HOMILÍA EN LAS PRIMERAS VÍSPERAS DE LA FIESTA DE EPIFANÍA

(Jueves 5 de Enero de 2012)

Queridos miembros del Cabildo Catedral y diácono asistente,

Queridos hermanos todos, religiosas y seglares:

La enseñanza de san Pablo, en la carta a Timoteo que acabamos de escuchar, nos manifiesta algo importantísimo. Estamos acostumbrados a escuchar que Dios nos redimió y nos introdujo en una vida nueva. Y haríamos bien teniéndolo en cuenta siempre con plena conciencia.

Luego, cuando pensamos en dar una respuesta correcta al Señor procurando serle fieles, y cuando nos venos débiles e inseguros, pensamos que Dios nos ayudará con su gracia si se lo pedimos con fe.

Pues bien; hoy san Pablo nos manifiesta que Dios, por su amor infinito a la humanidad, previó la concesión de esa gracia, de esa ayuda. Dice el apóstol que “desde tiempo inmemorial dispuso darnos su gracia, por medio de Jesucristo” (2Tim 1, 9ss). Por tanto debemos creer firmemente que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la mayor gracia, la ayuda más oportuna que podía concedernos el Señor, y cuya concesión, cuando se la pedimos con fe, es ya propósito del Señor “desde tiempo inmemorial”.

Esto debe llevarnos a volcar en Dios toda nuestra gratitud porque, en el momento cometieron el pecado original nuestros primeros padres Dios prometió la redención. Adán y Eva, como muchas veces nosotros mismos, estaban preocupados buscando excusas a su deplorable conducta. La determinación redentora comunicada por Dios se ha cumplido en Jesucristo, y se hace visible y se manifiesta al mundo entero, en la Epifanía, en la fiesta que cuya celebración iniciamos ahora con el canto de la primeras Vísperas. Con esta fiesta comenzó la celebración de la Navidad en la primitiva Iglesia.

Los ángeles, en la Navidad, se nos presentan como los auténticos mensajeros de que ha llegado a nosotros ya la gracia, el don, la ayuda que necesitamos para alcanzar la vida santa a la que nos llamó Dios Padre cuando nos prometió la salvación por medio de Jesucristo.

El misterio que hoy celebramos, y que es el de la manifestación del Hijo de Dios a todas la gentes sin discriminación alguna, nos muestra la magnanimidad divina. Magnanimidad propia de un Padre amoroso. Magnanimidad que sorprende a la lógica humana, porque nosotros no solemos obrar así. Solo aquello que está motivado por el amor auténtico, por el cual cada uno es capaz de darse a los otros en primer lugar, llega a sus destinatarios, que somos nosotros, antes de recibir la correspondiente gratitud. Dios se nos da aunque nuestra respuesta no llegue debidamente a tiempo. Es muy importante que tengamos en cuenta que el Señor nos quiere infinitamente aunque seamos infieles. Lo que ocurre es que, como tantas veces hemos oído decir, Dios no se impone, sino que se ofrece y espera nuestra respuesta para consumar en nosotros la acción iniciada por su divina Providencia. La paciencia de Dios acompaña a su amor infinito con su constancia fidelísima. Es la constancia de su Alianza nueva y eterna, sellada con su sangre, en favor de los hombres.

La alegría que brota en el corazón creyente al contemplar al Niño-Dios adorado por pastores judíos y por los Magos que eran gentiles, crece cuando vemos en ello el signo de que su voluntad era y es manifestarse también a nosotros, pueblos de la gentilidad. El Señor nos conducirá a su presencia a través de esa fulgurante estrella que es la Santa Madre Iglesia, y del resplandor cristiano de quienes nos rodean como testimonio de fe y de fidelidad. El Señor, constante en su plan de salvación, llamará nuestra atención en otras ocasiones mediante una lectura conmovedora, mediante un consejo lúcido; y se hará presente, saliéndonos al encuentro en la proclamación de su palabra; sobre todo, se dará a nosotros en la Eucaristía, que es el Sacramento admirable de su entrega plena e incondicional. La Eucaristía, presencia real y operante de Cristo sacrificado por nuestra salvación, es la fuente de toda gracia. Y Dios tiene la delicadeza de presentarse en este sacramento como alimento celestial, como pan del caminante.

La Navidad, que comenzó a celebrarse en la iglesia precisamente conmemorando la adoración de los Reyes, tiene su manifestación más consoladora cuando la Santa Madre Iglesia nos enseña que Dios estuvo pendiente de nosotros desde el primer momento, y que se hizo solidario con nosotros asumiendo la responsabilidad de satisfacer por nuestros pecados hasta morir en la cruz como sacrifico propiciatorio a Dios Padre.

Al pecado de nuestros primeros padres, secundado con nuestros pecados personales, siguió de inmediato la promesa firme de salvación; san Pablo nos dice que “dispuso darnos su gracia por medio de Jesucristo; y ahora esa gracia se ha manifestado al aparecer nuestro Salvador Jesucristo” (2Tim, 1, 10),

Jesucristo es el vencedor de la muerte y de todo peligro mortal que acecha al espíritu humano. Él es quien nos advierte del mal, nos previene ante él y nos promete su acción liberadora. Acción liberadora que Él prosigue y que nos aplica mediante la gracia sacramental.

Acojámosle con el alma abierta a su gracia y con la decisión de ser mensajeros de esa manifestación gozosa y redentora que nos llega en la fiesta la Epifanía. Y, con gozo, al considerar la grandísima suerte que nos ha deparado, seamos agradecidos correspondiéndole con nuestra fidelidad y con nuestro apostolado.

QUE ASÍ SEA

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