HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE DIÁCONOS

Concatedral de Mérida
Domingo 21 de Octubre de 2007


Queridos Sacerdotes concelebrantes,
Querido Ángel, dispuesto a recibir el Orden sagrado como Diácono,
Queridos familiares y amigos que le acompañáis,
Queridos hermanos y hermanas todos, religiosas, seminaristas y demás seglares:


En la oración inicial de la Misa, he pedido al Señor para todos nosotros, ser capaces de entregarnos a Dios con fidelidad y servirle con sincero corazón.

Ésta debería ser nuestra oración permanente, puesto que se desprende lógicamente de la fe que el Señor nos ha regalado.

Por la fe, creemos que Dios es nuestro origen porque nos creó con amor.
Por la fe sabemos que Dios es nuestro fin porque nos ha redimido y nos ha hecho partícipes de su gloria llamándonos a participar de su misma vida y a gozar de su felicidad en el cielo.
Por la fe entendemos que el Señor sostiene los días de nuestra existencia terrena con el regalo de su misericordiosa providencia.

Por esa misma fe, que el Señor nos infundió en el Bautismo, asumimos libremente la vocación de Dios como el camino para alcanzar nuestra plenitud.

Por la fe aceptamos que nuestra limitación cerraría el acceso al crecimiento y a la perfección si Dios mismo no nos hubiera dotado con la luz que nos permite descubrir el camino, y si no nos hubiera dotado con la capacidad de ordenar nuestros pasos al fin que Él mismo nos va señalando con la vocación.

Por tanto, habremos de concluir que Dios es nuestro Señor, que es el dueño de cuanto somos y tenemos, y que todo cuanto hacemos ha de ser dedicado a Él como signo de gratitud por el infinito amor que ha volcado sobre nosotros a pesar de nuestras repetidas ingratitudes y ofensas.

Esa ofrenda total y permanente al Señor que ha de ser nuestra vida exige de nosotros un grandísimo interés por presentarla ante Dios con toda exquisitez y cuidado. Esa es la razón por la que pedimos a Dios la fidelidad y la sinceridad de corazón.

La petición de fidelidad que brote del corazón sincero es, pues, un deber y, consiguientemente, una preocupación de todos los que creemos en Jesucristo nuestro Señor. Pero, de modo especial, debe constituir la oración permanente de quienes hemos dedicado al Señor la vida entera para ocuparla en su santo servicio. Somos partícipes del Sacerdocio de Cristo y ejercemos el Ministerio sagrado para gloria de Dios y salvación de los hombres y mujeres a cuyo servicio nos ha puesto la Santa Madre Iglesia.

Tú, querido Ángel, vas a recibir el Sacramento del Orden Sagrado y serás constituido Diácono para asistir al Obispo y ayudar a los Presbíteros en el ministerio de la Palabra, en el servicio del Altar y en la atención a los más necesitados. Tu vida ya no te pertenecerá como propiedad que puedas disponer a tu arbitrio. El Sacramento del Orden sagrado implica la consagración a Dios. Sólo Él será, desde ahora, la parte de tu herencia y el motivo de todas tus dedicaciones ministeriales a las que te debes íntegramente. Por ello la sublime llamada del Señor, la altísima vocación que de él has recibido, embarga tu vida y ha de constituirla en un cántico de alabanza al Señor que ha decidido hacer presente en el mundo la redención valiéndose de ti y de tu libre aceptación. La más cordial sinceridad y el más puro deseo de fidelidad han de presidir tus proyectos, tus acciones y tus momentos de oscuridad y cansancio.

Como ministro del Señor estás llamado a hacerle presente en tu vida y en el ejercicio del ministerio que se te encomiende.

Hacer presente al Señor no significa simplemente manifestar que le representas, sino hacer las veces, asumir su propia acción a favor de las personas que se te encomienden. Ello implica asumir la suerte de esas personas y hacer por ellas lo que ellas no vana ser capaces de hacer por sí mismas. Habrás de rezar por ellas, habrás de hacer penitencia por ellas, habrás de dar gracias a Dios por todo aquello que ellas no sean capaces de agradecerle. Y todo ello para que avancen en el camino de la vida que ha de conducirles a la perfección, a la santidad, a Dios mismo y, con él, a la felicidad eterna.

Mira la preciosa lección que nos ofrece hoy la Sagrada Escritura presentándonos a Moisés en constante oración por el ejército que luchaba dirigido por Josué. Las manos de Moisés elevadas en oración lograban la victoria del Pueblo santo. La interrupción de la plegaria ponía en peligro al ejército de Israel.

La oración insistente y confiada por una causa justa, siempre es escuchada por Dios, según nos ha enseñado hoy la lectura del Santo Evangelio. Dios hace justicia a quienes le invocan con sincero corazón y empeñados en permanecer fieles al Señor.

Precioso mensaje el que nos ofrece hoy el Señor a través de la Santa Madre Iglesia en esta solemne celebración litúrgica. En ella recibes el orden del Diaconado y todos somos llamados a participar del Cuerpo y Sangre de Cristo. Él mantiene las manos extendidas en el sacrificio del Altar hasta el fin de los tiempos para que el pueblo elegido de Dios no perezca en la lucha por el bien, sino que alcance la vida eterna que es la victoria final y definitiva.

Hagamos un acto de fe tonifique nuestra vida para permanecer en la fidelidad y en la sinceridad de corazón.

Digamos interiormente, convencidos de la verdad profunda e iluminadora de estas palabras: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal. 120). Y digamos claramente a quienes atraviesan momentos de oscuridad y debilidad: “El Señor te guarda a su sombra... El Señor te guarda de todo mal” (Sal. 120).

Unámonos en un himno de gratitud al Señor porque realiza obras grandes en nosotros y para nosotros.

Aclamemos el Nombre del Señor, que es grande y misericordioso con los que le invocan.

Hagamos el propósito de invocar al Señor por quienes le olvidan, y de ofrecerle lo mejor de nuestra vida por quienes olvidan que todo se lo debemos al Señor.

Démosle gracias porque no deja de suscitar vocaciones al Sacerdocio y a la vida consagrada para gloria de la Santísima Trinidad y para salvación de todos los hombres.

Pidámosle que envíe operarios a su mies que es abundante y difícil en los tiempos que él mismo ha constituido en marco de nuestra acción pastoral y apostólica.

Oremos por la Santa Iglesia de Cristo para que, en su dimensión humana, permanezca siempre fiel al Señor que la ha fundado como casa de la gran familia de los hijos de Dios y como lugar de fraternidad entre los hermanos en la fe.

Agradezcamos a Dios el regalo de este nuevo diácono y próximo sacerdote, pidiendo para él fidelidad y sinceridad de corazón.

QUE ASÍ SEA.

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