HOMILÍA EN EL ANIVERSARIO DE LA DEDICACIÓN DE LA CATEDRAL

17 DE SEPTIEMBRE DE 2007
Badajoz, Catedral.

1. Al disponernos a celebrar esta solemnidad en la conmemoramos el aniversario de la Consagración del templo catedralicio, debemos avivar en nuestro espíritu actitudes de admiración y de gratitud a Dios.

Es muy rico el mensaje que el Señor nos envía a través de esta fiesta, cuyo simbolismo abunda en referencias a nuestra vida y a la vida de la Iglesia. Al mismo tiempo este mensaje nos hace llegar el testimonio de la magnificencia divina, de la que somos llamados a participar abundantemente por la generosidad de su infinita misericordia.

El Señor nos ofrece un espacio de encuentro con Él. Y a este espacio, le da el nombre de casa. Y nos anuncia que el encuentro entre Dios y nosotros tendrá una nota distintiva: la alegría: “los alegraré en mi casa de oración”. Es la alegría del hijo con el Padre en el calor del hogar propio de la familia bien avenida.

2. Si la condición del hombre no fuera la de compartir con el Señor la intimidad de un diálogo apacible, confiado y frecuente, no insistiría Dios tantas veces invitándonos a ello y explicándonos las condiciones que nos corresponde cumplir. Nuestra plenitud está en el encuentro con Dios, y nuestro desarrollo ha de partir de nuestra identidad que está en ser criaturas de Dios, hijos suyos por el bautismo.

Pero si la condición del hombre fuera la de intimar con el Señor, y El no manifestara su interés y su plena disposición a facilitarnos el encuentro en que podemos dialogar con Dios, nuestros esfuerzos quedarían baldíos.

Así, pues, el Señor nos llama hacia El, y nos atrae al mimo tiempo, facilitándonos el acercamiento interior que debe ser nuestra aportación a ese encuentro siempre renovador para nosotros.

La atracción del Señor, que acompaña a su llamada para hacernos asequible su requerimiento, se manifiesta, a través del profeta Isaías, anunciándonos el ambiente y los efectos del místico encuentro. Parece que el Profeta ha recibido de Dios el encargo de hacernos apetecible el encuentro.

3. Es importante considerar que lo primero que el Señor nos dice hoy, en este orden, a través del profeta Isaías, es que Él tomará la iniciativa, no solo llamándonos, sino llevándonos donde El está para nosotros: “los traeré a mi monte santo”.

Esta expresión, llena de simbolismo para nuestra iluminación, nos habla del ámbito sagrado al que nos transporta el Señor y al que debemos disponernos.

El ámbito sagrado propio del monte santo, es rememorado por Jesucristo al defender el templo del mal uso de los mercaderes. Por eso les dice: “no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. Es en la casa del Padre, en el lugar santo del Padre, en el espacio divino del amor y de la misericordia donde se da el encuentro con el Señor.

El ámbito sagrado, al que el Señor nos llama para encontrarnos con El, y que está simbolizado en el Templo Santo, es esencialmente, pues, el amor misericordioso de Dios; en él encontramos acceso al Padre y acogida amorosa, aunque nuestra indignidad no lo merece. Por eso, el encuentro con el Señor se debe desarrollar en la gratitud a Dios y en el ofrecimiento sincero de sí mismo.

Si el Señor no nos llevara junto a El, por el amor salvífico que nos tiene, no tendríamos posibilidad alguna de encontrarnos con Dios y de dialogar con El en la oración.

4. El amor salvífico de Dios es como el regazo del Padre, donde el Señor nos lleva y nos acoge para que encontremos el calor de la confianza, el abrigo de la misericordia y la serena esperanza que brota al contemplar la paciencia divina para con nosotros, inconstantes en la fidelidad y tibios en la fe.

Todo ello tiene su signo en el templo: lugar digno, espacio ordenado, ámbito de silencio y recogimiento donde la belleza nos habla de la gracia divina y donde cada objeto, cada imagen y cada uno de los ritos que integran las celebraciones sagradas nos habla de la trascendencia, nos invita a mirar a Dios y nos transporta a su cercanía mostrándonos su rostro amable de Padre, Amigo y Redentor.

5. Por todo cuanto nos enseña y sugiere la riqueza simbólica del templo, no resulta difícil entender que el Señor, al llevarnos junto a Él, al encontrarse con nosotros en el templo santo, cumplirá lo anunciado hoy a través de Isaías, profeta: “los alegraré en mi casa de oración”.

Esa alegría no puede carecer de motivaciones muy dignas y razonables. Nuestra alegría brotará al comprobar que, por la benevolencia de Dios, nuestras pobres ofrendas, nuestros balbucientes propósitos de escuchar y seguir al Señor, y nuestra decisión inicial de acudir a El, son valoradas, bien acogidas y bendecidas por Dios. Así lo manifiesta a través del profeta Isaías: “aceptaré sobre mi altar sus holocaustos y sacrificios”.

Ante ello, no podemos menos que exultar interiormente con verdadero gozo, y elevar himnos de sincera gratitud cantando en gozosa exclamación, como nos invita a hacer el salmo interleccional: “Dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre; mi alma se consume y anhela los atrios del Señor. Mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo” (Sal 83)

La admiración y la gratitud han de ser, pues, nuestras actitudes hacia el Señor, al conocer cuan grande es su amor, su interés, su obra, en nosotros y en favor nuestro, simbolizada en el templo santo cuya consagración rememoramos.

6. Pero, tanto la admiración como la gratitud, han de crecer en nosotros al recordar que ese templo santo, morada de Dios con los hombres, casa hogareña de la familia de los hijos de Dios, espacio sagrado del encuentro con el Señor, lugar donde el Señor nos llama, nos acoge, nos enseña y nos bendice, es, además, el signo por excelencia de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica; la Madre y Maestra, al mismo tiempo, de todos los que buscan al Señor con sincero corazón.

De ese templo espiritual para el encuentro de Dios con el hombre, en su Palabra, en la celebración de sus Misterios y en la comunión cos los hermanos, nosotros mismos somos, a la vez, piedras vivas constituidas en tales por la redención de Jesucristo, edificadas sobre el cimiento de los apóstoles y trabadas en sólida arquitectura por la obra del Espíritu Santo.

Por obra del mismo Espíritu, nuestro corazón es, a la vez, templo vivo de Dios, en el que Cristo mora, sobre todo, por la gracia de la Eucaristía: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Jn 6, 56).

En lo más íntimo de nuestra intimidad, el Señor se hace presente para intimar con nosotros. Por él se hace posible en nosotros la vida interior que da sentido a la vida terrena en sus diferentes momentos y nos proyecta a la vida eterna junto a Dios en el cielo.

7. No desaprovechemos la oportunidad y, dando gracias al Señor, dispongámonos a enriquecer nuestra alma para que sea digno trono de Dios. De este modo, a través nuestro, brillará la luz de Dios en el mundo y seremos destello de su bondad, belleza y misericordia.

Que la Santísima Virgen María, Madre de Dios y primer templo vivo del Señor en el mundo, nos ayude a entender la dignidad con que Dios nos ha dotado por el bautismo, y estimule y apoye nuestros esfuerzos por ser verdaderos templos de Dios.

Que así sea.

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