HOMILÍA EN EL ENCUENTRO NAVIDEÑO DE SACERDOTES

Queridos hermanos sacerdotes:


1.- ¡Qué encuentro tan gozoso e importante para nosotros, e incluso para nuestra diócesis, el que hoy celebramos en el seno del Presbiterio!

Nos reunimos, en sencilla fraternidad, los sacerdotes de nuestra Archidiócesis, concluyendo las entrañables fiestas navideñas, como una familia que no puede considerar completa la Navidad sin reunirse en alegre encuentro.

La familia humana está unida por los vínculos de la sangre, que llevan consigo el afecto y la estima por encima de las diferencias y defectos de padres y hermanos.

Nosotros, los sacerdotes, somos una auténtica familia sobrenatural que se realiza también en los ámbitos y dimensiones humanas. Estamos unidos por vínculos más fuertes que los de la sangre: son sacramentales y permanentes; son divinos y eviternos. Somos sacerdotes in aeternum. Somos, por tanto, hermanos in aeternum.

Es cierto que la fraternidad nos une desde el Bautismo con todos los bautizados. Pero no cabe duda de que el Sacramento del Orden cualifica, estrecha y fortalece nuestros lazos uniéndonos con mayor fuerza por la unción del Espíritu y por la misión recibida del Señor a través de su Iglesia. Estos lazos misteriosos y divinos, activan también los vínculos humanos; de modo que el afecto, la comprensión mutua y la ayuda recíproca nos impulsan a mirar y atender a los hermanos sacerdotes con simpatía y generosa disposición en favor suyo cuando surge la necesidad.

2.- Por la Encarnación y el Nacimiento de Cristo, el Hijo de Dios se hermanó con los hombres por obra del Espíritu Santo. Este inmenso regalo es lo que celebramos con grandísimo gozo en las fiestas de la Navidad.

Por el Sacramento del Orden y por el ministerio compartido en la misma Iglesia particular, los Sacerdotes hemos sido constituidos especialmente hermanos. El inmenso don de la fraternidad, que brota de la acción del Espíritu Santo, es lo que deseamos celebrar en este encuentro navideño, con la alegría que brota al tomar conciencia de que el Señor ha obrado maravillas en la pequeñez de sus siervos.

3.- Desde estas consideraciones, no puedo menos que dirigirme a vosotros, queridos hermanos sacerdotes con la firme voluntad de contribuir a estrechar humanamente los lazos que nos unen sacramentalmente. La vivencia humana de nuestra fraternidad será, como la humanidad de Cristo, un signo imprescindible para que las gentes reconozcan en nuestras relaciones la íntima relación que nos une con el Señor, y la que nos vincula pastoralmente a los fieles que el Señor nos encomienda.

Gocemos el profundo sentido de este encuentro navideño, y llenémonos de la alegría que se reafirma al descubrir nuestros lazos fraternales con el Hijo de Dios hecho hombre y constituido Sumo Sacerdote. Y abramos el corazón al afecto fraternal que, en lo humano, se reafirma, también, al activar la conciencia de que estamos unidos por vínculos más fuertes que los de la carne y la sangre. Si ocurre así, tendrá pleno sentido para nosotros el significado del clásico saludo navideño: ¡Feliz Navidad!. Y el Año que acabamos de inaugurar podrá ser verdaderamente próspero en vida sacerdotal y en colaboración pastoral. Ese es el objetivo que nos propuso el Papa Benedicto XVI dirigiéndose a nosotros por carta en la inauguración del Año Sacerdotal.

4.- La Liturgia de la Palabra nos brinda hoy, especialmente a través del Profeta Isaías, un precioso mensaje referido a la esencia de nuestra identidad y misión.

El Sacerdote es, antes que nada y por encima de todo, mensajero de la Buena noticia de salvación. Por tanto ha de ser, en su vida interior, en su comportamiento personal y en el ejercicio de su ministerio, un verdadero profeta de la alegría y de la esperanza. A ello hemos sido convocados por la palabra de Dios en la primera lectura que acabamos de escuchar. Somos ungidos y enviados para predicar la Buena Nueva a los abatidos; para sanar a los de quebrantado corazón; para consolar a los tristes; para ofrecer a los afligidos una corona, que sustituya a la ceniza con que cubrían su cabeza; para brindar a las gentes el óleo del gozo, que acabe con el luto; y para ayudarles a saborear la gloria en vez de la desesperación.

