HOMILÍA EN EL DOMINGO IV DE ADVIENTO


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos miembros de la Vida Consagrada y fieles seglares:

En este domingo, la palabra de Dios nos ofrece a la consideración un mensaje riquísimo y muy adecuado a nuestra situación personal y a las celebraciones eclesiales que nos ocupan durante este año

1.- La primera enseñanza de la palabra de Dios es la de la auténtica valoración de las personas y de las cosas. Acostumbrados a poner la atención en lo que destaca, en lo que adquiere un significativo relieve en la sociedad, en lo que sobresale por las cualidades que socialmente se cotizan en cada momento, podemos caer en el error de pasar por alto los valores de la virtud callada, de la grandeza de espíritu, de la elección que Dios hace a las personas a las que llama para ministerios sobrenaturales. Ello hace que pase desapercibida la grandeza de la obra de Dios en las personas, la importancia de lo humanamente pequeño y silencioso, y de lo que, a simple vista, parece intrascendente para los planes que constituyen la ilusión o la ambición de los humanos. Así ocurrió con la valoración que los judíos hacían de la aldea de Belén. Sin embargo, como hemos escuchado en la primera lectura, tomada del profeta Miqueas, “Esto dice el Señor: Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel… En pie pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor su Dios” (Miq. 5, 2-5).
            
Este mismo contraste entre las valoraciones humanas y la valoración que se desprende de la elección divina, también afectó a Jesucristo. Cuando se hablaba de las maravillas que obraba, de las palabras tan sabias que salían de su boca, y del éxito que tenía entre las multitudes que le seguían, algunos manifestaban su sorpresa y su desconfianza preguntándose: ¿Acaso éste no es el hijo de  José? ¿Sus hermanos (familiares) no viven entre nosotros? ¿De dónde le vienen a este su sabiduría y su poder? Siempre se ha criticado a quienes sobresalían y siempre se ha considerado socialmente insignificante a quien no descendía de familias sobresalientes. Estas son las paradojas humanas.

2.- Sin embargo, el hecho de que la elección divina pueda superar a las categorías humanas, llena de esperanza nuestra alma. Aunque nuestra condición sea socialmente insignificante, aunque nuestros valores humanos pasen desapercibidos o sean muy escasos, nuestra auténtica grandeza  radica en la elección divina y en la fidelidad interior a la voluntad de Dios. Esta enseñanza es la que la Iglesia nos ofrece a la consideración en el domingo último de Adviento. Cuando nos preparamos a recibir al Señor, al Salvador, al Dios hecho hombre, nos encontramos a un Niño recién nacido, de padres apenas conocidos fuera de su entorno familiar,  sin más techo que el de un portal, recostado en un pesebre, y sufriendo los fríos del crudo invierno.

Qué preciosa lección para quienes debemos buscar en Dios la razón de ser de nuestra existencia, la referencia de nuestra vida, y la norma con la cual juzgar y orientar nuestros pensamientos, palabras y acciones.

Qué oportuna lección cuando estamos ultimando nuestra preparación para la inminente Navidad: fiesta de nuestro encuentro con el Señor que viene para ayudarnos a ser lo que debemos ser, y a medir la verdadera grandeza de las personas y de las cosas según los planes divinos.

Un gesto de valiosa conversión debe ser el propósito de valorar, en adelante, todo cuanto somos y tenemos y todo lo que el mundo nos ofrece, según las referencias que hoy nos ha recordado la santa Madre Iglesia en la liturgia de la Palabra.

3.- La segunda enseñanza que nos brinda la Iglesia hoy en la Liturgia  de la Palabra, es continuación de la anterior. María, Virgen y Madre, elegida por Dios entre las doncellas de Judá, insignificante por el  brillo social de sus valores humanos, y pobre en lo que podrían considerarse las prevalencias sociales al uso, es elegida para ser Madre de Dios hecho hombre. Sólo quienes viven esa ejemplar interioridad religiosa fraguada en el conocimiento de la palabra de Dios y en la ordenación de su vida acorde con ella, llegan a descubrir el auténtico valor de esa doncella de Judá. Así nos lo muestra el santo Evangelio. Nos presenta a María, que llevaba ya en su seno al Hijo de Dios, dirigiéndose a un  pueblo en la montaña de Judá para ayudar a su prima, ya mayor, que esperaba a un hijo. Cuando santa Isabel, mujer fiel al Señor, se encontró con su  prima la  Virgen María, exclamó con una capacidad de valoración que solo se alcanza desde la perspectiva de Dios: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre, ¡Dichosa tú, que has creído!, porque lo que te ha dicho el  Señor se cumplirá” (Lc, 1, 4).

4.-  Quiero destacar la alabanza de Sta. Isabel a la Virgen María, porque son un claro estímulo para vivir el Año de la Fe de acuerdo con el objetivo propuesto por Benedicto XVI al convocarlo. El Papa nos invita a revisar y a cultivar nuestra fe. Es la condición imprescindible para conocer a Dio;, para encontrarnos e intimar con Él; para descubrir el verdadero sentido de nuestra vida; para saber valorar cuanto existe,  cuanto nos ocurre y cuanto se  nos ofrece desde la cultura dominante.

La fe, que es don exclusivo de Dios,  que Él nos concede a través de la Iglesia en el Sacramento del Bautismo. La fe es el origen de nuestra mayor bienaventuranza en la tierra. Bienaventuranza que brota de encontrar el auténtico sentido de la vida, la verdadera  paz interior que nos acompaña cuando ordenamos nuestra vida según la voluntad de Dios, y la esperanza en su promesa de salvación que nos ayuda a superar las dificultades, las oscuridades y las contrariedades que la vida nos depara.

Además, la fe es, al mismo tiempo, la garantía de que se cumplirán en nosotros las promesas del Señor. “Dichosa tú, que has creído  -le dice Sata Isabel a María-  porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”

La fe debe acompañar siempre tanto a la escucha de la palabra de Dios  como al cumplimiento de la propia vocación. Nuestra fidelidad vocacional depende, fundamentalmente de la fe con que la acojamos. La acogida sincera y confiada de la vocación nos ayuda a ser fieles a la llamada de Dios. Y ello es ocasión de esa paz interior y de esa felicidad serena y profunda que supera con creces toda otra ansiada felicidad.

5.- En este último domingo de Adviento, pidamos a la Santísima Virgen María, maestra de fe y testigo de que el Señor cumple su promesa, que nos ayude a creer con firmeza y sencillez, para que lleguemos a ser siempre fieles a la vocación de Dios.

               
                QUE ASÍ SEA

No hay comentarios: