HOMILÍA EN EL DÍA SACERDOTAL DE NAVIDAD

Sábado 7 de Enero de 2012
Mi querido D. Antonio, hermano en el episcopado y amigo.

Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes y asistentes,

Queridos PP. Jesuitas que nos recibís en vuestra casa y nos acompañáis en esta celebración sacerdotal y navideña:

Lo bueno y agradable, del orden que sea, puede repetirse moderadamente sin miedo a pecar de inoportuno. Por eso, en este día navideño y eminentemente sacerdotal para nosotros, cuando está reunida la gran familia del Presbiterio diocesano, me satisface repetir la felicitación propia de estas fiestas. Pero yo quiero repetirla ahora en una forma nueva, lejos de las palabras convencionales, aunque por ello no menos sinceras. Por eso, haciendo mía la oración inicial de la Misa os digo: “Que la gracia os modele (y nos modele) a imagen de Cristo, en quien nuestra naturaleza mortal se une a la naturaleza divina”. La santa Madre Iglesia, a través de la sagrada Liturgia, orienta nuestros pasos, nuestros deseos y nuestra plegaria para que en todo caminemos en la verdad y crezcamos en el amor a Dios nuestro Señor que él nos ha manifestado en la Navidad.

La verdad es que todas estas reflexiones y todas estas palabras llegan a nuestros oídos como consabidas, con el peligro de que pasen desapercibidas en espera de oír algo nuevo, más interpelante y concreto. Sin embargo, al menos nosotros los sacerdotes, debemos entenderlas y apreciarlas en el sentido profundo y en el valor esencial que tienen para nuestra vida consagrada al Señor. Las grandes verdades tienen formulaciones muy sencillas que pueden llegan a parecernos ordinarias y comunes. Sin embargo, nuestro lema debe ser para estos casos profundizar, contemplar y saborear, más que acumular novedades. Así lo dice el aforismo latino: “Non multa, sed multum”.

El “multum”, para nosotros se adquiere en el acercamiento meditativo, contemplativo y suplicante al Señor en la intimidad de la oración, en la lectura atenta y religiosa de la Palabra de Dios, y en la mirada respetuosa, penetrante y fraternal a quienes el Señor pone en nuestro camino; especialmente a los más desposeídos, marginados y solitarios. En los tiempos y circunstancias que estamos viviendo. El Señor sale a nuestro encuentro, en los hermanos sacerdotes, en los fieles y también en los infieles que la Iglesia nos ha encomendado. No obstante, sabemos que, metidos en el ritmo de nuestras ocupaciones ministeriales, podemos pasar de largo ante el Señor, o entretenernos escasamente para un simple saludo, o paran cumplir con las exigencias mínimas de la piedad, de la caridad, o del compañerismo.

No se trata de que ahora nos pongamos en actitud penitencial. Es verdad que la voluntad de conversión debe estar presente siempre en nuestra vida. A ello nos convoca la sagrada Liturgia al iniciar la celebración de la Santa Misa. Pero hoy se trata principalmente de otra cosa. Se trata de celebrar con verdadera alegría el inmenso don de la gracia navideña por la que hemos podido renacer a una vida nueva, como dice también la oración inicial de la Misa. Se trata de agradecer al Señor que se haya puesto tan cerca de nosotros por su Encarnación, y de que haya asumido ante el Padre-Dios la responsabilidad de nuestros pecados. Se trata de que vivamos como nuestros “el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo”, (GS. 1); de que, entre ellos, no olvidemos a nuestros hermanos sacerdotes. Si los laicos han de cuidar en primer lugar a su familia, los sacerdotes debemos cuidar a quienes son sacramentalmente nuestros hermanos y forman la familia presbiteral de la Archidiócesis.