¡Qué misión tan sublime la que el Señor nos encomienda, precisamente en estos tiempos y en esta sociedad que no ha logrado la libertad interior, ni la alegría de corazón; que anda cabizbaja a causa de las crisis y las desilusiones; que busca reír con fuerza y sonoridad porque no acaba de sentir el verdadero gozo que permite vivir con ilusión y esperanza; que corre enloquecida simplemente hacia delante porque no sabe elevar sus pasos hacia lo alto, hacia lo trascendente, hacia su verdadera plenitud que no se agota en el progreso material; un sociedad que no acaba de saber disfrutar de sus grandes avances y hallazgos positivos, sino que los convierte, muchas veces, en armas que se vuelven contra sí misma.

5.- Como Sacerdotes del Señor estamos llamados a ser testigos de la verdad, que nos hace libres; profetas de la alegría, que brota de la esperanza; mensajeros de la misericordia, que es la expresión del amor divino; portadores de ilusión, porque sabemos que el Señor nos concede, en cada momento, la oportunidad de iniciar o de retomar el camino del bien, con la garantía de llegar a la meta, con su ayuda, en el momento preciso.

Como Sacerdotes, estamos llamados y capacitados inicialmente, por la gracia de Dios que obra en nosotros, para dar razón de la esperanza contra toda esperanza. Sabemos que, si asumimos las pruebas y sufrimientos de esta vida uniéndonos a Cristo en su Pasión y en su cruz, triunfaremos con Él y viviremos con Él esa vida sobrenatural que trasciende la vida terrena y cultiva las ganas de vivir a pesar de toda contrariedad, de todo sufrimiento y de toda oscuridad.

Como Sacerdotes sabemos que, como dice S. Pablo a Tito, si fuéramos infieles al Señor, porque la debilidad humana es muy grande y las tentaciones acechan por doquier de forma ladina, el Señor permanecerá fiel. Lo ha prometido firmando con su sangre la Alianza Nueva y eterna, y no puede contradecirse a sí mismo.

Como Sacerdotes somos, pues, sembradores de confianza en Dios, único capaz de cambiar el corazón de las personas y lograr que no sean motivo de desconfianza en la familia, en las relaciones profesionales, en las responsabilidades políticas, en la sublime tarea de la educación, y en la constante convocatoria al bienestar, a la justicia y a la paz.

¿Hay tarea más noble y urgente hoy en nuestro mundo? ¿Existe un ministerio más digno y dignificante? ¿No es el Sacerdocio una clara muestra de la misteriosa predilección de Dios sobre nosotros? ¿Puede el ministerio sacerdotal ocasionarnos tristeza, decepción o rechazo interior a pesar de las dificultades que indudablemente comporta?

6.- La Navidad nos convoca a la fraternidad, a la comunión eclesial, a la colaboración mutua, a la alegría interior, a la ilusión inquebrantable en el ministerio pastoral, a la confianza en el Señor. Él, mediante la acción del Espíritu Santo, nos ha elegido, nos ha ungido y nos ha enviado para que seamos profetas de la salvación, mensajeros de la Buena noticia que es la cercanía, el amor, la misericordia y la providencia por la que Dios nos acompaña, paso tras paso, en el camino de la vida hacia la plenitud, hacia la felicidad y hacia la experiencia y la práctica del amor sin sombras en la vida eterna junto a Él.

7.- Al concluir cuanto venimos considerando, no puedo menos que repetir la felicitación con la que concluí la primera reflexión de esta homilía: ¡Feliz Navidad y feliz Año Nuevo!, porque el Nacimiento del Hijo de Dios encarnado es el origen de toda bendición del Señor y, por tanto, la fuente del gozo profundo que tanto necesitamos gustar y difundir.

