HOMILÍA EN LA FIESTA DE EPIFANÍA

(Viernes 6 de Enero de 2012)

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y diácono asistente

Hermanas y hermanos todos, religiosos y seglares:

En esta fiesta de Epifanía celebramos la manifestación del Niño que nació en Belén como Rey de reyes, como el Mesías prometido, como el Salvador esperado.

En el día, cuyo acontecimiento recordamos y conmemoramos hoy, se hizo realidad la profecía de Isaías que hemos escuchado en la primera lectura. El Profeta grita al Pueblo de Israel para que despierte y goce la llegada del Mesías. El mismo Isaías lo había anunciado como la luz que nos ayuda a descubrir la verdad de cada una de las realidades presentes en nuestra existencia.

El Mesías que llega es la gloria de Dios. Así lo manifestó Dios Padre tanto en el Bautismo de Jesucristo a manos de Juan Bautista, como cuando Jesucristo se transfiguró sobre el monte Tabor delante de Pedro, Santiago y Juan. La voz divina que en ambas ocasiones habló desde el cielo dijo: “Este es mi hijo, el amado, el predilecto; escuchadlo” (Mt 17, 5).

El profeta Isaías nos anuncia hoy, también, la repercusión del nacimiento de Cristo y la fuerza de su presencia en el mundo. Dice refiriéndose al pueblo de Israel: “Su gloria aparecerá sobre ti; caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora” (Is 60, 2-3).

Nosotros, con la fe que se nos ha concedido, somos un elemento verificador de esa afirmación profética. Nosotros que somos el nuevo pueblo de Israel, hemos recibido la luz de Cristo y hemos caminado a su encuentro, y hemos percibido, de un modo u otro, el resplandor de su aurora (cf. Is 60, 3); ese resplandor que nos capacita para percibir el misterio y descubrirlo como la realidad y la obra de Dios.

El profeta, considerando que nuestro encuentro con el Mesías será sincero y consciente, anuncia seguidamente que, cuando nos encontremos con Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, luz del mundo, camino, verdad y vida, entonces nuestro corazón verá cumplido su deseo más profundo; entonces podrá quedar saciada nuestra mayor necesidad: la necesidad de descubrir el sentido para nuestra vida; la necesidad de poder esperar un futuro mejor; un futuro capaz de satisfacer nuestras ansias de infinito.

En esta necesidad nuestra y en la manifestación del don Dios en Jesucristo que la cubre, deberíamos pensar frecuentemente. Tenemos el peligro de que, habiendo nacido en una cultura cristiana y en un ambiente social propicio para la fe, nos acostumbremos a pensar y a vivir, quizás, desde un pobre nivel de fe; y que, en consecuencia, ya nada nos sorprenda, ni el mismo misterio, y que ya nada nos parezca de especial valor para encauzar nuestra vida desde sus raíces..

Debemos pensar frecuentemente sobre ello porque no podemos profundizar en la fe en Jesucristo como Rey, Señor y Salvador, si no nos detenemos a reflexionar y a meditar en lo que significa la Navidad. Debemos llegar a convencernos y a proclamar que en el misterio navideño está nuestra salvación. Sin la acción solidaria de Jesucristo, haciéndose en todo semejante al hombre menos en el pecado, nosotros seríamos todavía los más desgraciados de toda la creación. Y la creación misma estaría pendiente, aún, de ese trato ennoblecedor encargado por Dios Padre a Adán y Eva y, en ellos, a toda la humanidad, diciéndoles: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra” (Gn. 1, 28).

Cristo asumió nuestra naturaleza para llevar a cabo el sacrificio propiciatorio ante el Padre. Esa era nuestra deuda. Nosotros no podíamos llevar a cabo la ofrenda necesaria porque habíamos roto el lazo que nos unía a Dios y no teníamos la posibilidad de entablar una relación satisfactoria con Él. Esa ofrenda la llevó a cabo Jesucristo con el poder de Hijo de Dios, y cumpliendo la condición de ser también verdadero hombre. En su encarnación asumió nuestra misma naturaleza con todas sus consecuencias. De este modo podía actuar en lugar nuestro, y así lo hizo, llevando a cabo nuestra redención.

Esta verdad, cuyo descubrimiento es esencial para que nuestra fe sea auténtica, nos compromete, al mismo tiempo que nos alegra y nos estimula.

La celebración de la Navidad de Jesucristo y de su consiguiente manifestación a todos los pueblos, en los Magos de oriente, se convirtió en misión fundamental de los apóstoles y de todos los cristianos: “Id y haced discípulos de todos los pueblos…” (Mt 28, 19).

Si llegamos a descubrir por la fe que Jesucristo abrió a todos el camino de la salvación, entonces gozaremos pensando que otros han podido disfrutar, como nosotros, de esa misma salvación. Entonces podremos sentirnos destinatarios de las palabras de S. Pablo en la segunda lectura de hoy: “Habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado a favor vuestro” ( Ef 3, 2). Y, sobre todo, podremos disfrutar el gozo interior de haber sido, para nuestro prójimo, portadores de esa Buena Noticia.

No debemos olvidar que la proclamación del evangelio de Jesucristo permite a las gentes gozar de la gracia definitiva que es Jesucristo. Desear esta gracia para los demás es un servicio de caridad al que estamos obligados porque, siendo hijos del mismo Padre-Dios, somos hermanos de todos los hombres.

Pidamos al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, que nos conceda la gracia de gozar del encuentro personal con Jesucristo, y de la experimentar la cercanía de Dios encarnado. Que la madre de Dios y Madre nuestra nos conceda compartir con ella la alegría que lleva consigo el empeño apostólico de manifestar a Jesucristo a quienes todavía no han tenido noticia de su Encarnación, ni de la salvación que nos trae..

QUE ASÍ SEA

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