Es en este espíritu y en esta fraternidad sacramental, donde el Señor nos va ayudando a mantener el necesario clima de apoyo mutuo para el camino de nuestra santificación y para mantener los nuevos bríos sacerdotales necesarios para el ejercicio de nuestro ministerio en medio de las dificultades. En la conciencia cristiana, la vivencia de la Navidad comporta su celebración en el seno de la familia y de la comunidad. Los ecos culturales de este espíritu cristiano, han hecho extensivo entre creyentes y no creyentes la conciencia moral de que la Navidad es tiempo de amor y de reconciliación, de unidad y de esperanza.

Nosotros hemos sido elegidos y enviados para proclamar el año de gracia del Señor. Proclamación que debe ser indiscriminada, según el mandato de Jesucristo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc. 16, 15). Pero nuestra experiencia es que “vino a su casa, y los suyos no le recibieron” (Jn. 1, 11). La experiencia pastoral nos enfrenta con esta dura realidad de rechazo hacia el Evangelio. Rechazo que, en unos casos, se manifiesta con criterios ajenos a la fe, y en otros, como un sentir difuminado en la sociedad que se expresa, incluso entre cristianos, con la fría indiferencia de quien considera la fe como un gusto de algunos que nada aporta a lo que verdaderamente importa en la vida.

Al hilo de estas reflexiones, nos vienen a la mente las palabras de S. Juan que acabamos de escuchar: “Todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios” (1 Jn. 4, 2-3). Esta afirmación evangélica, lejos de constituir una dispensa para olvidar a los contrarios, nos urge a encontrar nuevas formas de acercamiento y de anuncio de Jesucristo. Nuestra misión es evangelizar y contribuir con ello a la expansión del Reino de Dios, para que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. En el choque de nuestra vocación evangelizadora con las actitudes sociales de rechazo y de desprecio motivadas por ideologías adversas o por indiferencia irreflexiva, está el motivo de nuestro cansancio y, a veces, de nuestro desánimo. Sin embargo en ese choque se fortalece nuestra fe y se fragua nuestra fortaleza.

Frente a todo ello, la palabra de Dios nos estimula con la profecía de Isaías que acabamos de escuchar: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló” (Mt. 4, 16). La fe nos invita y capacita para creer firmemente que es Jesucristo quien hace brillar en el mundo, a través nuestro y a pesar de todo, la luz que él mismo es. En ello radica nuestra esperanza contra toda desesperanza.

Sabemos que son necesarias muchas reformas estructurales en nuestras diócesis y en nuestras parroquias para ofrecer, por nuestra parte, mayores y mejores recursos de evangelización. Pero tenemos que convencernos cada vez más de que todo ello comienza a ser útil cuando nosotros vamos creciendo como verdaderos hombres de Dios. A ello debemos aspirar cada día teniendo presente que las adversidades no cesarán, pero siempre podremos encontrar, incluso en nosotros, motivos de renovada ilusión y entrega. Así lo expresa hoy el Evangelista S. Juan: “todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios; es del anticristo”( 1. Jn.4, 3). Y ha añade: “Vosotros, hijos míos, sois de Dios y lo habéis vencido” (1 Jn. 4, 4)…“el que está en vosotros (en nosotros), es más que el que está en el mundo” (1 Jn. 4, 4). El que está en nosotros es el Hijo de Dios que ha tomado nuestra naturaleza y ha compartido nuestra historia para que todos tengan vida y la tengan en abundancia.

Este es el misterio de la Navidad. Este es el motivo de nuestras mutuas felicitaciones. Este es el motivo de nuestra confianza en la necesidad del ministerio que se nos ha encomendado. Esta es la razón de nuestra esperanza.

Que la Santísima Virgen María, Madre del Hijo de Dios hecho Hombre, Madre de la Iglesia y Madre nuestra, ejemplo de colaboración en el proyecto salvador de Dios, y permanente intercesora en favor nuestro, nos alcance la gracia de lograr esa progresiva intimidad con el Señor que ha de motivar, potenciar y sostener nuestro espíritu sacerdotal y la recta realización del ministerio que se n os encomendado.

QUE ASÍ SEA

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