Que el Señor nos conceda la gracia de terminar las celebraciones navideñas renovando y gozando nuestra condición sacerdotal, que debe irradiar luz, confianza, alegría y esperanza en quienes nos rodean como familiares, como feligreses y como prójimo nuestro en cualquier lugar y ocasión.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LA FESTIVIDAD LITÚRGICA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas, religiosas y seglares:


Una vez más nos encontramos con la sorprendente forma de comportarse Dios con la humanidad. Adán y Eva pecaron; ofendieron a Dios desconfiando de Él llevados de la clásica y permanente tentación de ser autosuficientes. “Seréis como Dios” (Gn. 3, 5), les dijo el diablo; y se lo creyeron. Tenían muchas ganas de ser los primeros y, si fuera posible, los únicos por encima de Dios, a pesar de saber que eran criaturas suyas.

Nuestros primeros padres fueron expulsados del paraíso, comenzaron a notar las consecuencias de haberse alejado de su creador; sintieron incluso vergüenza ante Dios, y se escondieron de su presencia. Qué orgullo y qué incoherencia: se escondieron en lugar de buscarle para pedirle perdón.

También esta conducta es frecuente entre nosotros. El orgullo y la propia limitación nos llevan a evadir la actitud correcta que sería afrontar nuestra responsabilidad y nuestra culpa, y pedir perdón de ella.

La actitud del Señor, en cambio, fue muy distinta: mientras Adán y Eva pretendían excusarse de su pecado, el Señor, que había sido ofendido, sale al paso y aporta la solución prometiendo la venida del Redentor.

Lo lógico hubiera sido que, desde ese momento, la humanidad estuviera ansiosa de gozar la llegada del Mesías salvador. Sin embargo, seguirá siendo el mismo Dios quien, a través de los Profetas, vaya anunciando su venida y preparando a quienes tenían que recibirle.

La constante es que Dios se nos manifiesta de mil maneras antes de que le busquemos, y nos invita y orienta para que estemos prestos y salgamos a su encuentro. Dios no se impone, sino que se ofrece. Se manifiesta de modo que sólo le descubre quien ha escuchado su voz, quien ha seguido su señal, quien ha creído su anuncio, y quien se dispone a acogerle.

En la fiesta de Epifanía, o manifestación del Señor, celebramos el precioso gesto de Dios manifestándose a la gentilidad, a los que no habían podido conocer y escuchar a los profetas, a los que eran extranjeros para el Pueblo escogido de Dios. Y se manifestó anunciando su nacimiento mediante una estrella; podía ser el mejor modo para manifestar el misterio de su encarnación a quienes vivían otra cultura y otras creencias lejanas a las profecías contenidas en la Sagrada Escritura.

Los Reyes Magos fueron un ejemplo para nosotros, tantas veces dubitativos porque los signos de la presencia y de la acción de Dios no se ajustan a las formas que nosotros imaginamos y esperamos como las más adecuadas. Formas que cada vez deseamos más a la medida de nuestra comodidad. Por eso, cuando el Señor nos sorprende pidiéndonos un esfuerzo de fe, un sacrificio, o la aceptación de una prueba que nos parece dura, fácilmente respondemos con una queja, en lugar de aceptar el misterio; en lugar de asumir nuestra limitación para captar directa y completamente el amor y la condescendencia divina que se acerca lo más posible a nosotros. Con esta actitud, nos alejamos de Dios en lugar de acercarnos más a Él.

En esta situación deberíamos hacer especialmente nuestra la fe del salmista, convirtiendo en oración las palabras que la Iglesia nos invita a escuchar y repetir hoy como un acto de fe: “Él librará al pobre que clamaba, al afligido que no tenía protector; él se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres” (Sal. 71).

Planteémonos ante el Señor, con responsabilidad, con humildad y con ánimo sincero si estamos decididos a encontrarnos con la verdad de nosotros mismos. Preguntémonos honradamente cual es nuestra actitud ante el amor de Dios, que toma constantemente la iniciativa en todo cuanto se relaciona con nuestra salvación.

Pensemos cual es nuestra respuesta ante las diversas manifestaciones del Señor, especialmente cuando se nos muestra en su palabra, en los sacramentos, en la Iglesia, en los signos de los tiempos, en las pruebas y sufrimientos, en los momentos de gozo, y en el prójimo, sobre todo en el más desposeído y necesitado.

