HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA EPIFANÍA

Queridos hermanos sacerdotes, religiosas y fieles seglares:

Con la oración de la tarde en las Vísperas de la Epifanía iniciamos la celebración de la primera de las manifestaciones del Señor a los gentiles, a los extranjeros, a los que no pertenecían al Pueblo de Israel, a los no circuncidados, a los que no se tenían por hijos de Abraham. Podríamos decir que esta es la fiesta del acercamiento de Jesús a nosotros, a los que no pertenecíamos al pueblo escogido en la Antigua alianza.

Qué alegría la nuestra, al considerar que para Dios no hay distinción entre las razas y los pueblos. Qué gozo interior al comprobar que a todos nos considera objeto inolvidable de su amor infinito, y que se manifiesta a todos, de una forma u otra, para que todos podamos gozar de su promesa de salvación, de su gracia, y de la esperanza en el fiel cumplimiento de su palabra que es fuente de vida para todos los que creemos en Él.

Cuando la mente y el corazón están puestos en la atrayente banalidad de las cosas de este mundo buscando una satisfacción sensible e inmediata, es difícil que la manifestación universal de Cristo a todos sin distinción abra el alma al gozo que supone sentirse queridos y salvados por Dios. Por eso debemos estar vigilantes sobre nosotros mismos, aunque nos estemos relacionando habitualmente con los Misterios del Señor. Porque es muy fácil que la costumbre disminuya el fervor, y que la frecuencia de los acontecimientos importantes ocasione una cierta rutina que impida vivir profundamente la celebración a la que nos convoca el Señor. Y, si no estamos vigilantes, puede surgir la rutina que mata la conciencia y la percepción clara de lo que hacemos, de lo que se nos ofrece y de lo que tenemos. Entonces, en lugar de contribuir todo ello a nuestro más vivo desarrollo y crecimiento en la virtud y en el acercamiento al Señor, puede constituirse en obstáculo para nuestra santificación.

Hoy, el Señor se nos manifiesta de modo sorprendente, porque aparece a nuestra consideración como quien es capaz de poner en camino, para una arriesgada aventura, a personas muy situadas en su vida, y lejanas al Pueblo de las promesas. En verdad, si consideramos bien lo que significa el anuncio de que Dios mismo viene a salvarnos; y, si somos capaces de penetrar en el misterioso y embargante mensaje que ello entraña, es muy probable que transforme nuestra vida y nos haga volvernos llenos de ilusión hacia el Señor que nos busca. Consiguientemente, lo que debemos procurar para nosotros y para aquellos que viven cerca de nosotros, creyentes o no, es que la verdad de Dios manifestada en Cristo Jesús, llegue íntegra, genuina y viva a la mente y al corazón. Solo desde una inteligencia convencida y desde un corazón ganado por el Misterio y por el horizonte que su conocimiento nos abre, podemos lanzarnos a la aventura de la fe vivida como incondicional fidelidad a Dios. Él nos ha creado, nos ha redimido, nos orienta con su palabra y nos ayuda con su gracia porque su amor es más fuerte que nuestros pecados y que nuestra ingenua terquedad.

La manifestación del Niño Dios a los Magos de Oriente, es una imagen que debería grabarse en el alma de todo cristiano y constituirse en estímulo para el ejercicio incansable de la Evangelización. Es un acontecimiento por el que esos hombres inquietos, cuya conducta nos parece inverosímil, pueden ser instrumento en manos del Señor para que despierte en nosotros la entrega al riesgo de la fe siguiendo el camino señalado por quien es más que una estrella: Jesucristo nuestro Señor, el Hijo de Dios hecho hombre en las purísimas entrañas de una joven virgen que se entregó a Dios como esclava del Señor.

Que la gracia del Mesías que ha nacido y se nos ha manifestado, nos asista en el camino de nuestra constante conversión, y nos ilumine para descubrir el misterio de salvación que palpita tras de las manifestaciones divinas que todavía no podemos penetrar plenamente.

QUE ASÍ SEA

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