HOMILÍA EN EL ENCUENTRO NAVIDEÑO DE SACERDOTES

Queridos hermanos sacerdotes:


1.- ¡Qué encuentro tan gozoso e importante para nosotros, e incluso para nuestra diócesis, el que hoy celebramos en el seno del Presbiterio!

Nos reunimos, en sencilla fraternidad, los sacerdotes de nuestra Archidiócesis, concluyendo las entrañables fiestas navideñas, como una familia que no puede considerar completa la Navidad sin reunirse en alegre encuentro.

La familia humana está unida por los vínculos de la sangre, que llevan consigo el afecto y la estima por encima de las diferencias y defectos de padres y hermanos.

Nosotros, los sacerdotes, somos una auténtica familia sobrenatural que se realiza también en los ámbitos y dimensiones humanas. Estamos unidos por vínculos más fuertes que los de la sangre: son sacramentales y permanentes; son divinos y eviternos. Somos sacerdotes in aeternum. Somos, por tanto, hermanos in aeternum.

Es cierto que la fraternidad nos une desde el Bautismo con todos los bautizados. Pero no cabe duda de que el Sacramento del Orden cualifica, estrecha y fortalece nuestros lazos uniéndonos con mayor fuerza por la unción del Espíritu y por la misión recibida del Señor a través de su Iglesia. Estos lazos misteriosos y divinos, activan también los vínculos humanos; de modo que el afecto, la comprensión mutua y la ayuda recíproca nos impulsan a mirar y atender a los hermanos sacerdotes con simpatía y generosa disposición en favor suyo cuando surge la necesidad.

2.- Por la Encarnación y el Nacimiento de Cristo, el Hijo de Dios se hermanó con los hombres por obra del Espíritu Santo. Este inmenso regalo es lo que celebramos con grandísimo gozo en las fiestas de la Navidad.

Por el Sacramento del Orden y por el ministerio compartido en la misma Iglesia particular, los Sacerdotes hemos sido constituidos especialmente hermanos. El inmenso don de la fraternidad, que brota de la acción del Espíritu Santo, es lo que deseamos celebrar en este encuentro navideño, con la alegría que brota al tomar conciencia de que el Señor ha obrado maravillas en la pequeñez de sus siervos.

3.- Desde estas consideraciones, no puedo menos que dirigirme a vosotros, queridos hermanos sacerdotes con la firme voluntad de contribuir a estrechar humanamente los lazos que nos unen sacramentalmente. La vivencia humana de nuestra fraternidad será, como la humanidad de Cristo, un signo imprescindible para que las gentes reconozcan en nuestras relaciones la íntima relación que nos une con el Señor, y la que nos vincula pastoralmente a los fieles que el Señor nos encomienda.

Gocemos el profundo sentido de este encuentro navideño, y llenémonos de la alegría que se reafirma al descubrir nuestros lazos fraternales con el Hijo de Dios hecho hombre y constituido Sumo Sacerdote. Y abramos el corazón al afecto fraternal que, en lo humano, se reafirma, también, al activar la conciencia de que estamos unidos por vínculos más fuertes que los de la carne y la sangre. Si ocurre así, tendrá pleno sentido para nosotros el significado del clásico saludo navideño: ¡Feliz Navidad!. Y el Año que acabamos de inaugurar podrá ser verdaderamente próspero en vida sacerdotal y en colaboración pastoral. Ese es el objetivo que nos propuso el Papa Benedicto XVI dirigiéndose a nosotros por carta en la inauguración del Año Sacerdotal.

4.- La Liturgia de la Palabra nos brinda hoy, especialmente a través del Profeta Isaías, un precioso mensaje referido a la esencia de nuestra identidad y misión.

El Sacerdote es, antes que nada y por encima de todo, mensajero de la Buena noticia de salvación. Por tanto ha de ser, en su vida interior, en su comportamiento personal y en el ejercicio de su ministerio, un verdadero profeta de la alegría y de la esperanza. A ello hemos sido convocados por la palabra de Dios en la primera lectura que acabamos de escuchar. Somos ungidos y enviados para predicar la Buena Nueva a los abatidos; para sanar a los de quebrantado corazón; para consolar a los tristes; para ofrecer a los afligidos una corona, que sustituya a la ceniza con que cubrían su cabeza; para brindar a las gentes el óleo del gozo, que acabe con el luto; y para ayudarles a saborear la gloria en vez de la desesperación.

