Queridos hermanos sacerdotes
concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas miembros
de la Vida Consagrada y seglares todos:
1.-
La sagrada Liturgia nos invita en este Domingo IIIº de Adviento a contemplar la
Navidad como una verdadera fiesta. Nos estimula para que la preparemos y la
esperemos con gozo. Y nos hace caer en
la cuenta de que, dada su significación y sus efectos salvíficos en nosotros,
debemos vivirla con profunda alegría.
2.-
Generalmente, la Navidad, por sus connotaciones emotivas, es vivida por casi
todos como una fiesta muy señalada. Las familias, los grupos de amigos, muchos
trabajadores de empresas y oficinas y, en general, casi todos los colectivos
sociales se reúnen para compartir la alegría propia de estas fechas, aunque
buena parte de ellos no sean creyentes. La Navidad, con el tiempo, ha pasado a
constituir un acontecimiento social generalizado que cada uno celebra desde sus
convicciones y creencias, aunque, en numerosos casos, éstas nada tengan que ver
con el verdadero sentido y origen de la Navidad.
3.-
A los cristianos se nos invita a vivir la Navidad con la alegría propia de
quien disfruta encontrándose con el Señor; de quien contempla el Misterio y la
grandeza de la Encarnación; de quien siente en sí mismo la radical necesidad de
ser salvado por Dios nuestro Señor; de quien tiene la experiencia interior de
una relación cercana con Jesucristo, testigo y maestro de la verdad.
Con palabras de S. Pablo,
la Iglesia nos dice: “Estad siempre
alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres… El Señor está cerca” (Flp.
4, 4, 5b).
4.-
No obstante, aunque la Navidad tenga todo este significado, no es fácil gozarlo
en su riqueza sobrenatural si nuestro espíritu no se siente verdaderamente
necesitado de la salvación sobrenatural, y si no está suficientemente convencido
del carácter capital y definitivo de la salvación que nos trae el Señor.
Por
tanto, para gozar la alegría de la Navidad es necesario que entremos en
nosotros mismos con religioso recogimiento; que meditemos en el Misterio de la
Encarnación y de la Redención para descubrir hasta donde nos beneficia y nos
compromete este Misterio; que ocupemos el espíritu en la contemplación de
nuestra realidad para percatarnos de lo que significa e implica el ser imagen y
semejanza de Dios. Para gozar de la Navidad es necesario que supliquemos con
plena confianza al Espíritu Santo para que fortalezca nuestra fe y no caigamos en el
error de confundir la alegría auténtica de la Navidad con las emociones
pasajeras.
5.-
La alegría cristiana no puede cultivarse en el aislamiento individualista, ni
en el despiste o en el orgullo de los
grupos cerrados. La alegría sobrenatural, que forma parte inseparable de la
vida cristiana, nace en el seno de la comunidad por el Bautismo, y ha de
cultivarse necesariamente en la comunidad eclesial. Un cristiano auténtico no
puede confundir la comunidad eclesial con el cálido arropamiento de un grupo de
amigos que cultivan en sus encuentros la satisfacción de “sentirse” unidos
afectivamente y de cultivar sus coincidencias humanas o religiosas. Este
defecto es el que S. Pablo intentaba corregir cuando advertía a determinados
grupos de cristianos que nadie podía decir, sin deformar su fe bautismal, “yo
soy de Pablo, yo soy de Pedro, yo soy de Apolo, porque todos somos de Cristo
Jesús que nos ha salvado derramando su sangre para borrar nuestros pecados.
El
nacimiento de nuestro Señor Jesucristo inicia el camino de la reunión de los
que creen en Él, hasta formar un solo cuerpo que es la Iglesia una, santa,
católica y apostólica. No puede celebrar acertadamente la Navidad quien se
aleje de esa comunión de los hijos de Dios como corresponde a los miembros de un mismo organismo. Por eso, la
celebración de la Navidad tiene su punto álgido en la Eucaristía que es sacramento de unidad y vínculo de caridad.
6.-
La caridad va esencialmente unida a la condición de cristianos, de miembros de
la Iglesia. Por eso se abre en doble dirección: el amor a Dios sobre todas las
cosas, y al prójimo como a nosotros mismos.
El
amor a Dios en primer lugar, porque él es nuestro creador y redentor. Como nos
invita a decir el canto interleccional, “El
Señor es mi Dios y salvador…mi fuerza y mi poder es el Señor” (Is. 12,
2-3).
El
amor al prójimo, porque, por la redención de Jesucristo, somos hijos del mismo
Padre Dios y, por tanto, hermanos. El amor a los hermanos debe prestar atención preferente a los más
necesitados material y espiritualmente. Esta es la enseñanza de Juan Bautista
predicando la preparación para recibir al Mesías: “El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el
que tenga comida, haga lo mismo…No exijáis más de lo establecido…NO hagáis
extorsión a nadie” (Lc. 3, 10 ss). Esta es, al mismo tiempo, según S. Juan
Bautista, una condición para preparar dignamente la acogida al Señor que viene
en la Navidad y en cada Eucaristía.
7.-
Las circunstancias de especial necesidad en que se encuentran muchas personas y
familias en estos tiempos, llama a nuestra conciencia día tras día
recordándonos el deber de tratar a los hermanos como gustaríamos que nos
trataran.
Pidamos
al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, que fue quien mejor le
recibió en la Navidad y durante toda su
vida, que ilumine nuestra conciencia para que sepamos distinguir siempre lo que
a Dios le agrada, y que tengamos fuerza para cumplirlo.
QUE
ASÍ SEA
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