Hay muchas estrellas en el firmamento de nuestra vida que reclaman una mirada de fe para descubrir en ellas el signo de la presencia y de la acción de Dios en favor nuestro. Necesitamos esa mirada limpia y penetrante, especialmente en los tiempos que corren, para descubrir los dones del Señor, las promesas de salvación, las huellas de la magnificencia y de la misericordia divina, en medio de tantas insatisfacciones y peligros cuya experiencia nos afecta cada día, y cuyo anuncio nos abruma a través de los medios de comunicación social.

El hecho de que Dios nos busque debe ser meditado hasta que la conciencia de ser objeto del amor infinito de Dios nos venza y nos mueva a salir a su encuentro con alegría y con esperanza.
Que el Señor nos conceda serenidad y decisión para que, a ejemplo de los Reyes Magos, seamos capaces de observar y atender los signos del acercamiento de Dios, de su búsqueda y de su presencia salvadora.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA EPIFANÍA

Queridos hermanos sacerdotes, religiosas y fieles seglares:

Con la oración de la tarde en las Vísperas de la Epifanía iniciamos la celebración de la primera de las manifestaciones del Señor a los gentiles, a los extranjeros, a los que no pertenecían al Pueblo de Israel, a los no circuncidados, a los que no se tenían por hijos de Abraham. Podríamos decir que esta es la fiesta del acercamiento de Jesús a nosotros, a los que no pertenecíamos al pueblo escogido en la Antigua alianza.

Qué alegría la nuestra, al considerar que para Dios no hay distinción entre las razas y los pueblos. Qué gozo interior al comprobar que a todos nos considera objeto inolvidable de su amor infinito, y que se manifiesta a todos, de una forma u otra, para que todos podamos gozar de su promesa de salvación, de su gracia, y de la esperanza en el fiel cumplimiento de su palabra que es fuente de vida para todos los que creemos en Él.

Cuando la mente y el corazón están puestos en la atrayente banalidad de las cosas de este mundo buscando una satisfacción sensible e inmediata, es difícil que la manifestación universal de Cristo a todos sin distinción abra el alma al gozo que supone sentirse queridos y salvados por Dios. Por eso debemos estar vigilantes sobre nosotros mismos, aunque nos estemos relacionando habitualmente con los Misterios del Señor. Porque es muy fácil que la costumbre disminuya el fervor, y que la frecuencia de los acontecimientos importantes ocasione una cierta rutina que impida vivir profundamente la celebración a la que nos convoca el Señor. Y, si no estamos vigilantes, puede surgir la rutina que mata la conciencia y la percepción clara de lo que hacemos, de lo que se nos ofrece y de lo que tenemos. Entonces, en lugar de contribuir todo ello a nuestro más vivo desarrollo y crecimiento en la virtud y en el acercamiento al Señor, puede constituirse en obstáculo para nuestra santificación.

Hoy, el Señor se nos manifiesta de modo sorprendente, porque aparece a nuestra consideración como quien es capaz de poner en camino, para una arriesgada aventura, a personas muy situadas en su vida, y lejanas al Pueblo de las promesas. En verdad, si consideramos bien lo que significa el anuncio de que Dios mismo viene a salvarnos; y, si somos capaces de penetrar en el misterioso y embargante mensaje que ello entraña, es muy probable que transforme nuestra vida y nos haga volvernos llenos de ilusión hacia el Señor que nos busca. Consiguientemente, lo que debemos procurar para nosotros y para aquellos que viven cerca de nosotros, creyentes o no, es que la verdad de Dios manifestada en Cristo Jesús, llegue íntegra, genuina y viva a la mente y al corazón. Solo desde una inteligencia convencida y desde un corazón ganado por el Misterio y por el horizonte que su conocimiento nos abre, podemos lanzarnos a la aventura de la fe vivida como incondicional fidelidad a Dios. Él nos ha creado, nos ha redimido, nos orienta con su palabra y nos ayuda con su gracia porque su amor es más fuerte que nuestros pecados y que nuestra ingenua terquedad.

La manifestación del Niño Dios a los Magos de Oriente, es una imagen que debería grabarse en el alma de todo cristiano y constituirse en estímulo para el ejercicio incansable de la Evangelización. Es un acontecimiento por el que esos hombres inquietos, cuya conducta nos parece inverosímil, pueden ser instrumento en manos del Señor para que despierte en nosotros la entrega al riesgo de la fe siguiendo el camino señalado por quien es más que una estrella: Jesucristo nuestro Señor, el Hijo de Dios hecho hombre en las purísimas entrañas de una joven virgen que se entregó a Dios como esclava del Señor.

