HOMILÍA DOMINGO XXXII, Décimo Aniversario de la Ríada de Badajoz

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Ilustrísimas autoridades,
Hermanas y hermanos todos, religiosas y seglares:

1.- El recuerdo de los graves percances que han costado la vida a paisanos y familiares, lleva consigo el trance de revivir circunstancias especialmente dolorosas que todos desearíamos hubieran sido solamente un mal sueño. Pero, no cabe duda de que Dios nos habla a través de estos acontecimientos y nos ayuda para que redunden en beneficio de quienes los sufren. A nosotros corresponde poner atención a su mensaje.

En primer lugar nos enseña que todavía no hemos llegado a dominar el mundo creado y puesto por Dios a nuestro servicio en el respeto a la dignidad de la naturaleza.

La fuerza de los elementos hace mella en la vida de la sociedad, como estamos constatando por las noticias que nos van refiriendo la irrupción de huracanes, tornados, inundaciones y temblores de tierra. Esta constatación ha de propiciar en nosotros la humildad necesaria para reconocer, ante nosotros mismos, ante la sociedad y ante Dios, nuestra pequeñez y la necesidad de seguir trabajando en la investigación, en el estudio y en la colaboración entre personas, grupos y pueblos. Urge acelerar el conocimiento de las leyes de la naturaleza, para someter nuestra conducta a los imperativos de dichas leyes procurando no romper el equilibrio ecológico puesto por Dios; para dominar y encauzar la fuerza de los elementos de modo que no solamente evitemos sus consecuencias negativas, sino que las aprovechemos a favor del justo progreso; y para ordenar la vida personal y social de modo que no sucumba ante egoísmos e impulsos que rompan el orden impuesto por el creador.

En segundo lugar, estos acontecimientos, desgraciadamente luctuosos, que nos afectan muy directamente destrozando importantes obras humanas y cortando la vida de seres queridos, han de llevarnos a preguntarnos qué quiere Dios de nosotros al permitir estas pruebas tan dolorosas y, en buena parte, irreversibles o irreparables.

Ciertamente, aun rodeada por el misterio que no somos capaces de entender con la sola razón humana, y que, además, choca con nuestros sentimientos porque nos deja en la oscuridad y en el sufrimiento, la respuesta del Señor llega.

Además de llamarnos a unirnos a Él en el dolor de la cruz, por el que moría ajusticiado como blasfemos el mismo Hijo de Dios y salvador de la humanidad, el Señor quiere decirnos que necesita nuestra aportación personal y ciudadana al testimonio de entereza que la sociedad necesita para afrontar las dificultades inherentes a todo crecimiento y a la sorpresa dolorosa que causan las interferencias de elementos y comportamientos extraños a nuestros planes personales y sociales. Este mensaje del Señor a través de acontecimientos tan dolorosos debe llenarnos de consuelo, y ha de fortalecer nuestro compromiso en la construcción de un mundo mejor. Construcción que no podemos afrontar con garantías de éxito si no aceptamos por la fe que es Dios mismo quien permite estos acontecimientos, y quien nos ha elegido y nos ha puesto, debidamente pertrechados con su gracia, para ser los protagonistas ejemplares en estas difíciles ocasiones. El Señor, que nos ha creado, que nos conoce por ello más que nadie, y que nos quiere infinitamente más que nosotros mismos podamos querernos, nos pone ante la prueba para que profundicemos en el conocimiento de nuestras posibilidades y limitaciones, y aprendamos a reaccionar con toda libertad y dignidad.

Finalmente, recordando a las víctimas de la sorprendente riada, y haciendo un profundo acto de fe en el amor infinito que Dios vuelca sobre cada uno de nosotros, debemos aceptar que el Señor llamó a nuestros hermanos como su infinita misericordia le lleva a llamar a todos los que mueren. Esto es: el Señor llama a cada uno en el mejor momento para presentarse ante Él, porque no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva.

Por tanto, al elevar sufragios por el eterno descanso de quienes murieron, hace ahora 10 años, víctimas de la irresistible fuerza de las aguas, debemos abrir el corazón a la esperanza y a la gratitud.

Debemos abrir el corazón a la esperanza, confiando que el Señor les tenga en la gloria junto a Él por toda la eternidad; y que, desde allí, intercederán por nosotros, que todavía peregrinamos; y que dicha intercesión será especialmente intensa por sus familiares y amigos.

Debemos abrir el corazón a la gratitud, porque sabemos que Dios todo lo ordena para nuestro bien, como dice nuestro refranero: no hay mal que por bien no venga.

El santo evangelio nos anima hoy a pensar positivamente en la vida eterna, aceptando que es gloriosa, y que a ella iremos siendo transfigurados plenamente, hasta el punto de que seremos como ángeles de Dios. Preparémonos a ello con diligencia y con la energía que da la esperanza.

No obstante, es lógico que sintamos el dolor por la pérdida de los seres queridos. Fueron un regalo de Dios y es bueno sentir perderlos. Este dolor es indicativo de un buen corazón. Con ese motivo, debo deciros que el dolor purifica, templa el ánimo, fortalece el espíritu, y nos da mayor agilidad para afrontar los avatares de esta vida. Por ello estamos obligados, por caridad fraterna, a ayudarnos unos a otros para superar los trances dolorosos aprovechando el beneficio que se esconde tras del indudable impacto de dolor.

Llevados del consejo que nos da hoy S. Pablo, en la segunda lectura, unámonos en la oración pidiendo por los familiares de las víctimas. Por ello hacemos nuestras las palabras de S. Pablo. Y, al tiempo que las convertimos en oración, os las dirigimos a vosotros, queridos hermanos que sufrís el inevitable dolor de la pérdida irreparables de vuestros seres queridos; y os decimos: “Que Jesucristo nuestro Señor y Dios nuestro Padre –que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza—os consuele internamente y os de fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas” (2 Tes. 2--)

Que la santísima Virgen de la Soledad, patrona nuestra y tan devotamente venerado par los pacenses, que sufrió el tormento de ver morir ajusticiado a su Hijo, y se mantuvo en pie con toda entereza y esperanza, y que llegó por ello a ser un insuperable ejemplo de fortaleza en la fe, nos ayude a todos a afrontar cristianamente el dolor y las pruebas que el Señor permita o nos envíe.

QUE ASÍ SEA.

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