HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA EPIFANÍA Domingo, 6 de Enero de 2013


Mis queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, miembros de la Vida Consagrada y fieles laicos:

Bendito sea el Señor que ha querido tomar la iniciativa para manifestarse a todos los pueblos. Él sabe que para encontrar sentido a la vida, y esperanza ante la adversidad, el hombre necesita de la presencia y de la ayuda de Dios. Y, como el hombre, para percibir y acoger la manifestación divina, requiere, al menos, una fe inicial o una cierta y sana curiosidad ante el misterio que se revela, el Señor, celoso de nuestra salvación, ofrece a lo largo de la historia signos que invitan a fijar la atención ante el Misterio.

Hoy celebramos ese gesto amoroso de Dios, que es el ofrecimiento de la estrella, para manifestarse a la humanidad representada en los magos de oriente.

Esto nos enseña tres cosas muy importantes:

La primera, que la naturaleza, creada por Dios, es también signo adecuado para conocer la existencia de Dios y su presencia cerca de los hombres.

La segunda es que, para llegar a lo invisible a través de las cosas visibles, es necesario un básico interés personal. Dios, hay que decirlo una vez más y muy claro, no se impone sino que se ofrece. Así lo predicó el Beato Juan Pablo II Papa a los jóvenes en España. Y esto deberíamos repetirlo y razonarlo con respetuosa insistencia. No faltan quienes, ante la gente sencilla e insuficientemente formada, ocultan el amor infinito que Dios nos tiene. Para ello repiten, en campañas bien orquestadas, que el Evangelio es una sarta de mandatos y de prohibiciones cuyo objetivo es dominar y someter la inteligencia del hombre apartándole de su identidad racional. En esto, llevados por la ignorancia del Evangelio, al que muchos ni se asoman, e impulsados por prejuicios no debidamente contrastados, no faltan quienes se entretienen en comentarios irrespetuosos hacia la verdad que no les interesa y con la fe cristiana que les molesta. Para ello esgrimen como justificación la democrática libertad de pensamiento y de expresión. Las libertades auténticas nunca son propicias a la falta de respeto hacia los otros. Por el contrario, son auténticas creadoras de diálogo, como exige la cultura que entre todos debemos potenciar y no destruir.

Somos los cristianos quienes, como dice S. Juan Evangelista, debemos transmitir la verdad de lo que hemos visto y oído, tanto en el mensaje de Jesucristo, como en el bimilenario testimonio de la Iglesia, y como en la propia experiencia de la solicitud amorosa de Dios que se nos demuestra en su paciencia con nosotros, en su misericordia infinita y en su acercamiento constante a través de su palabra y de su acción mediante los sacramentos de la salvación.

La tercera enseñanza que nos brinda la Iglesia recogiendo el gesto de la adoración de los magos, es que Dios quiere manifestarse a todos los hombres de todos los tiempos y culturas. Dios es creador, salvador y Padre celoso de sus hijos los hombres. También esto lleva consigo una enseñanza que se convierte para nosotros, a la vez, en una llamada verdaderamente comprometedora al mismo tiempo que expresión de la confianza que Dios ha puesto en nosotros. El Señor nos da a entender la urgencia de la evangelización. Más todavía, nos urge a transmitir el mensaje del Evangelio como una obra de justicia para con el prójimo. A aquellos a quienes estamos llamados a amar como nos amamos a nosotros mismos, les debemos, por amor, el ofrecimiento de lo mejor que tenemos: esto es, el interés de Dios por salvar a todos, y la entrega inigualable que nos ha demostrado en la pobreza de su nacimiento y en la desnudez de la Cruz.

Es necesario que los cristianos demos testimonio de que la manifestación, la cercanía, la palabra y la ayuda de Dios constituyen una fuente de gozo y de esperanza para los que creemos en Jesucristo. Así nos invita a considerarlo el profeta Isaías hoy en la primera lectura, diciéndonos: “¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!” (Is. 60, 1). El salmo interleccional no da razón de nuestra alegría, añadiendo: “Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres” (Sal. 72, 13).

San Pablo, partiendo de su rica experiencia de la obra de Dios, y aludiendo a la predicación del Evangelio que han recibido los primeros cristianos, les dice: Habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado en favor vuestro.

En este Año de la Fe ha de constituir nuestro objetivo tomar conciencia de que, como nos dice S. Pablo en la segunda lectura, “también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio” (Ef. 3, 6). Esos gentiles, miembros del cuerpo de Jesucristo, que es la Iglesia, a quienes debemos prestar especial atención pastoral y apostólica son los bautizados que han ido abandonando o relegando a un segundo o tercer lugar la atención a Jesucristo y el seguimiento de la enseñanza evangélica. Para ellos pedía el Papa Juan Pablo II, y también Benedicto XVI, la “nueva evangelización”; nueva en bríos, en métodos y en lenguaje. Ello exige de nosotros verdadera competencia cristiana en el conocimiento del Señor y de su Evangelio, una conversión interior que nos ayude a tomaren serio el Evangelio, y un esfuerzo por presentar adecuadamente a Jesucristo y su mensaje en el seno de la familia, en la escuela y en el púlpito.

Esta es la gracia que debemos pedir hoy como una misma plegaria que brote del seno de la Comunidad cristiana ahora reunida en Asamblea litúrgica.

Que la Santísima Virgen María interceda por nosotros alcanzándonos la buena disposición y la constancia necesarias para ser profetas, testigos incansables del Evangelio de Jesucristo.

QUE ASÍ SEA 

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