Que la gracia del Mesías que ha nacido y se nos ha manifestado, nos asista en el camino de nuestra constante conversión, y nos ilumine para descubrir el misterio de salvación que palpita tras de las manifestaciones divinas que todavía no podemos penetrar plenamente.

QUE ASÍ SEA

HOMILÍA 25 ANIVERSARIO ORDENACION EPISCOPAL

Queridos Sr. Arzobispo Metropolitano de Valencia, y Sr. Obispo de Lérida, hermanos en el episcopado y buenos amigos,

Queridos hermanos sacerdotes condiscípulos desde la infancia y compañeros de Ordenación sacerdotal,

Queridos hermanos presbíteros, ilustrísimos y directos colaboradores en el gobierno pastoral de la Archidiócesis de Mérida-Badajoz,

Queridos hermanos, cuñados, sobrinos y demás amigos, reunidos en esta gozosa celebración conmemorativa:

1.- No cabe duda de que éste es un día de fiesta, no solo para mí, sino para todos los que nos hemos reunido para celebrar el 25 aniversario de mi Ordenación episcopal.

Pero, al mismo tiempo, es un día de reflexión y de oración. Dios, que dirige todos nuestros pasos y rige los destinos de nuestra existencia. Él, en su infinita sabiduría y bondad ha de ocupar el centro de nuestra atención personal y comunitaria. La razón es muy sencilla: todo acontecimiento que señala una etapa significativa de la vida de una persona o de una institución, convoca a loa revisión y a la acción de gracias.

En unos casos, la gratitud se debe al gozo de haber superado un mal o una circunstancia adversa. En otros, el agradecimiento nace espontáneo al ver cumplido positivamente un período de tiempo muy señalado en el curso de la propia vida, bien sea por la bondad de lo vivido, o por las positivas consecuencias que ha supuesto para el desarrollo personal.

En lo que hoy celebramos, la gratitud que me gustaría compartir con vosotros, obedece, en primer lugar, al don de la vida, prolongada providencialmente hasta el día de hoy, después de un serio percance hace ya 23 años. Vivir es condición imprescindible para gozar los bienes que Dios nos regala en la creación y los que nos concede para que avancemos en el peregrinaje hacia la patria definitiva. En el curso de esta andadura podemos llevar a cabo el plan de Dios sobre cada uno asumiéndolo como la propia vocación.
También por el morir hay que dar gracias a Dios porque en ello nos muestra su último gesto providente por el que nos llama junto a sí para compartir su felicidad eterna. Pero éste no es el caso en este día, al menos de momento.

2.- Mi acción de gracias al celebrar mi 25 aniversario como Obispo tiene unas motivaciones muy destacadas.

En primer lugar, haber podido desarrollar la identidad cristiana
mediante el don y el ministerio del sacerdocio.

La Ordenación sacerdotal da lugar a una profunda transformación del cristiano porque supone un paso esencial desde el sacerdocio común al sacerdocio ministerial. Aunque algunas corrientes muy preocupadas por el cambio de enfoque teológico y por la renovación de las expresiones clásicas desechen la expresión que aduzco ahora, podemos decir, con toda propiedad, que, por el Sacramento del Orden, pasamos de ser simplemente imagen de Jesucristo Sumo y eterno Sacerdote, a ser “alter Christus”. Así le gusta recordárnoslo al Papa Benedicto XVI, nada sospechoso en el quehacer teológico y en las correspondiente manifestaciones.

La Ordenación sacerdotal nos capacita y nos convoca para ser instrumento consciente y libre en la actualización permanente del Misterio de la Redención en cada Eucaristía. Por eso, este Sacrificio y Sacramento constituye el centro por excelencia de la vida y del ministerio sacerdotal.

La Ordenación sacerdotal nos ha constituido en especiales constructores de la Iglesia por el ministerio litúrgico de la palabra, por la administración de los Sacramentos, por el fomento dela unidad en la Comunión eclesial, y por la potenciación y cultivo del encuentro de los fieles con el Señor, fuente y cumbre de la vida cristiana.

