HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD LITÚRGICA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas, religiosas y seglares:


Una vez más nos encontramos con la sorprendente forma de comportarse Dios con la humanidad. Adán y Eva pecaron; ofendieron a Dios desconfiando de Él llevados de la clásica y permanente tentación de ser autosuficientes. “Seréis como Dios” (Gn. 3, 5), les dijo el diablo; y se lo creyeron. Tenían muchas ganas de ser los primeros y, si fuera posible, los únicos por encima de Dios, a pesar de saber que eran criaturas suyas.

Nuestros primeros padres fueron expulsados del paraíso, comenzaron a notar las consecuencias de haberse alejado de su creador; sintieron incluso vergüenza ante Dios, y se escondieron de su presencia. Qué orgullo y qué incoherencia: se escondieron en lugar de buscarle para pedirle perdón.

También esta conducta es frecuente entre nosotros. El orgullo y la propia limitación nos llevan a evadir la actitud correcta que sería afrontar nuestra responsabilidad y nuestra culpa, y pedir perdón de ella.

La actitud del Señor, en cambio, fue muy distinta: mientras Adán y Eva pretendían excusarse de su pecado, el Señor, que había sido ofendido, sale al paso y aporta la solución prometiendo la venida del Redentor.

Lo lógico hubiera sido que, desde ese momento, la humanidad estuviera ansiosa de gozar la llegada del Mesías salvador. Sin embargo, seguirá siendo el mismo Dios quien, a través de los Profetas, vaya anunciando su venida y preparando a quienes tenían que recibirle.

La constante es que Dios se nos manifiesta de mil maneras antes de que le busquemos, y nos invita y orienta para que estemos prestos y salgamos a su encuentro. Dios no se impone, sino que se ofrece. Se manifiesta de modo que sólo le descubre quien ha escuchado su voz, quien ha seguido su señal, quien ha creído su anuncio, y quien se dispone a acogerle.

En la fiesta de Epifanía, o manifestación del Señor, celebramos el precioso gesto de Dios manifestándose a la gentilidad, a los que no habían podido conocer y escuchar a los profetas, a los que eran extranjeros para el Pueblo escogido de Dios. Y se manifestó anunciando su nacimiento mediante una estrella; podía ser el mejor modo para manifestar el misterio de su encarnación a quienes vivían otra cultura y otras creencias lejanas a las profecías contenidas en la Sagrada Escritura.

Los Reyes Magos fueron un ejemplo para nosotros, tantas veces dubitativos porque los signos de la presencia y de la acción de Dios no se ajustan a las formas que nosotros imaginamos y esperamos como las más adecuadas. Formas que cada vez deseamos más a la medida de nuestra comodidad. Por eso, cuando el Señor nos sorprende pidiéndonos un esfuerzo de fe, un sacrificio, o la aceptación de una prueba que nos parece dura, fácilmente respondemos con una queja, en lugar de aceptar el misterio; en lugar de asumir nuestra limitación para captar directa y completamente el amor y la condescendencia divina que se acerca lo más posible a nosotros. Con esta actitud, nos alejamos de Dios en lugar de acercarnos más a Él.

En esta situación deberíamos hacer especialmente nuestra la fe del salmista, convirtiendo en oración las palabras que la Iglesia nos invita a escuchar y repetir hoy como un acto de fe: “Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres” (Sal. 71).

Planteémonos ante el Señor, con responsabilidad, con humildad y con ánimo sincero si estamos decididos a encontrarnos con la verdad de nosotros mismos. Preguntémonos honradamente cual es nuestra actitud ante el amor de Dios, que toma constantemente la iniciativa en todo cuanto se relaciona con nuestra salvación.

Pensemos cual es nuestra respuesta ante las diversas manifestaciones del Señor, especialmente cuando se nos muestra en su palabra, en los sacramentos, en la Iglesia, en los signos de los tiempos, en las pruebas y sufrimientos, en los momentos de gozo, y en el prójimo, sobre todo en el más desposeído y necesitado.

Hay muchas estrellas en el firmamento de nuestra vida que reclaman una mirada de fe para descubrir en ellas el signo de la presencia y de la acción de Dios en favor nuestro. Necesitamos esa mirada limpia y penetrante, especialmente en los tiempos que corren, para descubrir los dones del Señor, las promesas de salvación, las huellas de la magnificencia y de la misericordia divina, en medio de tantas insatisfacciones y peligros cuya experiencia nos afecta cada día, y cuyo anuncio nos abruma a través de los medios de comunicación social.

El hecho de que Dios nos busque debe ser meditado hasta que la conciencia de ser objeto del amor infinito de Dios nos venza y nos mueva a salir a su encuentro con alegría y con esperanza.
Que el Señor nos conceda serenidad y decisión para que, a ejemplo de los Reyes Magos, seamos capaces de observar y atender los signos del acercamiento de Dios, de su búsqueda y de su presencia salvadora.

QUE ASÍ SEA

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