¡Qué misión tan sublime la que el Señor nos encomienda, precisamente en estos tiempos y en esta sociedad que no ha logrado la libertad interior, ni la alegría de corazón; que anda cabizbaja a causa de las crisis y las desilusiones; que busca reír con fuerza y sonoridad porque no acaba de sentir el verdadero gozo que permite vivir con ilusión y esperanza; que corre enloquecida simplemente hacia delante porque no sabe elevar sus pasos hacia lo alto, hacia lo trascendente, hacia su verdadera plenitud que no se agota en el progreso material; un sociedad que no acaba de saber disfrutar de sus grandes avances y hallazgos positivos, sino que los convierte, muchas veces, en armas que se vuelven contra sí misma.

5.- Como Sacerdotes del Señor estamos llamados a ser testigos de la verdad, que nos hace libres; profetas de la alegría, que brota de la esperanza; mensajeros de la misericordia, que es la expresión del amor divino; portadores de ilusión, porque sabemos que el Señor nos concede, en cada momento, la oportunidad de iniciar o de retomar el camino del bien, con la garantía de llegar a la meta, con su ayuda, en el momento preciso.

Como Sacerdotes, estamos llamados y capacitados inicialmente, por la gracia de Dios que obra en nosotros, para dar razón de la esperanza contra toda esperanza. Sabemos que, si asumimos las pruebas y sufrimientos de esta vida uniéndonos a Cristo en su Pasión y en su cruz, triunfaremos con Él y viviremos con Él esa vida sobrenatural que trasciende la vida terrena y cultiva las ganas de vivir a pesar de toda contrariedad, de todo sufrimiento y de toda oscuridad.

Como Sacerdotes sabemos que, como dice S. Pablo a Tito, si fuéramos infieles al Señor, porque la debilidad humana es muy grande y las tentaciones acechan por doquier de forma ladina, el Señor permanecerá fiel. Lo ha prometido firmando con su sangre la Alianza Nueva y eterna, y no puede contradecirse a sí mismo.

Como Sacerdotes somos, pues, sembradores de confianza en Dios, único capaz de cambiar el corazón de las personas y lograr que no sean motivo de desconfianza en la familia, en las relaciones profesionales, en las responsabilidades políticas, en la sublime tarea de la educación, y en la constante convocatoria al bienestar, a la justicia y a la paz.

¿Hay tarea más noble y urgente hoy en nuestro mundo? ¿Existe un ministerio más digno y dignificante? ¿No es el Sacerdocio una clara muestra de la misteriosa predilección de Dios sobre nosotros? ¿Puede el ministerio sacerdotal ocasionarnos tristeza, decepción o rechazo interior a pesar de las dificultades que indudablemente comporta?

6.- La Navidad nos convoca a la fraternidad, a la comunión eclesial, a la colaboración mutua, a la alegría interior, a la ilusión inquebrantable en el ministerio pastoral, a la confianza en el Señor. Él, mediante la acción del Espíritu Santo, nos ha elegido, nos ha ungido y nos ha enviado para que seamos profetas de la salvación, mensajeros de la Buena noticia que es la cercanía, el amor, la misericordia y la providencia por la que Dios nos acompaña, paso tras paso, en el camino de la vida hacia la plenitud, hacia la felicidad y hacia la experiencia y la práctica del amor sin sombras en la vida eterna junto a Él.

7.- Al concluir cuanto venimos considerando, no puedo menos que repetir la felicitación con la que concluí la primera reflexión de esta homilía: ¡Feliz Navidad y feliz Año Nuevo!, porque el Nacimiento del Hijo de Dios encarnado es el origen de toda bendición del Señor y, por tanto, la fuente del gozo profundo que tanto necesitamos gustar y difundir.

Que el Señor nos conceda la gracia de terminar las celebraciones navideñas renovando y gozando nuestra condición sacerdotal, que debe irradiar luz, confianza, alegría y esperanza en quienes nos rodean como familiares, como feligreses y como prójimo nuestro en cualquier lugar y ocasión.

QUE ASÍ SEA

No hay comentarios: