MISA EN LA FESTIVIDAD DE S. JUAN BAUTISTA

CATEDRAL DE BADAJOZ
24 de Junio de 2008-06-15


Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes, y diácono asistente,
Excmo. Sr. Alcalde, Corporación municipal,
dignísimas autoridades civiles y militares,
queridos hermanos y hermanas todos, seminaristas, religiosas y seglares:

1.- Hoy es la fiesta de la Catedral y de la Ciudad. La natividad de S. Juan Bautista nos congrega bajo un mismo patronazgo. Demos gracias a Dios por tener tan acertado protector y ejemplo para nuestra vida cristiana.

La plena fidelidad del Bautista a Dios, aun a costa de su libertad, e incluso de su misma vida, nos hace considerar el valor que adquiere nuestra existencia cuando se construye desde Dios. Vale más que todo; crece según su potencialidad esencial que va unida a la dignidad indestructible e innegociable de la persona humana.

Para desarrollar nuestra vida, en consonancia con la inmensa dignidad recibida de Dios, al ser creados a su imagen y semejanza, es necesario superar los criterios simplemente humanos y terrenos que brotan de un discurso condicionado por intereses, tendencias, instintos e inercias mundanas, generalmente discordantes con la verdad objetiva y permanente. Esta verdad es Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que nos ha manifestado el Misterio escondido desde los siglos en Dios. Este misterio es su amor infinito; y ciertamente es dificil de comprender, porque se vuelca incondicionalmente en favor del hombre; incluso cuando el hombre viva y se manifieste como enemigo de Dios.

Ya sabemos que el discurso laicista, que va coloreando la cultura actual de modo bien planificado y claramente manifiesto, y que cuenta con el esfuerzo y los recursos de muchos, niega la referencia a la verdad absoluta y, por tanto, a Dios; y establece un peligroso relativismo por el que se impone, como referencia para todo, el interés de cada uno, en teoría; y el interés de algunos, en la práctica.

2.- La clara visión de S. Juan Bautista para percibir, entender y asumir la vocación con la que Dios le requería para preparar el camino al Mesías, nos hace reflexionar sobre la disposición con que debemos recibir al Señor, y sobre la valentía con que debemos darle a conocer.

La austeridad y la coherencia con que vivía S. Juan Bautista, y la misma entrega de toda su vida al anuncio del Mesías que había de venir, nos dan la medida de la fidelidad con que recibió la palabra del Señor. La claridad y la valentía con que predicaba la conversión, y la entereza y sencillez con que invitaba a las gentes a preparar el camino al Señor allanando los montes de sus vicios y rellenando los valles de sus carencias, nos da la medida de su integridad apostólica a toda prueba. Sabemos que concluyó sus días decapitado porque denunciaba los vicios de la sociedad.
No es desmesurado afirmar la oportunidad con que nos llega el ejemplo de S. Juan Bautista, precisamente en estos momentos en que se pretende silenciar la voz de Dios y de su evangelio, insistiendo en que todo lo que concierne a la religión tiene su espacio propio en la intimidad de la persona y, a lo sumo, bajo las bóvedas de los templos.

A este respecto, debo citar al Papa Benedicto XVI que, dirigiéndose a los Obispos de Italia, decía hace escasamente unos días: “En el marco de una laicidad sana y bien comprendida, es necesario, por tanto, resistir a toda tendencia a considerar la religión, y en particular el cristianismo, como un hecho meramente privado: las perspectivas que nacen de nuestra fe pueden ofrecer, por el contrario, una contribución fundamental de esclarecimiento y solución de los mayores problemas sociales y morales”. Esto era lo que hacía Juan Bautista ante los criterios, los comportamientos y las tendencias sociales de su tiempo. No extrañe, pues, que el Papa, firme en el convencimiento de que la fe aporta una gran riqueza a la vida personal y social, no solo defienda la manifestación de la fe en el ágora pública, sino que recuerde a los Obispos que este deber también les compromete. Por eso les dice: “Como anunciadores del Evangelio y guías de la comunidad católica, estáis llamados a participar en el intercambio de ideas en la plaza pública para ayudar a modelar actitudes culturales adecuadas”.

3.- Entendamos, pues, queridos fieles cristianos, que el evangelio no nos enseña a relacionarnos con Dios, como si esta relación fuera un entretenimiento opcional para satisfacer anhelos puramente subjetivos. El Evangelio proclama la incomparable obra de Dios en favor del hombre, y el camino que el hombre debe recorrer para alcanzar la plenitud para la que fue creado por Dios; plenitud o santidad, que siempre está unida a la defensa de la verdad y al compromiso por la justicia. Por eso, el Papa sigue diciéndonos a los obispos y, por tanto, más todavía a los seglares a quienes compete la iluminación cristiana del orden temporal: “No podéis cerrar los ojos y callar ante las pobrezas y las injusticias sociales que afligen a buena parte de la Humanidad y que exigen el generoso compromiso de todos, un compromiso que debe ampliarse también a las personas que, aunque sean desconocidas, viven en la necesidad”.

4.- San Juan Bautista supo establecer y cumplir las prioridades en que debía centrar su generosa dedicación correspondiente a la vocación divina recibida ya en el seno materno; comprometió su vida con estas prioridades, y proclamó con su palabra y con su ejemplo la relatividad e inconsistencia que presentan, comparados con la vocación divina, tantos objetivos y ambiciones como condicionan nuestra vida, y que tienden a absorber nuestras preocupaciones e ilusiones.

Siguiendo el ejemplo de S. Juan Bautista, podemos pensar con seguridad, que viviendo acordes con la Verdad, con el amor y con la voluntad de Dios, sería más posible el orden social, el respeto a las personas, la justicia y la paz en el mundo y, por tanto, la dignificación de la humanidad, del progreso, del bienestar compartido en la imparable globalización, y la armonía entre los diferentes ámbitos y recursos de la sociedad.

5.- La llamativa austeridad del Bautista, que presidió su uso de los bienes terrenos, constituye un claro ejemplo para todos nosotros, sacerdotes, religiosos y laicos. Por la presión de las corrientes favorables al bienestar codiciable y siempre ampliable, podemos romper el equilibrio entre el disfrute de los bienes terrenos, puestos por Dios a nuestro servicio, la atención a los hermanos más necesitados, de cuyas penurias somos responsables en tanto miembros de países desarrollados, y el respeto a la armonía de la naturaleza. Del mandamiento de Dios, proclamado en la misma creación del hombre y de la mujer, deriva tanto la orientación de las relaciones personales con Dios y con el prójimo, como los comportamientos en defensa del inmenso don de Dios que es la naturaleza.

6.- Por todas estas actitudes bien asumidas y manifiestas, S. Juan Bautista pudo pronunciar con toda propiedad las palabras del Salmo con que la Iglesia nos invita hoy a responder a la palabra de Dios: “Te doy gracias, Señor, porque me has escogido portentosamente” (Sal. 138).

También a nosotros nos ha elegido portentosamente el Señor.¿Cómo, si no, habríamos llegado a conocer al Dios único y verdadero en un mundo tan plural en creencias y tan abundante en diversas formas de increencia? ¿Cómo podríamos estar participando, por nosotros mismos, de la fe católica en medio de nuestro mundo occidental cada vez más reacio a admitir el misterio de Dios y de la Iglesia fundada por Jesucristo? ¿Cómo podríamos mantenernos en la fidelidad, a pesar de nuestras debilidades?

Desde la conciencia de haber sido elegidos por Dios de modo portentoso debemos asumir con decisión las responsabilidades que nos incumben como cristianos en la familia, en la educación, en la ordenación de la empresa, en la cuidada realización del trabajo, en la recta ordenación del comercio, en la promoción de la cultura y del ocio, en el gobierno de la ciudad y del pueblo, y en el servicio a la Iglesia desde el ministerio que a cada uno le ha encomendado el Señor.

Si entendemos y asumimos que hemos sido creados y elegidos por Dios, nos llenarán de gozo esas palabras que nos transmite Isaías, manifestando un entrañable diálogo entre Dios y el profeta:”Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso” (Is. 49, 3).

6.- Siervos de Dios somos en tanto creados por quien es nuestro Señor. Pero nuestra condición de siervos de Dios no nos reduce a sometimiento alguno, ni siquiera a Dios, sino que brota del amor que el hijo debe tener al Padre, porque hemos sido rescatados del pecado y hemos sido hechos hijos adoptivos de Dios por Cristo.

Por eso, nuestro servicio a Dios nace de la libertad, una vez que sabemos por la fe, cual es nuestra relación familiar con el Dios de cielos y tierra. Por eso, sabernos siervos de Dios nos llena de sano orgullo, y nos hace rebosar de gozo en la convicción de que nuestra relación con el Señor nos hace afortunados.

Por esta relación con Dios, que Jesucristo ha ganado para nosotros con su muerte y resurrección, nuestra pequeñez se convierte en insuperable dignidad, y nuestra pobreza y limitación se convierten en desbordante riqueza, porque el Señor es la parte de nuestra herencia; somos herederos de la felicidad de Dios y partícipes, ya en la tierra, de su gracia, de su salvación.

7.- No cabe duda de que, en la medida estemos imbuidos de los lenguajes y criterios terrenos, puede resultarnos extraño cuanto venimos diciendo. Estas consideraciones pueden hacer mella en nuestra alma y ser luz para nuestra vida sólo en la medida en que nos abramos a la palabra de Dios y a su intimidad en el silencio de la meditación y de la oración. Es cierto que la velocidad y los ajetreos de esta vida hacen difícil el silencio a que me refiero. Pero también es cierto que, sin ese silencio de escucha, y sin esa reflexión meditativa resulta imposible vivir la fe que profesamos como cristianos. Y en esas circunstancias, nuestra vida cristiana corre el peligro de situarse al borde de una actitud acomodaticia con los intereses terrenos que no son compatibles con la fe en el Dios único y verdadero, creador y salvador nuestro.

9.- Pidamos a S. Juan Bautista, nuestro patróno, que interceda ante Dios nuestro Señor para que alcancemos las virtudes de que nos da ejemplo S. Juan, y seamos verdaderos testigos y promotores del amor, de la justicia y de la esperanza.

QUE ASÍ SEA.

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