Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Junta directiva y miembros de la
Cofradía de nuestra patrona, la Virgen
de la Soledad,
Queridos fieles cristianos, miembros de la Vida
Consagrada y seglares:
1.- La Palabra de Dios nos habla
hoy de la santísima Virgen María presentándonosla como un signo de la
magnanimidad divina, como el ejemplo de la virtud característica de Jesucristo
nuestro Maestro y salvador, y como un regalo de Dios a la humanidad.
2.- Todos coincidimos en la
experiencia de que nos cuesta creer aquello que no vemos, o aquello que
trasciende nuestra capacidad de comprensión. Por ello, espontáneamente sentimos
la necesidad de un signo que nos permita entender que lo que Dios nos anuncia y
enseña es cierto aunque no lo veamos o no lo entendamos con la simple luz de la
razón. Dios, como ayuda a nuestras lógicas limitaciones, muchas veces
agrandadas por las debilidades humanas, nos dice: “El Señor, por su cuenta, os dará una señal” (Is. 7, 14).
En la escena que nos describe la
primera lectura de esta Misa, se trataba de dar a conocer a la humanidad que el
amor de Dios era infinitamente más grande que el pecado de los hombres; y que,
por tanto, ante la incapacidad humana de resolver la situación en que había
quedado el hombre pecador, Dios mismo había tomado la iniciativa para procurar
nuestra salvación. Esto no es fácil de entender. En la lógica humana, es el
ofensor quien debe tomar la iniciativa para resolver las consecuencias de la
ofensa. Sin embargo, en el caso de la salvación del hombre, fue el ofendido
quien asumió la responsabilidad del ofensor. Dios inició y llevó a cabo la obra
de nuestra redención, aunque éramos nosotros quienes le habíamos ofendido por
el pecado.
Para que creyéramos esto, que a
simple vista resulta extraño, el Señor nos dio una señal. Y esa señal es la
Virgen María. Ella es el signo que nos anuncia la salvación divina por obra de
la misericordia infinita de quien es nuestro Padre y creador. Así nos lo ha manifestado
la palabra del Señor: “La virgen está en
cinta y da a luz un hijo; y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios
con nosotros” ( Is. 7, 14).
La santísima Virgen María es el
signo de la decisión de Dios; la expresión del
amor infinito que Dios nos
tiene. Por eso, cuando nos asaltan la
duda y la debilidad, es ella quien está a nuestro lado, es ella quien da fuerza
a nuestro espíritu para resistir la
tentación de la desconfianza o del desánimo. María es, por ello, “la causa de nuestra alegría”, como le
aclamamos en las Letanías del santo Rosario.
3.- Pero, nuestra instintiva
desconfianza hacia lo que se nos dice o se nos promete, nos hace necesitar,
todavía más, una garantía. Y esa garantía tiene su expresión máxima en la
virtud por excelencia de la persona que ha sido elegida como signo de la
magnanimidad de Dios, como expresión de su misericordia infinita. Esa virtud,
que garantiza la validez de la persona elegida por Dios como signo de su
misericordia infinita, es la obediencia. Esa es la virtud del Hijo de Dios, enviado
por el Padre para hacerse en todo semejante al hombre menos en el pecado. Del
pecado es de lo que venía a redimirnos. Esa virtud es la obediencia. Una
obediencia que acepta la primacía de Dios por encima de todo y de todos;
incluso por encima de la propia vida.
La palabra de Dios nos
manifiesta esta virtud en Jesucristo
que, llegado el momento decisivo de la redención, veía sobre sí el cruel
tormento de su Pasión y Muerte en la Cruz. Dice el texto sagrado que “Cristo…presentó oraciones y súplicas al que
podía salvarlo de la muerte”. Pero como junto a la súplica confiada estaba
la firme voluntad de ser fiel al Padre, “aprendió
sufriendo a obedecer” (Hbr. 5, 7-9).
La santísima Virgen María es
ejemplo insuperable de la virtud de la obediencia, que es la que parece más
difícil entre nosotros. Ella, ante la oscuridad y lo desbordante que le parecía
cuanto le dijo el Ángel, y ante las dificultades humanas que preveía en ello porque
iba a aparecer en cinta sin estar casada, dijo: “Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”
(Lc. 1, 38).
4.- Y, sobre todo esto, la
Santísima Virgen María, es el regalo más preciado de Jesucristo que nos la da
como Madre en el preciso momento en que culmina la obra por la que se encarnó
en sus purísimas entrañas. Clavado en la Cruz, cuando había culminado su
obediencia al Padre, queriendo manifestar el amor infinito que le había llevado
a entregarse por nosotros, nos dio el amor de María como Madre. Y, en la
persona de Juan, que había permanecido con ella junto a la cruz de Jesucristo, dijo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Y luego dijo al discípulo: Ahí tienes a
tu madre” (Jn. 19, 27).
5.- El pueblo cristiano, admirado de la virtud de
María, y convencido de que goza en el cielo de la cercanía de Jesucristo su
Hijo, la aclama constantemente confiando en su maternal solicitud; y le dice en
sencilla plegaria: “Santa María, Madre de
Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.Y
considerando su gloria celestial junto al Hijo de Dios a quien llevó en sus
entrañas, le sigue suplicando: “vuelve a
nosotros esos tus ojos misericordiosos, y después de este destierro, muéstranos
a Jesús, fruto bendito de tu vientre” (Salve).
Esa es la confianza del pueblo
sencillo que siente a María como Madre; y que, contemplando su ejemplo al
soportar todas las difíciles pruebas y sufrimientos que tuvo que afrontar,
invoca su nombre bendito poniendo sus ojos en la imagen de la Soledad, de la
mujer fuerte que sufre con entereza las pruebas que el Señor permite, como él
mismo tuvo que sufrirlas por obediencia al Padre.
5.- Al celebrar hoy la fiesta de
tan excelsa Madre y Patrona, pidamos a Dios, por su intercesión, la gracia de
cultivar y fortalecer nuestra fe; que nos conceda el don de la obediencia, y
que nos ayude a entender los signos de su amor in finito.
QUE ASÍ SEA
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