y oportunidad, a nosotros, a los hombres y mujeres de cada tiempo en que es proclamada a través de la historia. Y se dirige a nosotros llamando a la puerta del alma, allá donde vibran o mueren las grandes vivencias, donde se hacen vida los sentimientos más ilusionados, o donde roen el espíritu las experiencias y las sensaciones más paralizantes. En cualquier caso, como nos recuerda la liturgia en la fiesta de Pentecostés, la palabra del Señor, portadora de la fuerza del Espíritu Santo, “riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, infunde calor de vida en el hielo, y salva al que busca salvarse” (Secuencia).

2.- ¿Qué mensaje nos trae hoy la palabra del Señor, en este segundo Domingo de Adviento?
Parece que el profeta Isaías hubiera escrito para quienes vivimos esta situación histórica dominada por la injusticia, la discriminación, la marginación , la pobreza, la inseguridad de la guerra y del terrorismo, la crisis económica y de valores, el secularismo laicista y los atentados de todo tipo contra la vida y contra los más débiles e indefensos.

Ciertamente, si evaluamos nuestro mundo teniendo solamente en cuenta lo negativo, la situación llegará a parecernos insostenible. Pero, no debemos olvidar que la cizaña crece junto al trigo, y que los defectos que marcan el reverso de la medalla están relacionados con las virtudes que integran el anverso brillante y valioso.

Contemplar los progresos humanos, artísticos, literarios, políticos, sociales, culturales, y religiosos, nos permitiría una visión más equilibrada de la realidad que nos ha tocado vivir, y del mundo que nos corresponde transformar. Hay que vencer, pues, tanto el pesimismo, como el vano optimismo, y cualquier visión parcial o reduccionista de la realidad.

No obstante, bien sea por la amarga saturación que produce el disfrute de lo que no puede saciar el alma humana, o sea por la inquietud que puede causar la oscuridad de un futuro incierto más allá del momento presente y después de esta vida terrena, lo cierto es que bien podríamos afirmar que la mayor carencia de nuestro tiempo es la esperanza. De tal modo que, cuando tantos buscan ganarse a la humanidad desde promesas ideológicas, económicas, hedonistas o evasivas, hemos oído en distintas ocasiones esta afirmación: “el mundo será de aquel que le ofrezca mayor esperanza”. El Apóstol Pedro nos urge a que seamos capaces de dar razón de la esperanza que nos mueve a los que creemos en el Señor Jesús.

3.- Pues bien, cuando en el tiempo de Adviento preparamos la Natividad del Señor Jesús, el profeta Isaías, anunciando en aquel tiempo la venida del Mesías, nos habla de parte de Dios con estas palabras de aliento y de esperanza: “Consolad, consolad a mi pueblo...Se revelará la gloria del Señor y la verán todos los hombres juntos...Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza, su brazo domina...Como un pastor apacienta el rebaño, su mano los reúne. Lleva en brazos los corderos, cuida de las madres” (Is. 40 1 y sig.).

Este lenguaje, que además de simbólico puede parecernos irreal para nuestro tiempo, ha sido ratificado por Jesús, el Mesías salvador, de muy diversas formas y en diferentes ocasiones. Es Jesucristo quien nos ha dicho, quien ha dejado escrito en el Evangelio, y quien repite para nosotros a través de la predicación de la Iglesia: “Venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” . “Yo para eso he venido, para que tengáis vida y la tengáis en abundancia”. “Yo quiero que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.

4.- Estas palabras, que pueden infundir la esperanza que va más allá del presente inmediato y más allá, también, de la vida presente, no pertenecen a un bello discurso electoral, ni a promesas interesadas para beneficio de quien las pronuncia.

La veracidad de estas palabras ha sido rubricada por la entrega incondicional del Hijo de Dios haciéndose hombre como nosotros y compartiendo todas nuestras limitaciones y pruebas a lo largo de la vida en el mundo, menos el pecado del que vino a salvarnos. Así lo celebramos en la Navidad cuya celebración estamos preparando.

El señor ha rubricado la veracidad de sus promesas dando su vida por nosotros en la cruz e invocando desde el patíbulo el perdón para quienes le habían condenado y crucificado: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

El Señor ha reforzado la esperanza que invita a poner en Él, orando así al Padre antes de ir a Él una vez consumada su obra redentora: “Padre, quiero que donde esté yo, estén también ellos conmigo”.

5.- Si meditamos bien estas palabras de Jesús, y reflexionamos desde ellas contemplando los misterios de nuestra redención, podremos decir abiertamente a todos los que se extrañen de nuestra fe y de nuestro empeño por seguir al Señor: “Nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia” Así ello nos invita S. Pedro en su segunda carta proclamada hoy en la segunda lectura (2 Pe. 3, 13).

6.- No obstante, como bien sabemos, aunque todo sea regalo del Señor, nada nos llega habitualmente de sus manos si no ponemos lo que está de nuestra parte. “Dios, que nos ha creado sin nosotros, no nos salvará sin nosotros”, dice S. Agustín.

Pues, bien, para que seamos capaces de acertar en la responsabilidad que nos compete en orden a encauzar nuestra vida hacia el encuentro y la configuración con el Señor que nos salva, Dios mismo envió al precursor cuya enseñanza ayudó a rellenar valles y allanar montes para que la salvación pudiera llegar sin obstáculos insalvables. Ahora, en nuestro tiempo, es el mismo Cristo el Señor quien nos ayuda a preparar el camino de la salvación actuando en su Iglesia, que es su cuerpo místico, garante de su palabra y sujeto de los sacramentos que nos llenan de gracia. De ello nos ha hablado hoy el santo Evangelio que acabamos de escuchar.

7.- Queridos hermanos en el Señor: sabiendo que el mundo necesita vitalmente de una esperanza firme y veraz, ajena a todo fraude o a toda apariencia engañosa, debemos despertar en nosotros dos actitudes fundamentales. Primera, la decisión de conocer y profundizar el mensaje del Señor para adecuar nuestra vida al proyecto de vida que él nos ofrece. Y, en segundo lugar, asumir el compromiso de predicar el mensaje salvador de Cristo, que se inició para nosotros con la Navidad y que puede comenzar para cada uno de los hombres y mujeres en el momento en que descubran al Señor como salvador y vida de nuestras almas.

Que la santísima Virgen María, primera receptora del mensaje salvífico de Cristo, mujer fiel desde el principio, y madre universal de la Iglesia y de toda la humanidad, nos alcance la gracia de fortalecer nuestra fe para escuchar, atender y proclamar la esperanza que nos ofrece el Señor Jesús.

QUE ASÍ SEA.

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