Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Queridos hermanos todos, miembros de la
Vida Consagrada y seglares:
1.- Lo que nos permite entender la
llamada del Señor para reunirnos hoy en esta celebración, es la fe. Por ella,
que es don de Dios, participamos de una verdad que nos trasciende y que, al
mismo tiempo, da sentido a nuestra vida.
Por la fe creemos que el Señor nos ha amado hasta el extremo. Y lo ha
demostrado en Jesucristo muriendo en la carne para que nosotros no muriéramos
irremisiblemente en el espíritu a causa de nuestro pecado. Ese amor infinito,
que es eterno como Dios mismo, se
manifestó en el tiempo con la Encarnación, con la vida que Jesucristo compartió
con la humanidad al entrar en la historia. Ese amor tuvo su eclosión
insuperable y misteriosa en la Pasión y Muerte sacrificial del Hijo de Dios.
2.- Sin embargo, ese amor infinito no podía reducir sus
manifestaciones a unos acontecimientos
ubicados en otro tiempo y pasados a la memoria simplemente como algo que
ocurrió. El amor infinito de Dios que, como él, no tiene tiempo porque es
eterno, sigue presente y obra con toda su fuerza en nuestro tiempo; y lo
seguirá haciendo en todos los tiempos. Como tuvo su manifestación perceptible
socialmente en uno años determinados, sobre todo mediante la Pasión, Muerte y Resurrección
de Jesucristo anunciadas por él mismo, tiene también su manifestación
permanente en la Sagrada Eucaristía, sacrificio y sacramento de nuestra redención.
En esta acción litúrgica, en la que estamos participando, se manifiesta ese
amor infinito, como si fuera la primera vez -porque es la única y la misma vez
que ocurrió para siempre-, aquello que nos enseñan los Apóstoles y que la
palabra de Dios nos recuerda hoy en la primera lectura: “El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros matasteis
colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó haciéndolo jefe y salvador
para otorgar a Israel la conversión con el perdón de los pecados” (Hch. 4.
5).
3.- Pero el hecho de que la Eucaristía sea la
celebración sacramental del mismo y único sacrificio redentor de Jesucristo, no
supone que cualquiera, participando en este admirable sacramento pueda llegar a
descubrir, sin más, todo el misterio de amor divino y de salvación que
encierra. Es necesario que la palabra de la Iglesia acompañe a los hechos que
realiza por mandato del Señor; de tal modo que, la proclamación de Jesucristo,
de sus enseñanzas y de sus obras, permita acercarse a las celebraciones
litúrgicas con plena fe en la acción de Dios que allí se hace presente.
Este es el ministerio de los Apóstoles. Ministerio que
ellos, al recibir al Espíritu Santo, entendieron como un deber y una
satisfacción al mismo tiempo, ya que, por su fe se sabían salvados por
Jesucristo. Y sabían, además, que Dios había enviado a su Hijo Unigénito para
salvar a todos los hombres de todos los tiempos. Por eso entendieron que
predicar a Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación a causa del
amor que nos tiene, debía ser su ministerio principal por encima de todas las
dificultades y adversidades. Así lo manifiestan diciendo ante las autoridades
que se lo prohibían: “Hay que obedecer a
Dios antes que a los hombres” (Hch. 5, 29).
4.- Ese convencimiento llevó a los Apóstoles a
arrostrar gravísimas dificultades, a beber el mismo cáliz amargo que bebió
Jesucristo, encarcelados y martirizados por el Nombre del Señor. Ese
convencimiento era tan profundo y firme en los Apóstoles, que Santiago y Juan,
ambos hermanos de sangre, a la pregunta de Jesucristo acerca de si podían
afrontar los sacrificios que iba a comportarles el ejercicio de su ministerio,
respondieron, con una firmeza y decisión que sorprende: “Podemos” (Mt. 20, 17-28).
En verdad, a estos hombres
tan intrépidos como débiles, les asistía la gracia de
Dios. Estaban llenos del Espíritu Santo. En esta celebración debemos pedir a
Dios la gracia que necesitamos para recorrer fielmente el camino que el Señor
nos ha trazado, a cada uno según la vocación propia, para que seamos cristianos
ejemplares y apóstoles en nuestros ambientes.
5.- Hoy celebramos la fiesta de Santiago Apóstol,
primero de los Apóstoles que sufrió el martirio por su fidelidad a Jesucristo.
Y celebramos también a Santiago Apóstol como Patrón de España. El patronazgo
supone una especial intercesión del santo ante Dios en favor nuestro. Es a él a
quien debemos pedir hoy, con fe y con esperanza, la gracia de asumir nuestra
misión apostólica con la valentía, con la decisión y con la fe con que la
asumió el Apóstol Santiago.
6.- Esta celebración tiene también una dimensión
familiar al interior de nuestra Iglesia Particular. Esa dimensión familiar tiene
que ver, también, con el amor con que el Señor nos ha amado. Y tiene que ver
con el amor de Dios, porque amándonos Él, nos invita y nos capacita para
amarle. Y amándole a él, comenzamos a ser capaces de amarnos entre nosotros. La
unión de los cristianos con sus semejantes, comienza a ser posible en tanto
estamos unidos a Jesucristo, cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo místico.
Ese amor recíproco es el
que nos hace alegrarnos con los que se alegran y sufrir con los que sufren. Hoy es día de gozo
porque es la onomástica de vuestro Padre y Pastor,
de vuestro Arzobispo; ojalá también, de vuestro amigo. Vuestra presencia hoy en
la Catedral supone para mí la gran satisfacción de sentirme unido a mis
hermanos sacerdotes y a los fieles de esta Iglesia con el vínculo del amor
cristiano y del afecto humano.
7.- Por vuestro gesto al acompañarme hoy participando
en esta Eucaristía, quiero daros las gracias. A la vez os pido el favor de que oréis
para que el Señor me conceda la gracia de quereros como os debe querer el Padre
a los hijos y el Pastor a sus ovejas.
Elevemos al Señor la plegaria que nos ha sugerido el
salmo interleccional con estas palabras: “El
Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros, conozca la
tierra tus caminos y todos los pueblos tu salvación” (Sal. 66).
QUE ASÍ SEA
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