Queridos miembros del Cabildo
Catedralicio y demás hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida
Consagrada y fieles laicos:
Al comenzar esta
solemne celebración me he dirigido al Señor en una oración que pretendía
recoger las intenciones propias de una celebración como la que nos reúne en
este día. Como sabéis, conmemoramos hoy el aniversario de la Dedicación o
consagración de esta catedral que hoy nos acoge dentro de sus muros tan
valorados y queridos por todos nosotros. La catedral es el primer templo de la
Archidiócesis; es el lugar donde se celebra el culto sagrado presidido por el
Obispo que es el Pastor de toda la grey diocesana. Es el lugar por excelencia
del encuentro de Dios con los fieles cristianos de esta Iglesia particular.
Por ello, en la oración inicial de la Misa he suplicado a Dios Padre, por medio de Jesucristo nuestro Señor, que
esta celebración nos ayude a procurar, por todos los medios a nuestro alcance,
dos cosas: primera, que en este lugar se ofrezca siempre un servicio digno.
No se trata de que
el Obispo y los sacerdotes que están al cuidado de la Catedral ofrezcan un servicio digno y
atento a los fieles que lo piden. Esto debe constituir el comportamiento
habitual de todos ellos, puesto que actuamos como verdaderos pastores. La
oración pedía al Señor otra ayuda.
Suplicaba la gracia de poder ofrecer
siempre a Dios, aquí, con toda dignidad, el culto sagrado, como Dios merece, de
acuerdo con las capacidades y recursos que nos ha concedido. La intención
última y principal en todos los actos de culto, debe ser, por parte de todos,
que Dios reciba la alabanza, el honor y la gloria que merece por ser nuestro creador y redentor.
Esta petición, lejos
de quedarse en una súplica deseosa de que Dios actúe y nos conceda sin más lo
que le pedimos, es, al mismo tiempo, una oración que nos compromete a cada uno
personal e indeclinablemente. Nos compromete a procurar nuestra propia
conversión y el esfuerzo por realizar del mejor modo posible lo que realizamos
aquí. Nos compromete a poner nuestros cinco sentidos en lo que hacemos,
poniendo en ello toda nuestra devoción y nuestra confianza en que Dios acoge
benignamente las acciones con las que pretendemos darle culto. Ello requiere,
al mismo tiempo, que activemos y purifiquemos nuestra fe, para que no se
convierta en una secreta creencia de que Dios está a nuestro servicio. Al
contrario: la purificación de nuestra fe ha de llevarnos al convencimiento de
que somos nosotros quienes estamos y debemos permanecer siempre incondicionalmente al servicio de Dios. A él
debemos nuestra existencia, todos los recursos de que disponemos para crecer
material y espiritualmente, la luz para encontrar el sentido a nuestra vida, y
la fuerza para vencer las dificultades que nos llegan por nuestras limitaciones
y por las tentaciones del diablo.
La purificación y
fortalecimiento de la fe es tarea a la que nos ha invitado el papa Benedicto
XVI al convocar el Año de la fe que comenzará en los próximos días. A él
debemos prestar especial atención. La vida cristiana se fundamenta en la fe,
que es don de Dios, pero que debe ser cultivada por nosotros mediante la
oración, mediante la participación en los sacramentos y mediante el esfuerzo
personal en el examen de nuestras
actitudes y comportamientos.
La segunda petición que he formulado en vuestro nombre,
imploraba del Señor la gracia de que, como consecuencia del culto sagrado
dignamente ofrecido al Señor en este Templo,
obtengamos los frutos de una plena redención.
Nuestra preocupación
fundamental, como ya he dicho hace un
momento, debe ser siempre, dar gloria a Dios amándole y sirviéndole
generosamente con sincero corazón. Pero sabemos por experiencia que nuestras
obras son torpes muchas veces; y que, como nos cuenta S. Pablo, también
nosotros hacemos muchas veces lo que sabemos que no deberíamos hacer, o que
dejamos de hacer aquello que es nuestro deber. Por tanto, la petición que hemos
hecho al Señor en este día, unidos como una comunidad orante, debe incluir la
decisión de poner cuanto está de nuestra parte para aprovechar toda la gracia
que Dios nos concede misericordiosamente en cada momento de nuestra vida. Sólo
así avanzaremos en el camino de nuestra fidelidad al Señor y podremos
alcanzar los frutos de una plena
redención. Esto es: solamente de este modo podremos aprovechar plenamente, con
frutos de buenas obras, la gracia de la redención que es el mayor obsequio
recibido de la infinita misericordia divina.
La fiesta de hoy nos
convoca, pues, a una profunda reflexión acerca de la situación de nuestra fe,
acerca de las motivaciones que condicionan nuestra vida, acerca del lugar que
damos a Dios en nuestra existencia, en nuestros proyectos y en las pequeñas y
grandes tareas que llenan la existencia terrena.
Pidamos al Señor la
gracia de ser capaces de realizar todo esto, aprovechando los dones que él nos
hace al celebrar con dignidad el culto sagrado para el que nos reunimos en este
lugar sagrado, dedicado al Señor.
QUE ASÍ SEA
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