HOMILÍA EN EL DOMINGO IIIº DE ADVIENTO Ciclo “C”, 2012


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas miembros de la Vida Consagrada y seglares todos:

            1.- La sagrada Liturgia nos invita en este Domingo IIIº de Adviento a contemplar la Navidad como una verdadera fiesta. Nos estimula para que la preparemos y la esperemos  con gozo. Y nos hace caer en la cuenta de que, dada su significación y sus efectos salvíficos en nosotros, debemos vivirla con profunda alegría.
            2.- Generalmente, la Navidad, por sus connotaciones emotivas, es vivida por casi todos como una fiesta muy señalada. Las familias, los grupos de amigos, muchos trabajadores de empresas y oficinas y, en general, casi todos los colectivos sociales se reúnen para compartir la alegría propia de estas fechas, aunque buena parte de ellos no sean creyentes. La Navidad, con el tiempo, ha pasado a constituir un acontecimiento social generalizado que cada uno celebra desde sus convicciones y creencias, aunque, en numerosos casos, éstas nada tengan que ver con el verdadero sentido y origen de la Navidad.
            3.- A los cristianos se nos invita a vivir la Navidad con la alegría propia de quien disfruta encontrándose con el Señor; de quien contempla el Misterio y la grandeza de la Encarnación; de quien siente en sí mismo la radical necesidad de ser salvado por Dios nuestro Señor; de quien tiene la experiencia interior de una relación cercana con Jesucristo, testigo y maestro de la verdad.
Con palabras de S. Pablo, la Iglesia nos dice: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres… El Señor está cerca” (Flp. 4, 4, 5b).
            4.- No obstante, aunque la Navidad tenga todo este significado, no es fácil gozarlo en su riqueza sobrenatural si nuestro espíritu no se siente verdaderamente necesitado de la salvación sobrenatural, y si no está suficientemente convencido del carácter capital y definitivo de la salvación que nos trae el Señor.
            Por tanto, para gozar la alegría de la Navidad es necesario que entremos en nosotros mismos con religioso recogimiento; que meditemos en el Misterio de la Encarnación y de la Redención para descubrir hasta donde nos beneficia y nos compromete este Misterio; que ocupemos el espíritu en la contemplación de nuestra realidad para percatarnos de lo que significa e implica el ser imagen y semejanza de Dios. Para gozar de la Navidad es necesario que supliquemos con plena confianza al Espíritu Santo para que  fortalezca nuestra fe y no caigamos en el error de confundir la alegría auténtica de la Navidad con las emociones pasajeras.
            5.- La alegría cristiana no puede cultivarse en el aislamiento individualista, ni en el  despiste o en el orgullo de los grupos cerrados. La alegría sobrenatural, que forma parte inseparable de la vida cristiana, nace en el seno de la comunidad por el Bautismo, y ha de cultivarse necesariamente en la comunidad eclesial. Un cristiano auténtico no puede confundir la comunidad eclesial con el cálido arropamiento de un grupo de amigos que cultivan en sus encuentros la satisfacción de “sentirse” unidos afectivamente y de cultivar sus coincidencias humanas o religiosas. Este defecto es el que S. Pablo intentaba corregir cuando advertía a determinados grupos de cristianos que nadie podía decir, sin deformar su fe bautismal, “yo soy de Pablo, yo soy de Pedro, yo soy de Apolo, porque todos somos de Cristo Jesús que nos ha salvado derramando su sangre para borrar nuestros pecados.
            El nacimiento de nuestro Señor Jesucristo inicia el camino de la reunión de los que creen en Él, hasta formar un solo cuerpo que es la Iglesia una, santa, católica y apostólica. No puede celebrar acertadamente la Navidad quien se aleje de esa comunión de los hijos de Dios como corresponde a los miembros  de un mismo organismo. Por eso, la celebración de la Navidad tiene su punto álgido en la Eucaristía que es  sacramento de unidad y vínculo de caridad.
            6.- La caridad va esencialmente unida a la condición de cristianos, de miembros de la Iglesia. Por eso se abre en doble dirección: el amor a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos.
            El amor a Dios en primer lugar, porque él es nuestro creador y redentor. Como nos invita a decir el canto interleccional, “El Señor es mi Dios y salvador…mi fuerza y mi poder es el Señor” (Is. 12, 2-3).
            El amor al prójimo, porque, por la redención de Jesucristo, somos hijos del mismo Padre Dios y, por tanto, hermanos. El amor a los hermanos  debe prestar atención preferente a los más necesitados material y espiritualmente. Esta es la enseñanza de Juan Bautista predicando la preparación para recibir al Mesías: “El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo…No exijáis más de lo establecido…NO hagáis extorsión a nadie” (Lc. 3, 10 ss). Esta es, al mismo tiempo, según S. Juan Bautista, una condición para preparar dignamente la acogida al Señor que viene en la Navidad y en cada Eucaristía.
            7.- Las circunstancias de especial necesidad en que se encuentran muchas personas y familias en estos tiempos, llama a nuestra conciencia día tras día recordándonos el deber de tratar a los hermanos como gustaríamos que nos trataran.
            Pidamos al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, que fue quien mejor le recibió  en la Navidad y durante toda su vida, que ilumine nuestra conciencia para que sepamos distinguir siempre lo que a Dios le agrada, y que tengamos fuerza para cumplirlo. 
            QUE ASÍ SEA

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