A la luz de esta rapidísima enumeración, bien podemos recordar que el paso verdaderamente notorio es el que nos lleva de la seglaridad cristiana al Sacerdocio ministerial. El episcopado, en relación al Orden de Presbíteros no supone más que una diferencia de grado que lleva consigo la plenitud del Sacerdocio y la jurisdicción pastoral en la Iglesia cuyo cuidado se le encomienda.

3.- La acción de gracias al conmemorar mi Ordenación episcopal brota de la conciencia de haber sido enriquecido sobremanera por el Espíritu Santo al constituirme Pastor de una Iglesia Particular, con la vocación de vivir la solicitud por todas las Iglesias, y con el deber y la capacidad de contribuir a la unidad mediante el cultivo de la Comunión eclesial.

La comunión eclesial no es ajena a la fraternidad entre los cristianos, sino han de ir inseparablemente unidas. Todos somos hijos de un mismo Padre Dios; y, por tanto, hermanos entre sí, sobre todo desde el Bautismo. El Obispo, junto con los presbíteros, que son sus más necesarios e inmediatos colaboradores, ha de ser el padre de todos los fieles cristianos integrados en su Diócesis, y el promotor de la fraternidad que nace del amor de Dios proyectado en las relaciones personales.
Este don de la paternidad pastoral compromete al Obispo en la urgente misión de procurar la evangelización en sus diferentes dimensiones. Tarea nada fácil, y que nos incumbe simultánea y coordinadamente a los Obispos y a los Presbíteros. De ahí la necesidad de que constantemente oremos unos por otros con verdadero espíritu de corresponsabilidad.

4.- Hoy, junto a tantos dones que se unen ahora en el recuerdo, tengo muy presente otro inmenso regalo de Dios que ha ido unido, a lo largo de los años, a los que directamente se relacionan con el ejercicio presbiteral y del ministerio episcopal. Me refiero a los compañeros y amigos sacerdotes y obispos. Por ello, ante vosotros y con vosotros, quiero hacer mención y convertir en motivo de gratitud lo mucho que habéis supuesto para mí, ya desde el Seminario y a lo largo de estos cuarenta y seis años de sacerdocio, los condiscípulos, así como los Obispos y los Presbíteros con los que he podido compartir amistad y trabajo. Sabemos por la fe y por la experiencia que nadie podemos cumplir con nuestra misión en solitario; y que la mejor ayuda es la que el Señor nos depara por encima de nuestras elecciones personales. Nosotros no elegimos a los condiscípulos, a los compañeros, o a los amigos presbíteros u Obispos. Habéis sido, todos sin excepción, un regalo de Dios. Por tanto yo los incluyo en mi acción de gracias y os invito a que así lo hagáis también vosotros, aprovechando esta reunión que vosotros mismos habéis preparado con acierto y entrañable generosidad.

5.- En esta acción de gracias, y siguiendo el estilo de nuestras celebraciones anuales, quiero manifestar mi gratitud al Señor, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, por mi familia y por vuestras familias; las que tuvimos y las que tenemos. Los familiares son un signo elocuente del amor y de la providencia que Dios vuelca sobre cada uno de nosotros.

6.- Al dar gracias a Dios, estamos elevando un cántico a su Gloria, porque él es el autor de todos los dones con que hemos sido enriquecidos. A cantar la gloria de Dios nos invita la fiesta que hoy celebramos; día de los primeros mártires que cantaron al Mesías uniéndose a su muerte inocente y gratuita.

Unidos en el espíritu de la liturgia que hoy celebramos, hacemos nuestra la oración inicial de la Misa, pidiendo al Señor que así como los Santos Inocentes proclamaron la gloria de Dios con su muerte, así también nosotros cantemos la gloria del Señor en el ejercicio del ministerio que a cada uno corresponde por vocación divina.
Sabemos que, como dice el Salmo interleccional, “Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte...nos habrían arrollado las aguas” (Sal. 123). Llevados de esta fe y de esta experiencia, cantemos al Señor, también con las palabras del Salmo, diciendo: Nuestro auxilio es el Nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (ibd.). Y con este convencimiento, marchemos todos dispuestos a seguir el camino que el Señor nos ha señalado.


QUE ASÍ SEA